Ciudadanos: el resultado de la campaña pasada me puso al frente de vosotros por el voto sagrado de vuestra voluntad general. Hemos recorrido diecisiete meses cubiertos de la gloria y la miseria, y tengo la honra de volver a hablaros en la segunda vez que hacéis uso de vuestra soberanía. En ese período yo creo que el resultado correspondió a vuestros designios grandes. Él formará la admiración de las edades. Los portugueses no son los señores de nuestro territorio. De nada habrían servido nuestros trabajos, si con ser marcados con la energía y constancia no tuviesen por guía los principios inviolables del sistema que hizo su objeto.
Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana. Vosotros estáis en el pleno goce de vuestros derechos: ved ahí el fruto de mis ansias y desvelos, y ved ahí también todo el premio. Yo tengo la satisfacción honrosa de presentaros de nuevo mis sacrificios y desvelos, si gustáis hacerlo estable. Nuestra historia es la de los héroes. El carácter constante y sostenido que habéis ostentado en los diferentes lances que ocurrieron, anunció al mundo la época de la grandeza. Sus monumentos majestuosos se hacen conocer desde los muros de nuestra ciudad hasta las márgenes del Paraná. Cenizas y ruinas, sangre y desolación, he ahí el cuadro de la Banda Oriental, y el precio costoso de su regeneración. Pero ella es pueblo libre.
El estado actual de sus negocios es demasiado crítico para dejar de reclamar su atención. La Asamblea General tantas veces anunciada empezó ya sus sesiones en Buenos Aires. Su reconocimiento nos ha sido ordenado. Resolver sobre este particular ha dado motivo a esta congregación, porque yo ofendería altamente vuestro carácter y el mío, vulneraría enormemente vuestros derechos sagrados, si pasase a decidir por mí una materia reservada solo a vosotros. Bajo ese concepto, yo tengo la honra de proponeros los tres puntos que ahora deben hacer objeto de vuestra expresión soberana.
1º. Si debemos proceder al reconocimiento de la Asamblea General antes del allanamiento de nuestras pretensiones encomendadas a vuestro diputado don Tomás García de Zúñiga.
2º. Proveer de mayor número de diputados que sufraguen por este territorio en dicha asamblea.
3º. Instalar aquí una autoridad que restablezca la economía del país.
Para facilitar el acierto en la resolución del primer punto, es preciso observar que aquellas pretensiones fueron hechas consultando nuestra seguridad ulterior. Las circunstancias tristes a que nos vimos reducidos por la expulsión de Sarratea, después de sus violaciones en el Ayuí, eran un reproche tristísimo a nuestra confianza desmedida, y nosotros, cubiertos de laureles y de glorias, retornábamos a nuestro hogar llenos de la execración de nuestros hermanos, después de haber quedado miserables, y haber prodigado en obsequio de todos quince años de sacrificio.
El ejército conocía que iba a ostentarse el triunfo de su virtud, pero él temblaba por la reproducción de aquellos incidentes fatales que lo habían conducido a la Precisión del Yí; él ansiaba por el medio de impedirla y creyó a propósito publicar aquellas pretensiones. Marchó con ellas nuestro diputado. Pero habiendo quebrado la fe de la suspensión el señor de Sarratea, fue preciso activar con las armas el artículo de su salida. Desde este tiempo empecé a recibir órdenes sobre el reconocimiento en cuestión.
El tenor de mis contestaciones es el siguiente:
Ciudadanos: los pueblos deben ser libres. Ese carácter debe ser su único objeto, y formar el motivo de su celo. Por desgracia va a contar tres años nuestra revolución, y aún falta una salvaguardia general al derecho popular. Estamos aún bajo la fe de los hombres y no aparecen las seguridades del contrato. Todo extremo envuelve fatalidad; por eso una desconfianza desmedida sofocaría los mejores planes; ¿pero es acaso menos terrible un exceso de confianza?
Toda clase de precaución debe prodigarse cuando se trata de fijar nuestro destino. Es muy veleidosa la probidad de los hombres, solo el freno de la constitución puede afirmarla. Mientras ella no exista, es preciso adoptar las medidas que equivalgan a la garantía preciosa que ella ofrece. Yo opinaré siempre que, sin allanar las pretensiones pendientes, no debe ostentarse el reconocimiento y jura que se exigen. Ellas son consiguientes del sistema que defendemos y cuando el ejército las propuso, no hizo más que decir quiero ser libre.
Orientales: sean cual fuesen los cálculos que se formen, todo es menos temible que un paso de degradación, debe impedirse hasta el que aparezca su sombra. Al principio todo es remediable. Preguntaos a vosotros mismos si queréis volver a ver crecer las aguas del Uruguay con el llanto de vuestras esposas, y acallar sus bosques el gemido de vuestros tiernos hijos; paisanos: acudid solo a la historia de vuestras confianzas. Recordad las amarguras del Salto; corred los campos ensangrentados de Bethlem, Yapeyú, Santo Tomé y Tapecuy; traed a la memoria las intrigas del Ayuí, el compromiso del Yí, las transgresiones del Paso de la Arena. ¡Ah, cuál execración será comparable a la que ofrecen esos cuadros terribles!
Ciudadanos: la energía es el recurso de las almas grandes. Ella nos ha hecho hijos de la victoria, y plantado para siempre el laurel en nuestro suelo. Si somos libres, si no queréis deshonrar vuestros afanes cuasi divinos y si respetáis la memoria de vuestros sacrificios, examinad si debéis reconocer la asamblea por obedecimiento o por pacto. No hay un solo motivo de conveniencia para el primer caso que no sea contrastable con el segundo, y al fin reportaréis la ventaja de haberlo conciliado todo con vuestra libertad inviolable. Esto ni por asomo se acerca a una separación nacional; garantir las consecuencias del reconocimiento no es negar el reconocimiento, y bajo todo principio nunca compatible un reproche a vuestra conducta, en tal caso, con las miras liberales y fundamentales que autorizan hasta la misma instalación de la asamblea.
Vuestro temor la ultrajaría altamente y si no hay motivo para creer que ella vulnere nuestros derechos, es consiguiente que tampoco debemos tenerle para atrevernos a pensar que ella increpe nuestra precaución. De todos modos es necesaria. No hay un solo golpe de energía que no sea marcado con el laurel. ¿Qué glorias no habéis adquirido ostentando esa virtud?
Orientales: visitad las cenizas de nuestros conciudadanos; ¡ah! ¡que ellas desde lo hondo de sus sepulcros no nos amenacen con la venganza de una sangre que vertieron para hacerla servir a nuestra grandeza! […]
A cuatro de abril de mil ochocientos trece. Delante de Montevideo. José Artigas.
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