A pesar de que yo era muy pequeño, recuerdo como si fuera hoy que me agarró con mucha fuerza del brazo con su mano de gigante, lo que me produjo un intenso dolor. Luego me palmoteó con violencia. No le importó en absoluto que yo empezara a llorar. Ninguno de los presentes hizo algo para defenderme. Se limitaron a mirar pasivamente la escena, como con gesto respetuoso hacia el hombre de grandes manos que me agredía. Después fue todo muy confuso. Me han quedado imágenes borrosas. Sé que me trasladaron de un lugar a otro hasta que llegué a una confortable habitación con muebles armónicamente dispuestos.
Había una pequeña mesa en el centro de la sala donde resaltaba un jarrón con un hermoso ramo de flores. Las cortinas eran blancas, lo que permitía el paso de la luz del sol, y los sillones estaban tapizados de color rojo intenso. Sobre una de las paredes laterales había una gran biblioteca repleta de libros. El piso estaba cubierto con una gran alfombra persa.
El dolor en el brazo continuaba. Me sentía agotado por el cansancio, por lo que me recosté en uno de los sillones hasta quedar profundamente dormido. Grande fue mi sorpresa al despertar. Ya no estaba en la confortable habitación, sino que me encontraba en una suerte de celda. Traté de mirar entre sus gruesos barrotes y logré divisar, allá a lo lejos, la habitación con su mesita y el jarrón con flores. Este nuevo lugar no era acogedor como el otro. Tenía una pequeña cama y una mesa con alimentos que me permitirían sobrevivir. Tuve mucho miedo, más miedo aún que el que sentí cuando el hombre de las manos grandes apretó mi brazo. Tanto miedo que el terror hizo que me orinara. Cuando se apagó la luz el sueño se apoderó de mí. Al despertar me sentía recompuesto. Ya no me dolía el brazo, pero no puedo decir a ciencia cierta cuánto tiempo estuve dormido. Apenas me incorporé en la cama descubrí que en la pared que estaba frente a las rejas había una puerta. Mi intención fue abrirla, pero me detuve. Pensé que podía ser una trampa. Tal vez del otro lado estuviera el hombre de manos grandes y me castigaría al pensar que intentaba escapar. Traté de mirar por la ventana y olvidarme de la puerta, pero el deseo era muy grande y luchaba por no pensar en ello. Estaba en esa disputa por olvidar ese posible paso a mi libertad cuando caí en un pesado sueño. Desperté ya entrada la noche y se me ocurrió que quien tuviera que vigilarme ya debía estar dormido, así que me hice de coraje y me dirigí hacia la puerta.
Debo reconocer que con terror moví el picaporte y lentamente la empujé hasta pasar al otro lado. Para mi sorpresa era esta otra habitación muy similar a la anterior, pero tal vez un poco más confortable: tenía también una mesa con alimentos, había un cuadro en la pared con una pareja junto a un niño sonriente. Sobre la mesa había, además de la comida, muchos cuadernos y lápices. Se me ocurrió comenzar a escribir esto que ustedes están leyendo ahora. Lo más importante de todo es que, en la pared de enfrente a la entrada había otra puerta. En esta oportunidad no me preocupé mayormente porque me enfrasqué en escribir y leer una y mil veces lo que escribía. Estuve así no sé cuánto tiempo. En determinado momento se me agotó el papel, entonces comencé a escribir en las paredes. Cuando llené las paredes escribí en el techo, y cuando ya no había lugar en la habitación noté que ahí estaba la nueva puerta y tenía dos opciones, o culminaba mis textos sobre la misma o la abría para ser libre. Ahí noté que ya le estaba perdiendo el miedo al hombre de las manos grandes, y empujé la puerta.
