El acontecimiento del nacimiento de Jesús, hecho central de la historia para los cristianos, sucede en un pequeño establo –o en una gruta– perdido en la inmensa noche del mundo. Ese establo es más hondo que los oscuros espacios infinitos, aunque en él quepan a duras penas un recién nacido, un hombre y una mujer, un buey y un asno, porque en él encuentra cabida el mundo entero.
No solo los pastores, sino todos los hombres, también los que vivieron antes y los que vivirán después, porque aquel nacimiento “abrió de par en par la oscura puerta del tiempo”, como dice la Spe Salvi. Es el renacer, o sea el verdadero nacimiento de la humanidad entera. Este niño no vino a fundar una religión más, sino que vino a cambiar la vida.
Este establo pobrísimo está muy lejos de nuestros edulcorados pesebres contemporáneos, tan vacíos del sentido inicial. En aquel establo o gruta había un hijo, una madre y un padre, pero nada que ver con una insoportable familia celosamente prisionera de su egocéntrica soledad, no había ninguna estampita falsa y acaramelada de la familia.
La madre ha concebido aquel recién nacido de una manera escandalosa, lejos de todo biempensante moralismo matrimonial. El padre ha protegido a esa madre y a ese niño con celo vigilante de excepcional hombre de Dios. Navidad es la encarnación de Dios en la historia. Y el Niño Dios, el que nació en un menesteroso establo, trajo consigo la nueva vida llena de abrazos misericordiosos. Y ese pobre establo del niño Dios fue abriéndose a la historia como un arca en el que todos los hombres pudieran hallar refugio y descanso. En aquel oscuro rincón de Palestina, tan regado de sangre y de exterminios en toda su historia, nació el Mesías, el Salvador de los hombres.
La Creación, como dirá San Pablo, sigue gimiendo con dolores de parto, en ese renacimiento de la vida entera prometido y todavía no definitivamente cumplido. En medio de esa gran noche un coro canta Gloria a Dios en lo alto del cielo y anuncia la paz a los hombres de buena voluntad. De esa gloria sabemos poco; y de esa paz sabemos que todavía no ha llegado, que su anuncio ha sido, hasta ahora, desmentido. Sabemos que dolores, horrores, injusticias y abominaciones han proseguido durante y después de aquella noche. Pero eso que se hace esperar, como está escrito, llegará. Sin duda que llegará. Es palabra de Dios. Por eso nace Jesús, el Niño Dios, plena naturaleza humana, plena naturaleza divina.
Paradojas del amor de Dios. En Occidente se desnaturalizó la Navidad. Ha perdido el sentido de su mensaje, de la celebración austera e íntima de la comunidad. Se ha transformado en un fuego de artificios locos, de una mesa abundante de brindis insustanciales, al margen totalmente del sufrimiento de los demás.
Si se hicieran números de los alimentos que van a sobrar en esta Navidad, ¡cuántas necesidades humanas se podrían cubrir! Los excesos y las carencias son los dos rostros de esta Navidad.
En algunos casos, el pesebre de la fe y la austeridad se ha transformado en una celebración festiva llena de frivolidades y vacuas riquezas. Navidad no es eso. Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir Navidad.
Jesús, el Dios encarnado, ha tomado la condición humana para hacerla suya, definitivamente suya. Este niño Dios se incluye en nuestro destino, en nuestras tristezas, en nuestras miserias. Y se identifica totalmente con los más postergados, los más necesitados de la historia (Mateo, 25).
Navidad quiere decir que el pesebre del establo de Belén ilumina toda la historia.
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