Hay países orgullosos de sus héroes legítimos, y países aquejados por siniestras enfermedades históricas que ponen especial saña en destruir la memoria de los suyos.
Arturo Pérez Reverte, Vivir con héroes o sin ellos.
Cotidianamente asistimos a una simplificación de la cultura y de la historia en la que el devenir de los hechos se habría reducido a un simple teatro de luchas ideológicas, en la que unos parecen haber estado del lado correcto y otros siempre del lado equivocado.
Pero quizás lo más preocupante de esta nueva tendencia cultural, de tintes fanáticos y totalitarios, es que no solo es perceptible en los jóvenes que transitan o transitaron por nuestro sistema educativo, además es palpable en algunos renombrados actores de nuestro sistema político y académico.
En esa medida parecería que en los últimos años se le ha dado un uso político a la historia y no me refiero solo a la reciente, sino a la historia nacional y universal, en distintos episodios de su dilatada línea de tiempo. Siendo, así, que se ha instalado casi como un modismo de hacer estimaciones y valoraciones anacrónicas que en nada favorecen la comprensión de los hechos pasados. Y hay quienes creen que la historia de la humanidad se reduce a un enfrentamiento entre oprimidos y opresores, o entre liberales y conservadores, cuando en realidad han sido procesos mucho más complejos desde todo punto de vista.
De hecho resulta paradójico que haya historiadores nacionales vigentes –que queriendo emular vanamente la narrativa empleada por Arturo Ardao en su obra Espiritualistas y positivistas en el Uruguay– han osado reducir la historia nacional a las escatimadas categorías de conservadores y liberales, cuando obviamente, dentro de esos dos términos convivieron una amplia variedad de individuos que por la complejidad de su pensamiento no pueden ser simplificados ni resumidos bajo estos rótulos como fueron los casos de José E. Rodó y de Carlos Vaz Ferreira, o de Pedro Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera.
Sin embargo, de un modo profético se podría decir que Rodó ya nos advertía de los peligros de este utilitarismo materialista del cual progresismo es un vástago directo. Y contra de ese facilismo intelectual escribía en el Ariel: “Cuando la democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales, ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barreras con las cuales asegurar dentro de un ambiente adecuado la inviolabilidad de la alta cultura”.
En definitiva, esta magra situación que estamos viendo hoy en materia cultural y educativa parece ser el resultado de las políticas que han inculcado únicamente la valoración del progreso material y no un sentido espiritual y profundo de la vida. Y como bien expresaba Juan Manuel de Prada en una entrevista en exclusiva para La Mañana: “Lo bello, lo bueno, lo verdadero han sido dinamitados por las ideologías, por las doctrinas filosóficas hijas del racionalismo. Una sociedad que ya no reconoce la verdad, ¿puede reconocer la belleza? Una sociedad que no reconoce lo que es bueno o malo. ¿puede reconocer la belleza? Me temo que no. Para esos niños, formateados por el pensamiento único, un templo religioso no es algo que haya que proteger. Hay una pérdida del sentido de la belleza pero que está ligada a la pérdida del sentido de la verdad y del sentido del bien”.
En conclusión, la cultura progresista en su afán por horadar las tradiciones busca acoplar anacrónicamente a la historia, un relato equívoco en el que se prefiere obviar el papel cumplido por los distintos actores o caudillos que influyeron decisivamente en la conformación del Uruguay moderno, no desde la homogeneidad de pensamiento, sino desde la diferencia. En definitiva, como afirmaba Pérez Reverte “lo necesario –y que no se hace– es educar a los niños, a los jóvenes, para que aprecien a los verdaderos héroes frente a los embaucadores”.
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