No hay duda que durante las décadas que nos separan del final de la Segunda Guerra Mundial, se ha avanzado tremendamente en aspectos de tecnología, economía y salud. En gran medida ello se debe al visionario diseño de un mundo que ofrecería oportunidades de crecimiento a todos en base a la liberalización del comercio internacional. En años más recientes, empero, esta visión ha sido secuestrada por la codicia de intereses cada vez más fuertes e influyentes. La fragmentación actual de la tendencia hiperglobalizadora puede ser la oportunidad para reconsiderar prioridades.
Pocos historiadores discreparían con la noción de que las causas de la Segunda Guerra Mundial se encontraban arraigadas en el tratado de Versalles que vino a poner término a la primera. Los propios contemporáneos influyentes (inclusive Keynes) opinaban que las duras condiciones económicas de reparación condenarían a las naciones capitulantes a un ajuste que solo podía acabar en populismo.
El nexo entre ambas conflagraciones sin duda estaba en la mente de los vencedores cuando se reunieron en 1944 en Bretton Woods a diseñar el mundo económico de la posguerra, basado en la creación del FMI y el Banco Mundial. Con la creación el año siguiente de las Naciones Unidas se completó la arquitectura que debería regir el futuro económico del mundo según la visión de Roosevelt y Churchill.
Al recuerdo de los horrores de las guerras se le unía la memoria de las catástrofes financieras y la gran depresión económica de la década de los 30, con las devaluaciones competitivas y las guerras arancelarias que solo lograron sumir al mundo en la miseria. Seguramente ello contribuyó a la decisión de basar los esfuerzos por recuperar la prosperidad en la liberalización del comercio internacional como motor económico del futuro. Para ello fue indispensable el GATT, organismo precursor de la OMC.
El periodo más brillante
El desmantelamiento de los imperios coloniales –a instancias de Roosevelt– contribuyó sin duda a la rápida expansión del comercio con progresivas rebajas arancelarias. Quedaron excluidas dos regiones: por un lado, el bloque soviético detrás de la cortina de hierro, reacio a interactuar comercialmente con las economías de mercado. Por el otro, la mayor parte de América Latina, donde las escaseces de la guerra habían contribuido a arraigar las industrias sustitutivas de la importación, ya entramadas en el sistema político e indispuestas a reabrirse a la competencia.
A pesar de estas ausencias, sin duda se trataba del comienzo del periodo de mayor crecimiento, innovación y desarrollo económico sostenido de la historia contemporánea. O, según las recientes palabras de Enrique Iglesias –protagonista de dicho proceso al frente de la Ronda Uruguay del GATT–, “el periodo más brillante de la humanidad”.
Pero ese ímpetu idealista de sus promotores quedó sin aliento a mitad de camino, siendo reemplazado por la codicia del mercado como fuerza impulsora de la hiperglobalización. Si bien el crecimiento de la primera mitad del periodo fue basado en el comercio internacional, con la caída del sistema de paridades cambiarias fijas de Bretton Woods todo cambió. Lo que siguió fue una vorágine de capital especulativo desatada por la desregulación de los centros internacionales de la industria financiera.
La oportunidad desperdiciada
La transformación del peso de la fuerza relativa entre gobierno y mercado se hizo notoria con la implosión del régimen soviético a fines de la década de los 80. Luego de 70 años de enfrentamiento emerge victorioso el modelo de la democracia de mercado y surgen hegemónicos los EE.UU. en un sistema geopolítico unipolar.
Pudo haber sido el momento culminante del periodo brillante, en el que la magnanimidad del vencedor se exhibiera en actitud de asistir en la transición desde un régimen autoritario de planificación central a un modelo de democracia de mercado. Sin embargo, primó la codicia: en lugar de diseñar un “plan Marshall” o mandar al cuerpo de paz1, la banca de inversión de Wall Street envió expertos para asesorar a los nuevos oligarcas rusos en el armado de monopolios. Hoy se cosecha aquella magra siembra.
Donde sí afloró la semilla del mercado fue en China quien –junto a la India– dieron nuevos bríos a la expansión mundial del comercio en el fin de siglo. Su fuerte demanda por materias primas tonificó los precios de los commodities en los mercados mundiales, beneficiando a productores de nuestra región. A su vez, consumidores en todo el mundo ganaron acceso a productos de industria liviana –en especial los de alta tecnología electrónica– a precios muy inferiores a los de sus habituales proveedores.
El precio de la globalización
El comercio es quizás la faceta más benigna de la globalización, abriendo nuevos mercados para productores y poniendo nuevos productos al alcance de los consumidores. Pero sus aspectos financieros pueden esconder amenazas más complejas, como ser el contagio transfronterizo de la inestabilidad financiera por vía de inversiones en activos de alto riesgo como en el caso de la crisis financiera del 2007-08, donde una crisis hipotecaria que comenzó en Wall Street cruzó el Atlántico y desató una crisis de deuda pública en Europa.
Para las empresas multinacionales, la progresiva adquisición de mercados en todo el mundo ofrece “economías de escala” que repercuten en menores costos de producción y fomentan la concentración de los mercados en pocas manos, brindando privilegios oligopólicos.
Para los gobiernos, el creciente poderío de las corporaciones limita su accionar regulatorio y supervisor a la vez que influye en sus decisiones a través del financiamiento de las campañas electorales. Por otra parte, los gobiernos de los países más poderosos utilizan los organismos internacionales como medios de presión para imponer “reglas de juego” que deben observar los demás si quieren participar. Ello termina erosionando la soberanía en cuanto a la resolución de temas enteramente internos.
Con la hiperglobalización y su énfasis en el consumo y el materialismo, así como en la masificación de las costumbres y la pérdida del individualismo, fueron quedando relegados los viejos valores sobre los cuales se construyó la civilización occidental. Sería oportuno recuperarlos.
[1] El “Peace Corps” es un programa de voluntarios creado en 1961 por el presidente Kennedy para asistir en el desarrollo de países.
TE PUEDE INTERESAR