Apenas entré en la nueva habitación confirmé que frente a mi había otra puerta y además que tenía un escritorio con muchas hojas, papel, lápices y muchos libros. Ahora no sólo escribiría con entusiasmo, sino que también leería con avidez. Pasaron varios días. Una mañana al despertar vi que no estaba solo. Un niño y una niña muy sonrientes estaban sentados a los pies de mi cama. Fácil es imaginar que muy rápidamente nos hicimos amigos, jugamos y compartimos cosas. La vida ahora era más llevadera y descubrí la felicidad. No tengo claro cuánto tiempo estuve en esa habitación, lo que sí recuerdo es que una mañana, al despertar, ya no estaban los niños. Ese día decidí abrir la puerta siguiente.
Abrí innumerables puertas y atravesé no recuerdo cuántas habitaciones. En una oportunidad tuve una enorme biblioteca, en otra, las paredes tenían diplomas que alternaban con fotografías. No tengo claro ni los tiempos ni las puertas. Una de las habitaciones que me dejó muy marcado fue la que tenía una cama más amplia en la que desperté junto a una hermosa mujer que me hizo acordar a la niña que, puertas atrás, fuera compañera de mis juegos. Tenía su mismo cabello color negro y su misma mirada. Mucho tiempo compartimos nuestro espacio. Nos amamos y nos necesitamos, hasta que un día no nos necesitamos más y yo pasé a la siguiente puerta con un dejo amargo.
Este tránsito se me hizo interminable, me estaba aburriendo y hasta ya me había olvidado casi por completo del hombre de las manos grandes. Al transponer la que sería la última puerta me lo encontré apoltronado cómodamente y sonriente; ante mi sorpresa me hizo un gesto tranquilizador y me preguntó:
–¿Verdad que quieres regresar?
Yo le contesté que sí, que sin lugar a duda. Entonces me dijo:
–Puedes hacerlo, eres libre, vuelve por el mismo camino que hiciste para llegar.
Volví inmediatamente sobre mis pasos. Fui atravesando puertas y habitaciones. De algunas de ellas ya ni me acordaba. Noté que el regreso fue más lento, me cansaba con facilidad, me dolía el cuerpo y hubo oportunidades en que el agotamiento era tal que me tumbaba sobre las camas y quedaba profundamente dormido. Cuando llegué a la habitación donde estaba la hermosa mujer de cabellos negros, la encontré sentada en la cama. Estaba más delgada, la noté distinta; nos miramos sin hablarnos. Junto a ella había un niño que me miraba con curiosidad. Yo seguí mi camino y al atravesar la puerta logré escuchar que ella le susurró “este señor es tu padre”. Seguí sin titubear. Tenía deseos de encontrarme con los niños con los que compartí juegos y momentos felices, pero ya no estaban. Ahí sentí pena, así que recogí mis apuntes y mis libros y me marché.
Agobiado por el cansancio y luego de franquear la puerta que me llevaba a la celda donde me encerraron, noté que ya no estaban sus gruesas rejas. Desde ahí divisé el gran salón, y vi con desazón que las flores del jarrón estaban marchitas, los sillones tapizados en rojo habían perdido su brillo, la alfombra persa estaba descolorida y tenía marcas de las pisadas que soportó con el tiempo. Me senté en el mismo sillón de la primera vez, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño plácidamente.
Al despertar los vi ahí, parados frente a mí, a la mujer de pelo negro con su rostro surcado de arrugas, tan hermosa como cuando la conocí, y junto a ella un hombre, muy parecido al niño aquel que me miraba con curiosidad. Ahora ambos sonreían, sus rostros denotaban felicidad. Sin mediar palabra, se acercaron y nos fundimos en un profundo y cálido abrazo.
Hugo Marianri
Cuento ganador AEDI
Asociación de Escritores del Interior
Hugo Marinari Sexto (Montevideo, 1941). Fotógrafo multipremiado y expresidente del Foto Club Uruguayo. Escritor por vocación. Distinguido en numerosos torneos y dos veces ganador del concurso de AEDI, suma su tercer logro.
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