El escritor Luis Mateo Díez, considerado uno de los más importantes narradores españoles, recibió el pasado 23 de abril, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes. En su prosa destaca un total dominio del lenguaje, en que es capaz de conjugar lo culto con lo popular. Dos veces ganador del Premio Nacional de Literatura, su obra se aparta del realismo, bastante más frecuente en la narrativa española.
Una mañana de invierno
En su discurso pronunciado en Alcalá de Henares, momentos después de que el rey Felipe VI le entregara el que es considerado el mayor galardón de las letras españolas, Luis Mateo Díez hizo especial referencia a su infancia, transcurrida en el pequeño pueblo de Villablino durante los austeros años de la posguerra, cuando tuvo contacto con la cultura ancestral de la España rural, en donde escuchaba historias transmitidas oralmente por vecinos congregados junto al fuego en prolongadas veladas invernales. Esas reuniones, llamadas filandón, disparaban su imaginación infantil, como también después lo hicieron numerosos libros que encontraba en el desván de su casa familiar, entre los que recuerda Corazón, de Edmundo de Amicis, el primer libro que lo hizo llorar.
Díez afirma que su infancia encaminó su destino de escritor y recuerda a Rilke, quien sostenía que la infancia es la patria perdida del hombre. Reconoce que, de las lecturas que elegían sus maestros en la escuela, el libro que escuchó con mayor deleite y aprovechamiento fue Don Quijote de la Mancha, tan es así que recuerda al detalle las circunstancias en que apareció por primera vez en su imaginación este notable personaje.
Unas páginas del Quijote, en una de esas versiones más simplificadas para niños, fueron leídas en el aula por el maestro una fría mañana invernal en que la abundante nevada les había robado el recreo. En seguida se dio cuenta de que esa historia no era la de un héroe como los que aparecían en los tebeos o en las pocas películas de aventuras a las que tenían acceso. Don Quijote más bien era un reincidente perdedor.
En el futuro, Luis Mateo daría vida en sus novelas a personajes en los que aflora esa heroicidad que no es tal, en seres de ficción con cierta imagen quijotesca. Porque si bien la heroicidad puede atisbarse en ellos, suelen resultar héroes del fracaso.
En su discurso, Felipe VI destacó el importante papel que tuvo la biblioteca familiar en la niñez de Mateo Díez, y el hecho de que su padre velara siempre porque los clásicos, los griegos, los latinos y los escritores del Siglo de Oro español, despertaran en él la mayor atención e interés.
A la edad de doce años, el futuro escritor se trasladó con su familia a la capital leonesa, debido a que su padre, don Florentino Díez, funcionario del Ayuntamiento, fue nombrado secretario de la Diputación. Por tanto, fue en León donde Luis Mateo cursó el bachillerato, hasta su traslado a Madrid para iniciar sus estudios universitarios que culminaron con su licenciatura en Derecho.
El poder de lo imaginario
En los años 60 Luis Mateo Díez comenzó a escribir algunos poemas que reunió en Señales de humo, publicado en 1972, pero a partir de allí su producción se centró en la narrativa, abundando en el género cuento.
Muchos de sus relatos transcurren en ambientes melancólicos, con frecuente intervención de fantasmas, tradiciones populares, aventureros mal avenidos no exentos de comicidad. Varios de esos relatos aparecen en Memorial de hierbas, publicado en 1973, con temas que aluden a las luces y sombras de la vida y donde se destaca el indudable peso de la pérdida.
Mateo Díez llegó a pensar en que su producción se concentraría en el cuento, pero en la siguiente década, sin abandonar este, comenzó a escribir novelas con gran éxito, ya que en el bienio 1986, 1987, La fuente de la edad gana el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa y en los años 1999 y 2000 La ruina del cielo obtiene los mismos galardones. La primera de estas novelas, con la que Mateo Díez se ganó al gran público, es una historia que transcurre en la Edad Media, en la que unos caballeros andantes no son ni más ni menos que unos cofrades muy aficionados al vino, que mediante una fisura de la realidad pueden acceder a otra forma de existencia.
Luis Mateo Díez también escribe ensayos y varias novelas cortas, en las que pudo desarrollar la intensidad del cuento en mayor extensión. Escribe ocho que se publican entre los años 2000 y 2015. Las más conocidas están reunidas en La cabeza en llamas, que, junto a Luz de Amberes, Contemplación de la desgracia y Vidas de insecto, aparece en el año 2012 y gana el Premio Francisco Umbral del Libro del Año.
Su universo creativo se basa en lo imaginario, en acuerdo con la idea de Jorge Luis Borges, a quien cita, cuando dice que la irrealidad es la auténtica condición del arte.
En ese sentido Díez tiene una posición original dentro de la literatura española, en la que ha predominado el realismo como tendencia estética, al punto de que muchos lo consideran el único escritor que ha desarrollado en ese medio lo mágico maravilloso. En cuanto a esto, en una de sus entrevistas Luis Mateo dice: “Mi experiencia es que lo imaginario es proclive a la exaltación de un vitalismo que no está en la realidad”, y también afirmó que “escribir ha sido una forma de poder vivir más intensamente”.
Como el Macondo de Gabriel García Márquez y la Santa María de Juan Carlos Onetti, Luis Mateo Díez crea Celama, su territorio mítico en el que transcurren varias historias.
Que el jurado del Premio Cervantes haya considerado al ganador como “uno de los grandes narradores de la lengua castellana, heredero del espíritu cervantino y creador de mundos imaginarios” ha sido sin duda para Luis Mateo Díez el mejor de los homenajes.
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