Originario de México, Fernando Arteaga obtuvo su doctorado en Economía en la Universidad George Mason. Sus intereses de investigación se encuentran en la intersección de la historia económica, la nueva economía institucional y la economía del desarrollo, con especial foco en el caso del Imperio español y el proceso de fragmentación que llevó a la creación de los países latinoamericanos. El especialista dialogó con La Mañana sobre este tema y sus efectos al día de hoy.
Como economista, usted se ha especializado en la intersección entre los campos de historia económica y desarrollo económico. ¿Cuál es la ventaja de estudiar los problemas de desarrollo teniendo en cuenta las lecciones de la historia en contraste a otros enfoques?
Primero que nada, hay que tener en cuenta que la definición del concepto de desarrollo económico es bastante compleja. La típica manera en la que la ciencia económica lidia con ella es reduciéndola a un problema de crecimiento, que es algo mucho más sencillo de entender y de medir empíricamente. Y, aun así, esto sigue conllevando varios problemas. Por ejemplo, cuando pensamos en conceptos como Producto Interno Bruto de un país, este no contabiliza la producción intrafamiliar puesto que no hay forma de medir algo que no ha pasado por el mercado, pero eso no implica que no haya valor en labores domésticas. Cuando hablamos de desarrollo, las dimensiones a contemplar se multiplican muchísimo más. No solo hablamos ya de ingreso y de capacidad de producción, también nos referimos a la distribución de los recursos y a la forma en que se emplean los mismos. Hablar de desarrollo, por lo tanto, implica casi irremediablemente un análisis normativo de la sociedad en su conjunto, para lo cual es imprescindible tener presente el contexto cultural y social. Es ahí donde la historia económica juega un papel muy importante, porque se centra en un análisis de largo plazo que hace énfasis en entender problemas estructurales de las sociedades que pueden llegar a ser muy particulares.
¿Qué clase de preguntas se hacen los investigadores al llevar adelante este tipo de estudios?
Para poner un ejemplo de una visión alternativa, que en la última década ha ganado popularidad, tenemos a economistas experimentales de campo. Las preguntas que se hacen son muy concretas y se limitan a problemas específicos. Son preguntas del estilo: “¿Cuál es el efecto de las políticas de transferencia de efectivo a hogares vulnerables en incrementar la tasa de asistencia escolar de los niños en equis comunidad?”, pregunta válida y relevante, pero demasiado concreta. Necesitan que sea así, pues son apenas ese tipo de preguntas las que se pueden intentar responder de manera asertiva vía experimentación en el mundo actual. La historia económica, en contraste, hace preguntas grandes, dándoles un aspecto temporal que va más allá de la inmediatez de la modernidad. En este caso, siguiendo el ejemplo anterior, las haría sobre el rol del Estado en la educación, pudiendo ser un enfoque concreto a una comunidad o abarcar una región, un país o más. Pero, cabe aclarar, existe un costo. Las respuestas otorgadas pueden llegar a ser mucho más ambiguas por lo mismo de la complejidad de la pregunta.
Por último, quiero señalar que hacer historia económica no solo implica hacer historia, sino también economía. Lo menciono porque creo que en Latinoamérica sí tenemos una concepción histórica del proceso de desarrollo de la región, tanto en la academia como fuera de ella y, sin embargo, dicha concepción ha sido inadecuada.
¿Por qué?
Porque la narrativa y la política pública por mucho tiempo han seguido una mala teoría económica. Y también creo que hemos tenido una mala interpretación histórica. Ambas en conjunto crean el peor mundo posible.
En sus investigaciones usted destaca la importancia de los factores institucionales en la formación y disgregación de Estados, y ha estudiado el caso específico del Imperio español y sus colonias. ¿Podría explicarnos esto?
Mi línea de investigación se centra en entender las dinámicas de expansión y contracción de los Estados. Es decir, cómo es que adquieren el tamaño que llegan a tener vía conquistas, anexiones o alianzas y luego cómo se fragmentan en Estados más pequeños. Es una interrogante que apasiona y atormenta desde hace siglos. Quizá el ejemplo más claro es el libro de Edward Gibbons sobre el auge y caída del Imperio romano. ¿Cómo es que Roma, de ser una pequeña ciudad-Estado, pasó a dominar el Mediterráneo y buena parte de Europa, para luego terminar diluyéndose y fragmentándose en otros tantos Estados? Una pregunta fascinante y fuente interminable de explicaciones aún hoy. Yo estudio el Imperio español porque, así como no es posible entender la Europa actual sin entender Roma, tampoco es posible entender América sin el proceso histórico español.
¿Y cuáles han sido sus conclusiones al respecto?
Siendo yo economista tengo una visión económica sobre la formación de Estados y las consecuencias en el largo plazo. Una de las discusiones eternas es en qué tanto la cultura y la geografía influyen en el desarrollo. En América Latina, por ejemplo, a veces nos gusta imaginar el contrafactual de que hubieran llegado los ingleses primero y no los españoles.
¿Qué cree que hubiera pasado?
Muchos contrastan la región con Estados Unidos para decir que hubiera sido mucho mejor. Pero veamos otros ejemplos. El ejemplo clásico que siempre doy es el de Isla de Providencia, hoy parte de Colombia. Dicha isla fue en el siglo XVII brevemente colonizada por puritanos ingleses, los mismos que fundaron la colonia de Nueva Inglaterra y Massachusetts que hasta hoy es reconocida por sus altos estándares de vida y su gran nivel educativo. ¿Cómo les fue en el Caribe? Mal. Esa colonia no sobrevivió y por eso la hemos olvidado. Por lo tanto, se trata de un mismo grupo cultural que ante dos contextos distintos obtuvo resultados diferentes. Si vemos otros ejemplos, como los países anglófonos en el Caribe, que son en su mayoría iguales o más pobres que América Latina, podemos respondernos que quizá los ingleses acá no hubieran creado una sociedad sustancialmente diferente a la que ya tenemos.
