Febrero en Uruguay es sinónimo de Carnaval y este a la vez tiene un plato fuerte que son Las Llamadas, que tuvieron a Carlos Paéz Vilaró como participante de lujo durante más de medio siglo.
En estos días se cumplen diez años del fallecimiento de Carlos Páez Vilaró, el 24 de febrero de 2014, diez días después de recorrer el trayecto candombero con su tambor al hombro, su dominó y alpargatas, más su espíritu rutilante e inigualable, de lo que pasó a ser su última Llamada.
Carlos Paéz se nutrió de materia prima y temática creativa para elaborar su arte inicial, justamente en el ambiente de los barrios Sur y Palermo, más precisamente en el conventillo Mediomundo –hasta su demolición– y en la amistad de figuras como Juan Ángel Silva y su hijo Cachila, Lágrima Ríos, Martha Gularte, Canela, Rosa Luna, Pirulo y tantos otros cultores de la música y danza de la raza negra.
“Se dice por ahí, que al caer el Mediomundo, su historial fue lo único que no pudo ser decapitado. Que en un descuido del verdugo, partió sin dejar señas por el hueco de sus ventanas, para refugiarse en el corazón del pueblo” (Mediomundo, un mundo de recuerdos, Carlos Páez Vilaró, 2000).
Recuerdos
Cuando de muy chico, mi padre me llevaba a ver salir las Llamadas desde Paraguay y la Rambla, no imaginaba que años después participaría, como en un rito impostergable, de la salida de Morenada desde el patio del Mediomundo junto a mi amigo –padre postizo y maestro–, entreverado entre la nutrida comparsa, con su máscara y sombrero que casi no lo dejaba reconocer.
Y allá desfilábamos atrás de la cuerda de tambores que integraba Páez, con sus hijos, amigos e invitados del verano que se venían de Casapueblo a Cuareim para no perderse el espectáculo, en ese entonces no tan profesional y organizado como ahora, pero seguro que bañado en calor, humo, olores, gritos, agua tirada desde los balcones rivales y un particular ritmo de lonjas difícil de repetir en otro lado del mundo.
Así lo registraban periodistas extranjeros y así lo comentaba Carlos, conocedor profundo de África toda.
Las Llamadas son un fenómeno popular muy curioso. Se da un día al año y arrastra enormes multitudes como el fútbol, las carreras de caballos, las murgas y tantos otros espectáculos, con el destacado y original ambiente de unas calles repletas de gente, bares improvisados en los zaguanes o ventanas del barrio, sillas y palcos con precio, como balcones y azoteas de casas del recorrido, pero también –gratuitamente– en las veredas, con cordones humanos en doble o triple fila, parados durante horas para ver pasar su conjunto favorito o simplemente ser testigo de esa manifestación de arte con origen ancestral, que hoy continúan generaciones de descendientes de aquellos esclavos que salían en la Noche de Reyes vestidos de amos y doctores, bailando hasta el amanecer del Montevideo antiguo.
En esos cincuenta años largos en el tiempo, Añoranzas Negras, Lonjas de Cuareim, Morenada y Cuareim 1080, tuvieron a Páez Vilaró integrando, como uno más, sus cuerdas de tambores ininterrumpidamente, tocando su piano pintado por el mismo.
Hoy, en Isla de Flores y aledaños, hay cambios notorios en el engalanado de las calles; el recorrido, antes de ida y vuelta y extenuante; el número de comparsas: de una veintena a medio centenar; el lujo de los vestidos y la coreografía; la televisación; el control de acceso; la seguridad. En el caso de la gente de calle Cuareim, pasó de salir del legendario Mediomundo, donde se aprontaba, a hacerlo ahora –casualmente marcando presencia– desde los locales que servían de gráfica a La Mañana y El Diario, que ahora se llenan de maquilladores, vestuaristas y directores de la comparsa lubola. Pero lo que no cambia es el clima que envuelve al espectáculo: desde el tiempo, con sus calores estivales y sus amagues de lluvia y viento, hasta los miles de espectadores de toda extracción social, magnetizados por el ritmo, el color y la fila humana interminable de participantes que contagia ritmo a las piernas y hace resonar los estómagos de los presentes.
¡Cuántas anécdotas!
Juan Ángel Silva, director y factótum de Cuareim en los años iniciales, llegó a cederle a Páez tanto su tambor ante un pinchazo del cuero, como el propio dominó, o capa colorida, porque el maestro la había olvidado. Al ver esos gestos en distintas Llamadas, confirmé que la amistad que existía entre los caciques era realmente auténtica.
Pasar desfilando por las aceras que daban a los balcones y techos de los conventillos y casonas de los barrios rivales, identificados por sus calles insignia: Ansina, Gaboto, Durazno, implicaba sentirse bañado desde lo alto por un agua de palangana, que a veces era algo tibia de más… ¡Gajos del oficio!
No hace mucho, Carlos había prometido desfilar solo unas cuadras y luego retirarse por precaución. Estábamos con su esposa, Annette, esperando en la bocacalle establecida y nos tuvimos que resignar a ver cómo seguía olímpico meta tambor junto al resto de sus compañeros. O aquellas vueltas a Casapueblo de madrugada en su Land Rover, para esperar la noticia, por radio –obviamente– de quién había sido el triunfador del desfile.
La negritud, que mencionaba siempre, como fuente de inspiración y respeto
Carlos Páez, Carlitos, como se le decía en ese ambiente del barrio Sur, se había compenetrado del sentir africano a poco de conocer las comparsas montevideanas, cuando buscaba tema de inspiración para sus pinturas. Años después, con sus viajes al África, explorando el continente que nacía a la libertad en los años sesenta, se embebió de ritos, colores, ritmos, costumbres y las trasladó a sus pinturas y al decorado de los estandartes y banderas del grupo lubolo, compuso letras de candombes y dirigió coros como uno más de ese folclore afrodescendiente, al que le llamaba negritud con enorme respeto y afecto.
“Medio siglo atrás, al poner un tamboril bajo mis hombros estaba bien lejos de imaginar que ese campo musical me acompañaría como un talismán toda la vida. Por eso comprendo que el tambor para el negro sea el cofre musical donde guarda sus sensaciones, sus estados de ánimo” (Las Llamadas, Carlos Páez Vilaró, 1999).
Ausencia del maestro
Ayer se extrañó a Carlos Páez, como sucede hace diez años, pero su hija Agó se encargó de mantener su estilo al pintar los tambores de C1080 y Lonjas de Cuareim, que lo homenajea, de algún modo, al vestir con los colores verde, blanco, rojo y negro, tan característicos.
“Se fue a pintar al cielo esta mañana” era la frase del cartel en el portón de Casapueblo, el día de su fallecimiento repentino en febrero de 2014, diez años atrás. Uruguay todo lo sintió como una pérdida irreparable y le dio un tributo de despedida multitudinario y popular. Fue todo un símbolo de una vida de trabajo tenaz y constante, estuviese donde estuviese, siempre pendiente de hacer cosas “de todo tipo y color”.
Los que tenemos la suerte de haber presenciado, casi sin falta, estas icónicas Llamadas –que “llaman a tocar”– y haberlo hecho tantos años junto al maestro, auténtico y leal cultor del candombe, nos alegramos de que hoy, y seguramente para siempre, sean un acontecimiento ineludible del Carnaval montevideano, con alcance nacional e internacional.
Las nuevas generaciones lo aseguran, y mientras “el cuerpo aguante”, estaremos presentes en esa maravillosa salida de las comparsas, donde empieza el ritmo cautivante que resonará en el barrio tamborilero durante horas.
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