En los últimos días he recibido varias consultas en cuanto a la naturaleza del nacionalismo económico, que en mi anterior entrega identifiqué como una tendencia creciente de los principales países y regiones en el concierto internacional.
Ante todo, debo aclarar que no se trata de una ideología que podamos encasillar prolijamente entre, por ejemplo, el neoliberalismo hiperglobalizante, la planificación centralizada o el neomercantilismo. Tampoco estamos hablando de un eclecticismo que permite seleccionar solo lo mejor de cada alternativa sin considerar la consistencia lógica interna del conjunto.
O sea que no hay que preguntarse qué es el nacionalismo económico sino qué pretende. La respuesta corta es transformar la economía del país en la fuente de progreso para sus gentes. O sea, que la meta principal del gobierno sea lograr el empleo (o autoempleo) de la población bajo condiciones decorosas. Pero las formas de lograrlo son distintas para los diferentes países, y varían según sus dotaciones de factores de producción y de activos explotables, los tiempos, las culturas y tradiciones, sus formas de gobierno y su grado de inserción internacional, entre otros factores.
Narrativas ideológicas…
La economía como disciplina académica es densa y la comunicación de sus ideas a nivel popular frecuentemente requiere alguna simplificación que suele caer en estereotipo. Así vamos reduciendo la riqueza un mundo complejo a dos o tres frases hechas cuyo significado es fácil de comprender, pero que resulta caricaturesco.
El liberalismo y sus derivaciones refieren a un mundo en el cual el gobierno es prescindente del tema económico, más allá de defender el derecho de propiedad y garantizar el orden público. Eso no existe en ningún lado. Bajo el socialismo y sus derivaciones, en cambio, el Estado posee y controla totalmente los medios de producción, garantizando el bienestar y la felicidad de las personas. Jamás funcionó.
La gran mayoría de países se maneja en un espacio distante de estos polos, donde la influencia económica de los gobiernos varía según las costumbres y –en el mejor de los casos– los electorados. El financiamiento electoral (un tema actualmente bajo estudio en el Parlamento) introduce la influencia empresarial en los actos de gobierno con obvio impacto sobre los intereses de las partes. Hay gobiernos que privilegian sistemáticamente al empresariado por sobre los consumidores, y viceversa.
Narrativas son
Quizás lo primero es reconocer que no existen políticas económicas que sean siempre aplicables en todo momento y lugar: los tiempos y las circunstancias cambian, especialmente para las economías pequeñas, y debe existir la flexibilidad de reconocer cuando llega el momento propicio para un golpe de timón. Como dice Rodrik, en la economía hay muchos modelos para muchas situaciones y hay que decidir cuál aplica mejor a una situación dada. De nada sirve morir abrazado de una bandera cuyo tiempo ya pasó.
La Unión Europea, por ejemplo, entona loas al libre comercio (entre ellos). Hace veinte años que en el Mercosur venimos negociando un TLC con ellos, y hasta ahora las negociaciones no han producido el ingreso siquiera de una zanahoria austral a su mercado. Al mismo tiempo la UE considera trabas al ingreso de vehículos eléctricos producidos en China que –subsidios públicos mediante– amenazan truncar el crecimiento de la industria europea del mismo ramo.
Japón basó su recuperación posguerra con un fuerte apoyo inicial de capital estadounidense, pero el “milagro japonés” posterior fue dirigido por el renombrado MITI (Ministerio de Comercio Internacional e Industria) con base en la canalización de inversiones y el fomento de la investigación. Los tigres asiáticos siguieron por un camino similar, con fuerte apoyo público al empresariado nacional en mercados que sus gobiernos habían identificado como de posible penetración.
En resumen, el nacionalismo económico no es otra cosa que la acción proactiva del gobierno en identificar oportunidades de inversión, producción y colocación, así como apoyar al sector privado que decida avanzar en esa dirección. No se penaliza a quien toma por otros caminos, simplemente no se le ofrece el mismo grado de apoyo.
Un país en deuda consigo mismo
Las reflexiones vienen a cuenta del reciente lanzamiento del libro El Uruguay que nos debemos, del contador Ricardo Pascale, en el cual se analizan los motivos por los cuales nuestro país se ha ido relegando económicamente frente a las principales economías occidentales. Señala Pascale que, tomando como referencias a España, Francia e Italia, en los últimos setenta años nuestros caminos –medidos por el ingreso per cápita– divergieron desde la igualdad en 1950 hasta la mitad en 2020.
Existen países que estiman haber logrado ya condiciones de vida aceptables para su población –tanto en nivel como distribución– y por tanto ponen énfasis en mantener sus logros en aspectos internos y externos. Se trata principalmente de las economías avanzadas de mercado, aun cuando dentro de ellas subsisten bolsones de “postergados de la globalización” que han perdido terreno relativo al promedio nacional.
Otras economías –como la nuestra– están lejos de esos niveles. La pregunta que plantea Pascale es cómo hacer para volver a converger con las economías de vanguardia. Entre sus respuestas se destacan la educación, la estrategia comercial y la tecnología e innovación.
Todas áreas en las que el Estado debe jugar un rol preponderante para proyectar una economía que satisfaga las necesidades de esta nación aluvial (como la define el presidente Sanguinetti). Otro impedimento que se identifica es la aversión al riesgo en nuestro país, donde la intervención estatal será clave en la creación de mercados que puedan cubrir los riesgos identificados.
Uruguay atraviesa un periodo ya largo en el cual las decisiones públicas parecen favorecer las grandes corporaciones multinacionales y nacionales (incluyendo sus sindicatos), en desmedro de las pymes. Ello produce un vaciamiento de la tradicional clase media, baluarte de los valores que construyeron y caracterizaron esta nación.
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