En la esquina de José Ladislao Terra y Guadalupe, por los años setenta, existía una carnicería atendida por su propio dueño, don Manolo.
Eran los tiempos en que se envolvía la carne en papel de estraza, aquel de color marrón, que se podía adquirir por kilo y al pedirlo al mayorista, debías indicar el gramaje:
—¿Papel de kilo o medio kilo? -preguntaba el vendedor mayorista.
Así lo compraban los comerciantes, almaceneros y carniceros en el clásico “barrio de los judíos”, preferentemente en Casa Farber, Simón o en Almacén Palestina.
Ya en la carnicería tras su despacho, y como no se había desarrollado la industria de las bolsas de nylon, las vecinas guardaban en sus chismosas la compra, que además iban con un “sobre envoltorio” muy contaminante y poco protector de papel de diario.
A mis ojos de niño, llamaba profundamente la atención que el carnicero tuviera un temblor constante, sin control, en cabeza y manos, pues padecía una afección neurológica, y solo su fuerte voluntad le permitía continuar trabajando.
La esquina donde estaba el comercio tenía un muro pequeño que sirvió como lugar de encuentro para muchas generaciones. Mi hermano José Luis, nacido en los cincuenta, se reunía para charlar allí con sus amigos, Carlos, Gabriel, otro muchacho que recuerdo le llamaban “ el plomo” y el “gordo Forchela”. Su generación fue sucedida por la mía de los sesenta, Julio, Aníbal, Ariel, “el pato Moreira”, “el conejo Álvarez” y así sucesivamente, lo que evidenciaba la ausencia de Whatsapp y que las únicas redes existentes eran de pesca.
Al carnicero le venía bien nuestra presencia, pues daba la imagen de que siempre había “cola”, lo mostraba como comercio exitoso y eso atraía más clientes de paso.
Con el tema del caro, casi prohibitivo precio del asado vacuno de hoy, me vino a la mente este recuerdo y el de los tiempos de la veda, porque sin lugar a dudas estamos padeciendo otra de las tantas vedas que se reiteran en nuestras tierras.
Recordará estimado lector que peina canas o ya no tiene cabellera, los puntos estratégicos de compra de carne, cruzando el Puente de La Paz, también por Santa Lucia o en Camino Carrasco.
Vendrán a su mente algunas tretas que se configuraban con los chóferes de ómnibus que también llevaban pedidos debajo del asiento, o los envoltorios de papel de diario que se enviaban por las diferentes líneas de transporte carretero.
Me parece ver a los abuelos haciendo acopio de carne con hueso, en barricas de sal, para conservar como charque y consumirlos en unos muy salados guisos a pesar del lavado profundo antes de proceder a la cocción.
La faena clandestina, la venta al exterior, la escasez de ganado gordo, siempre fue el motivo de estas vedas.
Hoy, al precio del kilo de cualquier corte de carne vacuna, lo hace casi que prohibitivo para el bolsillo de clase media y baja, y se transformó en toda una veda y los motivos son idénticos a los de antaño.
Hoy no está más la carnicería de don Manolo. Ha cerrado junto con la mayoría a beneficio de las grandes superficies. Los que movemos la cabeza en forma constante, como si padeciéramos problemas neurológicos, somos nosotros, es un movimiento de negación constante ante la brutal carestía.
La esquina de José Ladislao Terra y Guadalupe está vacía, no hay carnicería y apenas se ve a un niño con un celular en la mano, navegando por las redes. Está solo, como yo con mis recuerdos.
Pero sigo aquí, firme, soñando, con un buen y jugoso pulpón.
¿Quién dijo que soñar no cuesta nada?
Este es un sueño carísimo.
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