Hoy es problema el futuro de la clase media occidental en todos los países occidentales; pero la solución de él no concierne solamente a las reducidas fracciones de la humanidad directamente afectadas; ya que esta clase media occidental es la levadura que en tiempos recientes ha fermentado la masa, y creado, con ello, el mundo moderno. ¿Podría la criatura sobrevivir a su creador? ¿Si la clase media llega desmoronarse, provocará el derrumbamiento de la humanidad con su caída? Cualquiera sea la respuesta a esta grave cuestión, es indudable que lo que constituya una crisis para este sector clave de la sociedad, constituye también una crisis para el resto del mundo.
Siempre demuestra buen temple quien se sobrepone a la derrota, pero la prueba resulta particularmente difícil cuando la adversidad sobreviene de pronto, en medio de un día apacible, que presuntuosamente se creyó eterno. En aprietos tales, el que ha de luchar contra el destino sufre la tentación de acudir a espantajos y chivos emisarios que llevan el fardo de su propia insuficiencia. Sin embargo, “echar la carga a otro” en tiempos de adversidad es aún más peligroso que persuadirse de que la prosperidad durará eternamente. En el mundo dividido de 1947, tanto el comunismo como el capitalismo representaron recíprocamente ese papel. Cada vez que las cosas andaban torcidamente, en circunstancias cada vez más indomables, tendían a acusar al enemigo de haber sembrado cizaña en su campo, excusándose así, implícitamente, de las faltas cometidas en su respectiva labranza.
El temor de Occidente ante el comunismo no era el temor a una agresión militar, como el que sentía frente a la Alemania nazi, o al Japón en armas. Era a la propaganda y su maquinaria. La propaganda comunista poseía un secreto propio para destacar y agrandar los aspectos más desfavorables de nuestra civilización occidental, y hacer aparecer al comunismo, ante una facción insatisfecha de hombres y mujeres de Occidente, como una alternativa deseable de estilo de vida.
Sin embargo, la circunstancia de que nuestro adversario nos amenace mostrándonos nuestros propios defectos, antes que ocultando por fuerza nuestras virtudes, es una prueba de que en última instancia el desafío que se nos presenta no parte de él sino de nosotros mismos.
El error de esta forma de razonamiento reside en que usualmente no se toma en cuenta la verdad vital de que no solo de pan vive el hombre. Sea cual fuere el punto al que pueda llegar su nivel de vida material, ello no impedirá que su espíritu clame por justicia social; y la distribución desigual de los bienes de este mundo entre una minoría privilegiada y una mayoría desfavorecida ha sido transformada por las últimas invenciones técnicas en una intolerable injusticia. De suerte que los problemas que acosaron y vencieron a otras civilizaciones han llegado hoy a nuestro mundo.
Arnold J. Toynbee (nacido el 14 de abril de 1889 en Londres y fallecido el 22 de octubre de 1975 en York, North Yorkshire) es un historiador inglés que propuso una filosofía de la historia basada en un análisis del desarrollo cíclico y el declive de las civilizaciones. Toynbee comenzó su Estudio de Historia en 1922, inspirado al ver a campesinos búlgaros con gorros de piel de zorro como los descritos por Heródoto como tocados de las tropas de Jerjes. Este incidente revela las características que dan a su obra su calidad especial: su sentido de la vasta continuidad de la historia, su inmensa erudición y su aguda observación. Toynbee examinó el ascenso y la caída de veintiséis civilizaciones en el curso de la historia humana y concluyó que surgieron respondiendo con éxito a los desafíos bajo el liderazgo de minorías creativas compuestas por líderes de élite. Las civilizaciones decayeron cuando sus líderes dejaron de responder creativamente y luego se hundieron debido a los pecados de la tiranía de una minoría despótica. A diferencia de Spengler en su Decadencia de occidente, Toynbee no consideraba inevitable la muerte de una civilización, ya que esta puede o no seguir respondiendo a desafíos sucesivos. A diferencia de Karl Marx, consideraba que la historia estaba determinada por fuerzas espirituales, no económicas.
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