Entonces, ¿en qué medida influyen la cultura y la geografía?
Con esto no quiero decir que la geografía y los recursos naturales son el único factor, o el factor decisivo a tomar en cuenta. Necesitaría más tiempo para hablar de ello. Pero definitivamente ambas variables, cultura y geografía, interactúan de maneras complejas creando organizaciones sociales adaptativas que se van replicando con el pasar del tiempo. Es a esto a lo que nos referimos como factores institucionales y son aquellos que dan la estructura de incentivos que las sociedades siguen y que en última instancia pueden explicar los patrones de desarrollo.
¿Cómo describiría la economía política del Imperio español y sus colonias y cómo es que esto nos afecta al día de hoy? ¿Nos condiciona de alguna manera el desarrollo futuro en forma positiva o negativa?
Hay que aclarar que tanto el proceso de conquista como de gobernanza de España en América son heterogéneos y responden a los desafíos particulares que se enfrentaron en cada región. No es lo mismo la conquista del Imperio azteca y luego la gobernanza en el Reino de México que la de la Confederación Muisca en lo que hoy es Colombia. Entender las particularidades locales es crucial para comprender la economía política del Imperio. En pos de mantenerlo unificado era necesario que existiesen amplias libertades locales y autonomía en la manera de gobernar en cada región. Esto no era novedoso para la época. Era la manera europea de gobernar. Ante amplios costos de transacción y transporte, y baja o nula capacidad de administración por parte de los Estados, era necesario delegar responsabilidades y dar autonomía.
En la literatura histórica se le conoce como monarquía compuesta a ese modelo, basado en la unión de distintos reinos con diferentes costumbres y legalidades, unidos bajo un mismo rey. Y para el caso hispano, también bajo una misma religión, el catolicismo. La conquista y la independencia tienen que ser entendidas bajo ese contexto. La construcción de Nueva España y Perú, por ejemplo, implican un proceso tormentoso de cooptación de élites indígenas. No podía ser de otra manera. Aun a pesar de la catástrofe demográfica dadas las pandemias, la población indígena siguió superando por mucho a la de los europeos. En pos de formar esos Estados, había que reconocer su papel en el gobierno de sus propias localidades. Luego, está el problema de los conquistadores españoles que se vieron en conflictos internos entre ellos —el caso más famoso, entre Almagro y Pizarro— y contra la Corona española. Hubo que pactar con ellos también. La economía política española pendía de generar un sistema que alinease los incentivos entre todas las partes involucradas.
¿Cómo se explican los procesos de independencia en ese contexto?
La independencia puede ser igualmente entendida bajo ese panorama. El siglo XVIII incrementó la intensidad de los conflictos europeos y obligó a reformas que aumentaran la capacidad del Estado de recaudar impuestos para financiar las guerras. En España, dichas políticas están asociadas a la nueva familia real que había suplantado a los Habsburgo después de la guerra de sucesión. Las reformas borbónicas intentaron centralizar el poder y mejorar la capacidad administrativa del Estado imperial español para hacer frente a Inglaterra. Esto claramente no fue bien recibido en América, acostumbrada a altos niveles de autonomía. Cuando Napoleón invade la península y suplanta al rey con su hermano José, existe la justificación ideal para reclamar la autonomía perdida.
En última instancia esto también deriva en el caótico siglo XIX en América Latina. La independencia abrió una caja de pandora. Centroamérica es el caso más evidente, habiendo renegado de Madrid, también lo hacen de Ciudad de México y luego de Guatemala, terminando como pequeños países gobernados por sus élites locales. Podemos ver lo mismo en Uruguay, que no acepta el centralismo de Buenos Aires con Artigas y se independiza. Y aun en países que terminaron por no fragmentarse, se derivó en un estado de constante guerra civil entre bandos federalistas y centralistas.
Usted habla de una “sociología fiscal” del Imperio español. ¿De qué se trata este concepto?
Al final de cuentas, las redes a las que hacía alusión solo son sostenibles si generan beneficios a las partes involucradas. El concepto de sociología fiscal precisamente se refiere a entender cómo se da la distribución de esos beneficios.
En mi trabajo hago un llamado a poner atención al sistema de rentas generado por el comercio imperial que unía México y Perú con Europa y Filipinas. Las élites comerciales, organizadas en consulados, controlaban la distribución de los bienes y obtenían jugosos réditos. A su vez, ellos financiaban a los gobiernos locales. Por su parte, la corona actuaba como legitimador del organigrama y a cambio obtenía su parte vía impuestos y un imperio unificado. Este sistema se volvió obsoleto para el siglo XVIII en tanto las mayores exigencias militares que las guerras europeas demandaban.
Es en ese tenor que podemos entender también las respuestas diferenciadas en América a las reformas borbónicas, que en jerga moderna pueden ser entendidas como fallidas reformas fiscales que intentaban modernizar la administración del gobierno español. Pero, ¿por qué es en Venezuela y en el Río de la Plata donde surgen los movimientos independentistas y no en Ciudad de México o Lima? Precisamente, porque aquellas zonas habían sido históricamente periféricas al imperio, y tenían menos que perder.
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