La búsqueda de soluciones a los problemas de seguridad alimentaria apura propuestas que podrían atentar contra los pilares culturales en los que descansan los procesos productivos de los países.
En 2022 el mundo enfrentó una de las mayores tasas de inflación de las últimas décadas. Si observamos los rubros afectados, podemos apreciar que la inflación de los precios de los alimentos estuvo por encima del doble que la de otros productos. De hecho, el índice de precios de alimentos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, siglas en inglés) registró un récord histórico durante ese año con un promedio de 143,7 por ciento. Esto evidenció cómo la cadena agroalimentaria industrial mundial no era ajena a los múltiples efectos de las crisis sanitarias y geopolíticas.
Además, el problema no solo probó cómo los eventos climáticos (sequías, inundaciones) o las disrupciones sociales (guerras, estallidos sociales) constituyen la principal causa de inseguridad alimentaria, sino que también desenmascaró las vulnerabilidades de la concentración en la industria alimenticia –algo que en Uruguay está en cuestión por lo que sucede actualmente en la industria frigorífica–.
Según el Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (ETC) en 2020, tres de las mayores empresas de gestión de activos del mundo (las estadounidenses State Street, Vanguard y BlackRock) controlaban juntas más de veinticinco por ciento de las acciones de algunas de las mayores empresas agroalimentarias en cada fase de producción. En definitiva, una arquitectura global integrada por los gigantes agroindustriales, los gigantes tecnológicos y los gigantes financieros no solo está alcanzando una posición dominante en la cadena alimenticia global, sino que tiende, al mismo tiempo, a segregar a las empresas pequeñas y medianas productoras de alimentos del mercado nacional e internacional.
El papel de una región productora de alimentos
A finales del siglo pasado la realidad social de América Latina despertó el debate acerca de la necesidad de establecer políticas públicas que tendieran a fomentar y blindar la soberanía y seguridad alimentaria. Porque, a pesar de que nuestro continente dispone de abundantes recursos naturales propicios para el desarrollo de distintas actividades agrícolas e industriales, no ha tenido un desarrollo acorde a sus posibilidades. Y aunque es uno de los principales productores de alimentos del mundo, el nuevo informe de Naciones Unidas, Panorama regional de la seguridad alimentaria y la nutrición 2023, señala que 6,5 por ciento de la población de América Latina y el Caribe sufre hambre, es decir: 43,2 millones de personas.
Así, en 2022, alrededor de 247,8 millones de personas experimentaron inseguridad alimentaria moderada o grave, es decir, se vieron obligados a reducir la calidad o cantidad de la comida que consumieron, o incluso se quedaron sin comida, pasaron hambre y, en el caso más extremo, pasaron días sin comer.
Además, en América Latina y el Caribe el costo de una dieta saludable es el más alto del mundo. Según el citado documento, el costo promedio de una dieta saludable a nivel mundial es de 3,66 dólares por persona al día. En América Latina y el Caribe es de 4,08 dólares al día. Le siguen Asia, con 3,90 dólares; África con 3,57 dólares; América del Norte y Europa, con 3,22 dólares; y finalmente Oceanía, con 3,20 dólares.
Otro dato interesante para aportar a nuestro análisis es que entre 2020 y 2021, el costo de una dieta saludable aumentó 5,3 por ciento en la región, un incremento que se explica por la inflación alimentaria impulsada por los confinamientos por covid-19, las interrupciones en la cadena de suministro mundial y la escasez de recursos humanos que se produjeron durante este período.
¿La Agenda 2030 como antídoto?
“Las cifras de hambre en nuestra región continúan siendo preocupantes. Vemos cómo cada vez nos alejamos más del cumplimiento de la Agenda 2030 y no logramos mejorar aún las cifras previas a la crisis desatada por la pandemia de covid-19. Nuestra región tiene desafíos persistentes como la desigualdad, la pobreza y el cambio climático, que han revertido al menos en trece años el progreso en la lucha contra el hambre. Este escenario nos obliga a trabajar de manera conjunta y actuar cuanto antes”, aseguraba en octubre de este año Mario Lubetkin, subdirector general y representante regional de FAO para América Latina y el Caribe.
