La Paz de Westfalia ha quedado grabada en la memoria colectiva de Europa como la que puso fin a un conflicto europeo más devastador que cualquiera otro antes del siglo XX. Voltaire, en Le sièclede Louis XIV, describe “esta célebre paz de Westfalia” como un tratado “que se convirtió hacia el futuro en la base de todos los tratados”. En otras palabras, esta Paz señaló el inicio de un nuevo orden internacional en el cual el sistema europeo de estados iba a ser regulado en sucesivo según una serie de acuerdos políticos forjados a mediados del siglo XVII y aceptados por las principales potencias europeas.
Entre estos acuerdos figuraban la aceptación internacional de la soberanía de la República Holandesa y de la Confederación Suiza y, algo de la máxima importancia, el establecimiento de una constitución para el Sacro Romano Imperio. En efecto, el acuerdo de paz apartó el espectro de una monarquía universal Habsburgo que había atemorizado a Europa durante largo tiempo, y confirmó el carácter del Imperio como una confederación laxa de unidades independientes, que procurarían resolver sus diferencias mediante una serie de elaborados procedimientos constitucionales sin recurrir a la guerra.
Esta visión de los efectos de Westfalia, generalmente favorable, fue cuestionada por primera vez por Friedrich Rühs en 1815, pero solo iba a ser puesta seriamente en entredicho durante el periodo comprendido entre finales del siglo XIX y 1945, años en los que nacionalistas alemanes arguyeron que el tratado de paz había impedido establecer una unidad alemana y había condenado a Alemania a dos siglos de impotencia, en beneficio de Francia. Pero la creación de la República Federal Alemana tras la Segunda Guerra Mundial representó una reversión a los principios de 1648, y esto, a su vez, contribuyó a revitalizar la reputación de la Paz de Westfalia. Hoy en día suele ser vista en gran medida como lo era en época de Voltaire y de Rousseau, es decir, como un hito que marcó los inicios de una ordenación nueva y más racional del sistema europeo de estados.
En el corazón de esta reordenación se hallaba, por supuesto, el reconocimiento de ciertas realidades tanto religiosas como políticas. Con variantes grados de reticencia, la diversidad confesional de Alemania y de la Cristiandad fue aceptada en Westfalia como un hecho de la vida. Inocencio X, a quien Velázquez, iba a pintar en toda su inquieta obstinación al año siguiente del congreso de paz, se vio reducido a protestas impotentes contra un acuerdo que el Emperador y las principales potencias europeas habían negociado sin recurrir a la mediación papal y que iba a disminuir la influencia vaticana en las tierras de Centroeuropa. Los acuerdos de paz contra los cuales Inocencio tronó en vano, reafirmaron la libertad religiosa concedida a los luteranos en 1555, al tiempo que extendieron el beneficio de esos mismos derechos a los calvinistas y a las minorías religiosas que los habían disfrutado por lo menos hasta el 1 de enero de 1624, fecha que fue finalmente convenida tras enconadas negociaciones.
No es de extrañar que, poco a poco, los protestantes incluyeran el aniversario de la Paz en su lista de conmemoraciones anuales. En septiembre de 1748 la ciudad de Hamburgo, juntamente con otros estados y ciudades, decidió conmemorar el primer centenario de Westfalia. Se celebraron servicios religiosos especiales en todas las iglesias; se interpretó un oratorio de Teleman en la iglesia de San Pedro; y se compuso una oración, adecuadamente comedida, la cual pedía a Dios que se apiadara no solo de los protestantes sino también de todos los cristianos, y celebraba la Paz de Westfalia como el fin del conflicto religioso y el inicio de la paz y la prosperidad de Hamburgo.
Así pues, en los mundos de la política y de la religión los acuerdos de Westfalia eran vistos, al cabo de un siglo de ser firmados, como un punto de inflexión para Alemania y Europa. A ojos del siglo XVIII, el problema del Imperio se había solucionado. El imperio de la ley, así como un sistema cuidadosamente negociado de contrapesos y equilibrios, había reemplazado la anarquía y violencia de una época bárbara, al tiempo que las garantías de libertad para minorías religiosas y un grado de tolerancia, habían puesto punto final a los agrios conflictos sectarios del pasado. La Europa de las Luces volvía su mirada hacia estos logros con satisfacción, como signos claros del progreso de la civilización europea a lo largo de un siglo.
Generaciones futuras, por su parte, han venido a ratificar el veredicto. Pero, ¿hasta qué punto, podemos preguntar, respondía este veredicto a las realidades históricas? El propio Imperio fue disuelto en 1806 y el siglo XX iba a ver guerras mucho más devastadoras que las que asolaron el continente entre las décadas de 1620 y 1640. Además, estas guerras, al igual que la de los Treinta Años, se originaron en esas mismas partes de Europa cuyos problemas los negociadores en Münster y Osnabruck quisieron resolver. Es cierto, naturalmente que de ningún acuerdo de paz, por muy inteligentemente que haya sido concebido, puede esperarse que vaya a durar para siempre.
Pero, incluso si tomamos una visión más limitada y no salimos de las celebraciones de su primer centenario, es difícil no cuestionar algunas de las asunciones más fáciles acerca de los benignos efectos del acuerdo de Westfalia.
En primer lugar, el acuerdo no afectó a la guerra entre España y Francia, que continuaría hasta 1659 (una segunda guerra de treinta años), y tampoco puso fin a las hostilidades entre las potencias bálticas. Aunque el espectro de la monarquía universal Habsburgo pudo haber sido conjurado, pronto iba a ser sustituido por el de una Europa dominada por la Francia del ambicioso Luis XIV. Entre 1600 y 1650 solo hubo un año del calendario sin ninguna guerra entre estados europeos: 1610. Por lo que la civilización europea fue y siguió siendo una civilización militar, cuyo estado natural era la guerra.
John H. Elliot, historiador e hispanista británico, nacido en Reading en 1930 y falleció en Oxford en 2022, a los 91 años. Fue catedrático de Historia en el King’s College de Londres de 1968 a 1973 y profesor de Historia desde 1973 a 1990 en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Escribió innumerables obras entre las que se destacan: Revoluciones y rebeliones en la Europa moderna, España y su mundo 1500-1700, En busca de la historia atlántica, El mundo de los validos, entre otros.
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