Los actores políticos y las agencias gubernamentales –fuerzas policiales, agencias de persecución penal, tribunales, prisiones, departamentos gubernamentales, funcionarios electos– se enfrentaron a un nuevo conjunto de problemas prácticos en su funcionamiento cotidiano. Estos problemas nacieron fundamentalmente de la persistente presencia de altas tasas de delito y desorden y de la creciente conciencia acerca de los límites de la justicia penal moderna en lo que respecta a su capacidad de controlar el delito y proveer seguridad.
David Garland, La cultura del control.
Resulta evidente que desde hace décadas asistimos en Uruguay a un empeoramiento de la seguridad ciudadana. Cada día que pasa el problema parece alcanzar nuevas dimensiones que sacuden el imaginario colectivo de nuestra sociedad, al tiempo que ya es costumbre el vivir con una permanente sensación de inseguridad. Esto no es solo por el incremento del delito y la violencia asociada a él, sino por el grado sofisticación al que está llegando el crimen y el grado de permeabilidad que parece tener en las instituciones públicas. Un ejemplo de esto es el caso del pasaporte de Marset, o las recientes fugas de probados narcotraficantes que obtuvieron un régimen de prisión domiciliaria, gracias a la falsificación de documentación presentada a la Justicia.
De esa forma, se viene instalando en la opinión pública una narrativa en la que nuestras instituciones no solo parecen ineficientes frente al delito, además no contribuyen a revertir la pérdida de confianza en el Estado como verdadero factor de seguridad y de derecho, tal como sucede en alguna de las zonas rojas de nuestra capital.
Pero más allá de las cifras de homicidios y delitos, lo que parece quedar claro es que el aumento de la inseguridad en nuestro país está asociado a la expansión de las organizaciones criminales que han ganado terreno desde la década del 90.
Sin embargo, hay que admitir que el problema del incremento de la inseguridad por causa y efecto del crimen organizado no es un fenómeno que afecte únicamente a Uruguay o a nuestra región, estamos hablando de un proceso global. De esa forma, cuando se dirigen políticas públicas para atacar el problema del narcotráfico o del tráfico de armas o de personas, considerando el delito solo desde nuestra perspectiva local, se está atacando solo una parte marginal del problema y no la estructura de la organización delictiva en sí.
De hecho, si observamos la tendencia de las tasas de delitos, en el último cuarto del siglo XX, en el Occidente industrializado, podemos apreciar que tanto la prevención del delito como la justicia penal sufrieron una crisis en lo que refiere a su capacidad gestión del aumento de la criminalidad. Y así, una de las consideradas funciones fundamentales del Estado como es, justamente, preservar la ley y el orden dentro de sus límites territoriales, se ha visto desbordada.
“A principios de los años noventa, cuando en las sociedades industrializadas la progresión de las tasas de delito iniciada en los años sesenta parecía haber llegado a una especie de altiplano, las tasas de delito contra la propiedad y de delitos violentos registrados eran diez veces superiores a las de cuarenta años atrás. No debe olvidarse que las tasas correspondientes a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial ya eran el doble o el triple de las registradas durante el período de entreguerras, de manera que entre las décadas de 1960 y 1990 se desarrolló un conjunto de fenómenos alrededor del delito” (Jaume Curbet, La seguridad ciudadana en las metrópolis del siglo XXI).
En definitiva, el proceso de globalización iniciado a mediados del siglo pasado, que dio comienzo a la posmodernidad como tal, sirvió de base para que las corporaciones cuyas acciones eran lícitas pudieran intensificar sus actividades, y también para que las organizaciones delictivas alcancen mayores niveles de sofisticación y expansión. Al mismo tiempo, desde los medios de comunicación y desde las plataformas digitales el fenómeno criminal fue normalizado, no solo por medio de la crónica roja que ofrece cada noticiero diario, sino también por otros insumos como pueden ser películas o series, en los que el crimen aparece como un elemento cotidiano, hasta muchas veces seductor, y peor aún, como una contracultura.
Pero más allá de los procesos globales por los que transita también nuestro país, es obvio que la situación actual es consecuencia de políticas fallidas que llevan ya muchos años, no solo en materia de seguridad pública, sino también en materia de educación, en generación de puestos de trabajo de calidad, de eficaces políticas de reinserción social, y en salud mental que junto con la inseguridad debe uno de los grandes problemas de este tiempo histórico.
Por otra parte, las respuestas sociales al delito deben actualizarse en la misma medida en que lo hace la sociedad, ya que la complejidad obviamente no es la misma. Por ejemplo, en los años treinta del siglo pasado, la mafia de Chicago lavaba el dinero de sus actividades ilícitas a través de una cadena de lavanderías utilizada exclusivamente para ese fin. Pero en la actualidad, el lavado de activos constituye un complejo entramado financiero que mueve centenares de miles de millones de dólares en los mercados financieros globales. Todo esto realizado con la inmediatez y el anonimato que facilitan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
Al mismo tiempo, el diseño de este sofisticado mecanismo realizado, probablemente, por algún prestigioso buffet de abogados o economistas, utilizando reconocibles instituciones de crédito y de inversión en alguno de los llamados “paraísos fiscales”, no solo evidencia cómo las organizaciones delictivas se sirven de las reglas de juego de la economía global, sino que también ilustran los puntos de contacto que hay entre lo legal y lo ilegal.
Entonces, cabe preguntarse en qué medida la enorme masa de capital ilícito incide en la economía global y en la economía de algunas naciones, porque más allá de las construcciones mediáticas que se realizan sobre el fenómeno criminal, el problema fundamental viene siendo no solo la ineficacia sostenida de los aparatos estatales para revertir esta tendencia, sino la falta de voluntad política para encontrar soluciones reales para vencer a la hidra de Lerna que representa la actual configuración de las asociaciones criminales.
TE PUEDE INTERESAR