Las noticias que cotidianamente vemos o escuchamos en los medios de comunicación nacionales e internacionales sobre casos de corrupción o negligencia política en distintas partes del mundo, parecen no solo acostumbrar a la audiencia o a la población a naturalizar ciertos escándalos que de alguna manera comprometen la institucionalidad de la república, también parecen ser un reflejo de decadencia cultural en la que está cayendo el liberalismo político desde hace varias décadas.
Por otra parte, en un periodo de grandes cambios y desafíos en el cual resulta fundamental para la ciudadanía depositar su confianza en las instituciones, el problema del avance de la corrupción a nivel regional y global viene generando un desencanto que va degradando las nociones elementales del derecho y la moralidad pública. Al mismo tiempo, la misma noción de ciudadanía comienza a perder su característica esencial, cuando en muchos países los votantes concurren en muy bajo porcentaje a las urnas.
Así, el escándalo político vivido en nuestro país a causa del pasaporte uruguayo entregado al conocido narcotraficante Sebastián Marset, que culminó con la renuncia de varios ministros y llegó a considerarse una de las crisis políticas más importantes desde la vuelta a la democracia, tuvo como contrapeso otro hecho anterior, que se puede decir ya había encendido las alarmas sobre el avance de la corrupción dentro de nuestras instituciones.
En definitiva, para la ciudadanía esto arrancó con la fuga de Morabito. Y, sin lugar a dudas, fue esta la primera instancia en la que se tomó contacto con la posibilidad de que las redes de narcotráfico hubieran permeado los poderes del Estado. Sin embargo, la tormenta pasó, nadie fue procesado, a ciencia cierta no se sabe qué sucedió, y dejó sentado un precedente de impunidad con respecto a algunas organizaciones delictivas que operan en nuestro país.
Hoy estamos ante una situación que objetivamente parecería menos grave que la fuga de la cárcel central de un capo mafioso pero que tiene una repercusión inusitada, al menos desproporcionada, en la medida que nadie nunca puso en duda al entonces presidente Tabaré Vázquez. Lo que evidencia de alguna manera que para algunos es más importante sacar rédito político de esta circunstancia que atacar efectivamente el problema.
Sin embargo, más allá de las responsabilidades y culpabilidades que la Justicia determine en cada caso, parece pertinente hacer otra lectura de estos fenómenos de corrupción o de negligencia en el que los aspectos culturales y educativos configuran un eje fundamental.
No hay que olvidar que en definitiva ha sido el liberalismo político el sostén filosófico de la institucionalidad republicana y democrática, ya que presupone en cuanto a propósitos políticos no solo atender a una pluralidad de opiniones, pareceres y creencias dentro de su seno, aunque sean incompatibles entre sí, también considera que este es el resultado natural del ejercicio de la razón dentro del marco de las instituciones libres de un régimen constitucional democrático. Y de esa forma el liberalismo político supone, también, que una doctrina comprensiva y razonable no rechaza los principios esenciales de un régimen democrático. Pero como bien decía John Rawls: “Por supuesto, también es posible que una sociedad contenga doctrinas comprensivas no razonables, irracionales y hasta absurdas. En tal caso, el problema consiste en contenerlas, de manera que no socaven la unidad y la justicia de esa sociedad”.
No obstante, un aspecto que viene siendo soslayado desde hace años es el tema de la formación ciudadana, o sea la educación en valores, principios y métodos que constituyen la base estructural del funcionamiento de nuestro sistema social. Y esta carencia ha propiciado un desinterés por la política y la institucionalidad que viene siendo nocivo para el Estado.
En definitiva, esta situación actual nos lleva irremediablemente a recordar una fecha que representa un parteaguas en la historia italiana, el 17 de febrero de 1992, cuando comenzó la avalancha que llevaría al colapso de la llamada “primera república”, con su conjunto de dirigentes y partidos políticos con un control aparentemente granítico del poder, pero en realidad ya corroído desde dentro. Ese día en Milán, la detención por soborno –en flagrante delito– de Mario Chiesa, el presidente socialista de un hospicio público, despertó una atención limitada y fugaz, pero dejó al descubierto un modus operandi basado en sobornos que se había instalado en el Estado y que ya casi estaba institucionalizado. El dirigente socialista Bettino Craxi advirtió en un discurso en la Cámara de Diputados: “Lo que hay que decir, y lo que todo el mundo sabe, por cierto, es que gran parte del financiamiento político es irregular o ilegal. (…) No creo que haya nadie en esta Cámara (…) que pueda levantarse y hacer un juramento contrario a lo que digo: tarde o temprano los hechos lo declararían perjuro”.
El resultado de esta crisis política italiana fue la explosión de la mayor investigación de corrupción en la historia de los sistemas democráticos: con 4520 personas investigadas, 1322 acusaciones y 620 condenas.
En esa línea, podemos decir que se redobla a diario el desafío al que se enfrentan las democracias en un mundo en que las organizaciones delictivas utilizan su poder económico y tecnológico contra el Estado y sus normas. Y lo ocurrido en nuestro país en torno al caso Marset puede que haya sido una señal de estas mismas organizaciones con el fin de alterar al Poder Ejecutivo. Pero no solo a él. Al final de cuentas, el Poder Legislativo tampoco ha legislado nada al respecto en años y quizá debería ser el momento. Y por su parte, el Poder Judicial con su nuevo Código de Proceso Penal y una Fiscalía a la que se le filtra todo, no parecen ofrecer suficientes garantías para una ciudadanía que busca respuestas.
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