El Imperio Hispánico es el creador de América Latina, ámbito mestizo en que los occidentales de la Isla Mundial se mezclan con sus orientales, llamados genéricamente “indios”. América Latina es hija de esa confluencia de Oriente y Occidente. Pero es el mundo hispánico el que fija su unidad lingüística, cultural y religiosa de base. En la Isla Continental se proyecta de modo gigantesco la gran fractura entre el sur y el norte europeos, contemporánea del descubrimiento y colonización, la Reforma y Contrarreforma, que aquí se instalan en espacios separados y se desarrollan sin convivencia mutua. El Imperio Hispánico tiene sus centros en el Caribe –el Mediterráneo americano– y en Lima en el sur. Solo en la etapa final se extiende realmente en los grandes espacios de la Cuenca del Río de la Plata. Por otra parte, la guerra incesante entre el poder inglés en ascenso y el español en declinación tiene hondísima repercusión en la configuración de América Latina. En efecto, engendra como consecuencia la frustración de la unidad nacional ibérica, secesionando al Portugal de España. Y esa unidad nacional frustrada se proyecta a su vez en América Latina, dividiéndola de Brasil. ¿Pues qué es el portugués sino un gallego separado? De esa lucha con el poder inglés que instrumentalizaba a Portugal como cuña, surgirá nuestro país. Nacemos de la tensión entre la Colonia del Sacramento y Montevideo, es decir, España y Portugal (Inglaterra). Venimos ya al mundo como frontera de conflicto y base de penetración en el Atlántico Sur y el corazón sudamericano.
El poder hispánico no tenía su centro en el Atlántico Sur, sino en el Pacífico, proyectándose sobre Asia. Pero las necesidades defensivas contra el poder anglolusitano le llevan a la creación del Virreinato del Río de la Plata y a la fundación de Montevideo. “La fundación del virreinato bonaerense es, principalmente, un capítulo más de la historia del Pacífico americano… se hizo pensando en convertir al Río de la Plata en el antemural indispensable para la defensa de la parte Sur del continente, más rica y más poderosamente organizada: el Alto y Bajo Perú y su prolongación meridional, el reino de Chile”.
Pero pronto el Virreinato adquirió consistencia e importancia propia, merced a la ganadería. Los asaltos del poder inglés se concentraban en los dos extremos estratégicos del Imperio Hispánico, y tuvieron por escenario Jamaica, Cuba, Panamá, en el mediterráneo caribeño; así como Buenos Aires, Montevideo y las Malvinas en el Sur, e incluso nexos con los bandeirantes en sus asaltos contra las Misiones Jesuíticas. Pero una nueva perspectiva abrió la crisis general del Imperio Hispánico por la ocupación napoleónica.
Desde dos siglos antes de la revolución americana, España iba siendo rebasada inexorablemente por la historia y pasaba paulatinamente a potencia de segundo orden, disputada y desangrada por el embate y la alianza alternativas con las dos primeras y firmes naciones europeas modernas, Inglaterra y Francia. Y cuando la guerra anglo-francesa llega a su paroxismo, determina la quiebra del decadente sistema español, empantanado en una monarquía semifeudal, a pesar de los esfuerzos esclarecidos de Carlos III. Primero Trafalgar remata a la flota española y deja al océano en exclusividad inglesa, reina de los mares: “Mar libre” y “libertad de comercio” fueron los nombres de la apropiación inglesa del mar. Luego la ocupación napoleónica en la península ibérica disgrega al Estado y corta a la economía española de sus reinos americanos. Así, el único suplente del poder español fue el poder inglés, que estaba dando el inaudito salto histórico de la Revolución Industrial y emergía, con una arrolladora dinámica capitalista, sobre el vasto mundo todavía agrario. América del Sur era un inmenso mercado vacante, y los ingleses eran los únicos poseedores de los instrumentos requeridos para dominarlo: la más poderosa flota y el sistema maquinista de más alta capacidad productiva. Y establecerá vínculos orgánicos con todos los patriciados latinoamericanos, agroexportadores, extractivos.
Apreciadas desde un ángulo interno, las guerras de la independencia son, en gran medida, el levantamiento de las oligarquías locales contra el poder estatal de la Corona que se sobreponía a ellas y ejercía el poder político sobre ellas. Las guerras de la independencia son la lucha, primero intestina, luego separatista, de los patriciados, de los poderes dominantes en cada región contra la burocracia estatal, descabezada en su legitimidad por la renuncia y prisión del Rey. Por eso los terratenientes se apropian de las consignas republicanas de los burgueses europeos, pero su objetivo era otro. Pues bajo el rostro republicano se consagra a los señores de la tierra, justamente todo lo contrario a la Revolución Francesa. Las clases dominantes de cada región asumieron todos los poderes. No desplazaron a otra clase, sino a una burocracia estatal. La independencia americana surge del abatimiento del Estado y consolida tal postración. El Estado se descoyunta en múltiples centros regionales, tantos como comarcas de ciudades importantes, y en cierto modo se feudaliza, recae en una dispersión y atomización análogas –si vale la comparación– a las ciudades griegas o italianas del Renacimiento, pero ahora en un gigantesco, inhóspito y casi vacío continente. Todos y cada uno aparte, los patriciados se levantan al grito unánime de “¡Junta queremos!”. Reclaman la soberanía para sí. Es la “fronda aristocrática”. Y el vasto Imperio fundador se pulveriza dramáticamente en una veintena de repúblicas, a pesar de los esfuerzos nacionales de Bolívar, San Martín y Artigas.
Fragmento del libro El Uruguay como problema (1967) de Alberto Methol Ferré (31 de marzo de 1929-15 de noviembre de 2009), filósofo, teólogo,
precursor de la teología latinoamericana, ensayista, docente de historia e historiador.
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