Insomne, como cualquier niño, no cerré los ojos en toda la noche. Es una fecha tan especial que la inquietud aún me afecta, como cuando corría del árbol a la puerta, siendo aún un inocente párvulo.
Apenas daban las doce del veinticuatro y luego de los besos y abrazos familiares, me dirigía con curiosidad extrema a mirar el arbolito navideño.
Al ser tan pequeño no manejaba la real dimensión de la fecha, el nacimiento del niño Jesús y lo que representa para la comunidad católica.
Yo anhelaba un sombrero grandísimo con las orejas enormes del tierno “Topo Gigio”, pero en casa nos habían enseñado, y así fue la tradición familiar, que a Papá Noel no se le pedía nada. Él nos dejaría algo acorde a cómo nos habíamos comportado en el correr del año, y si pedíamos algo en particular en voz alta, él seguía de largo, así que el regalo solo debíamos pensarlo y soñarlo en silencio.
Sin duda, mis padres hacían un verdadero trabajo de inteligencia, junto con mis tíos y abuelos, para extraer la información necesaria acerca de mis deseos navideños. Yo trataba de mantenerme en absoluta reserva, de no comentar mi anhelo ante nadie por el riesgo de que siguiera de largo en su camino el mágico hombre barbado, del trineo con renos y nada me dejara.
Menuda y feliz sorpresa me llevé un año, cuando apareció junto al arbolito navideño un enorme paquete muy bien envuelto y adornado con un gran moño azul. Estaba depositado con mi nombre al pie del árbol, junto al pesebre.
Procedí a romper el envoltorio con gran velocidad y para mi enorme alegría apareció aquel gorro de “Topo Gigio” hecho de espuma de poliuretano, con pelo, cerquillo y las enormes orejas que tanto admiraba.
El paquete traía un mensaje, si se quiere sugestivo, en una tarjetita que decía: “Estas orejas te harán ver muy lindo y quizás te ayuden a escuchar mucho mejor, pero recuerda que escuchar no es lo mismo que oír”.
No sé a qué integrante de la familia se le ocurrió anexar tan importante reflexión en un regalo para un chiquito de siete años, claro que con el tiempo entendí de qué se trataba.
La cuestión es que en estos tiempos donde la tecnología y los “avances” han borrado toda la magia e imaginación. Los niños prefieren ser el violento “Goku”, que según mis cuentas lleva luchando y golpeando gente hace más de veinte años, muriendo y resucitando para seguir golpeando; o contrariamente a cómo fui educado, piden y reclaman insistentemente, en su mayoría, teléfonos celulares y tablets de última generación.
Este año se cumplieron quince años sin que yo pronunciara una palabra de lo que era el deseo que me regalara Papá Noel, hoy devenido en Santa Claus.
Claro que en varias canciones que canté dejé muchas pistas.
Me di cuenta que añoraba mi gorro de “Topo Gigio” perdido en el tiempo, el de las grandes orejas. Si lo hubiese tenido a mano se lo prestaba a “Santa” para que pudiera escuchar o interpretar claramente cuál era mi deseo y el de muchos habitantes de esta hermosa tierra con forma de corazón.
Quince años anhelando, esperando, soñando, rogando en silencio, como me enseñaron de niño, el regalo más lindo y esperado para esta Navidad.
Muchos “mala onda” me decían que Papá Noel no existía, que no iba a traer nada.
Pero la verdad que a mí y a muchos nos trajo el mejor de los regalos.
Y con una carta que decía: “Perdoná la demora, más vale tarde que nunca.
A los que pedían insistentemente ‘un cuarto’ no les regalé nada”.