Ahora bien, si observamos con atención el problema de la seguridad y la soberanía alimentaria, muy ligados entre sí, y juzgamos cuáles son realmente los objetivos de la Agenda 2030. Podemos llegar hacernos la misma pregunta que se hicieron alguno de los grandes pensadores y políticos de este continente como Enrique Rodó o Andrés Bello: ¿es posible implantar un sistema tecnológico y económico foráneo en cualquier territorio sin contemplar los aspectos circunstanciales, geográficos y culturales que son inherentes a él?
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, aprobada en septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, establece una visión futurista y sesgada de la sostenibilidad económica, social y ambiental. Esta hoja de ruta se presenta como una oportunidad histórica para América Latina y el Caribe, mediante un eslogan altamente tentador que incluye puntos como la erradicación de la pobreza extrema, la reducción de la desigualdad, un crecimiento económico inclusivo con trabajo decente para todos, ciudades sostenibles y cambio climático, entre otros.
No obstante, más allá de ser o no un conjunto de “buenas intenciones”, el medio por el cual se piensa desarrollar esta transición no deja de repetir los patrones de la primera industrialización latinoamericana: extractivismo, falsa transferencia tecnológica, monopolios, extranjerización de recursos y de producción, opacidad, etcétera.
Parece evidente que la historia del hidrógeno verde –con sus variantes narrativas, es muy parecida a la historia de Aratirí– y los autos eléctricos –con el costo medioambiental que supone producirlos y desecharlos– puedan resolver el tema de la energía. Y resulta obvio que ninguna economía desarrollada está preparada para abandonar los hidrocarburos de aquí a 2030, por más lobby que tenga el producto. Al final, estos proyectos tienen más que ver con apuestas basadas en coyunturas internacionales que con algún aspecto intrínseco y necesario para nuestro desarrollo económico, y mucho menos industrial.
Por otra parte, los bonos verdes y sus objetivos climáticos implican per se una pérdida de soberanía alimentaria al condicionar la actividad agropecuaria a criterios medioambientales.
No obstante, tal como los paralogismos de falsa oposición desarrollados por el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira en su obra Lógica viva, el informe de la Cepal titulado La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Una oportunidad para América Latina y el Caribe sostiene: “Pero ahora mismo, nuestros suelos, agua, océanos, bosques y nuestra biodiversidad están siendo rápidamente degradados. El cambio climático está poniendo mayor presión sobre los recursos de los que dependemos y aumentan los riesgos asociados a desastres tales como sequías e inundaciones. Muchas campesinas y campesinos ya no pueden ganarse la vida en sus tierras, lo que les obliga a emigrar a las ciudades en busca de oportunidades”.
Resulta al menos curioso, que el cambio climático sea considerado el único causante del despoblamiento agrario global, cuando en Europa, con la excusa de los nuevos objetivos climáticos, expulsan a los agricultores y ganaderos de sus tierras, dejando atrás su forma de vida.
Un problema que es también cultural
En definitiva, el verdadero problema de América Latina en torno a la seguridad y soberanía alimentaria es responder cómo siendo productores de alimentos pagamos más caro por ellos. Por otra parte, debería ser una prioridad proteger ciertos sectores estratégicos -como puede ser la economía a pequeña escala– en un momento de inestabilidad en las relaciones internacionales. Sin embargo, las políticas públicas que se realizan en nuestro país en este sentido han demostrado ser insuficientes, basta ver la situación de la granja. Y algo similar sucede en la región.
Quizá parte del problema sea que se lo concibe únicamente desde su perspectiva económica y no cultural. Y hay un punto en el que se hace imprescindible educar a los jóvenes en otras narrativas y valores que, como decía Rodó, contribuyan al desarrollo de una cultura original, autóctona, fundada en nuestras propias coordenadas espaciales y espirituales. Y no correr simplemente detrás de la cultura de la utilidad de lo inmediato.
Sin embargo, en un momento como este, tampoco habría que olvidar el hito que significó el Mercosur, no solo por la creación de un mercado común, sino por el potencial que tuvo la alianza entre Brasil y Argentina que permitió que nuestra región tuviera una alta tasa de crecimiento durante la primera y segunda década del siglo XXI. Convirtiendo a toda la región en un espacio de referencia en lo que refiere a la producción de alimentos.
Podría ser este un momento oportuno para volver a diseñar estrategias que fortalezcan también a los pequeños y medianos productores –que deberían tener no solo mayor llegada a los mercados de alimentos locales ,con mejor calidad y precio, sino también regionales–, contribuyendo con nuestro granito de arena, como país, a la seguridad y soberanía alimentaria del continente.
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