Los problemas crónicos que la economía enfrenta: déficit fiscal, inflación, atraso cambiario, subempleo, sobreendeudamiento, etcétera, tienen su raíz en un modelo desactualizado que no puede satisfacer hoy las necesidades de la población. Cada visión de la economía tiene su diagnóstico y su terapia.
Contexto
Quienquiera que llegue al gobierno en marzo de 2025 se encontrará con un panorama familiar en lo económico:
- Abultado déficit fiscal liderado por el peso de la deuda pública.
- Abúlica tasa de crecimiento de la actividad económica.
- Competitividad del empresariado nacional menguada por atraso cambiario.
- Un tercio de los hogares acorralado por préstamos de consumo a tasas de usura.
- Una presión fiscal que no perdona ni a los hogares más modestos.
- Una administración pública sobredimensionada e ineficiente.
- Una regulación de mercados que, lejos de favorecer al consumidor, lo desprotege.
Muchos de estos problemas vienen de tiempo atrás. De hecho, el hilo unificador de la Coalición Republicana fue precisamente el rechazo a la gestión de los últimos gobiernos, centrado en su desperdicio de oportunidades históricas para insertar globalmente a la economía nacional, optando en cambio por el despilfarro de recursos fiscales reflejado en los disparatados proyectos en la órbita publica cuyo único producto visible fue la suscripción de generosos contratos con las partes allegadas que aún hoy repercuten en el erario. A ello se agregaba la expansión irresponsable del empleo público bajo criterios de clientelismo político, así como la persistente infiltración proselitista de los sectores educativo y judicial.
Pero en realidad el problema va mucho más profundo. En los setenta años transcurridos desde el cese de fuego entre las Coreas hasta el presente, Uruguay ha crecido a la mitad de la tasa anual promedio de la economía global. Como resultado, hemos quedado económicamente relegados con relación a la vanguardia de países que integrábamos en la posguerra inmediata. Una parte importante de la responsabilidad responde a la insistencia con un modelo de economía que hace décadas dejó de funcionar como promotor del crecimiento.
Nuestro principal obstáculo macroeconómico, el déficit fiscal, surge de la debilidad de nuestra plataforma impositiva. Es decir, de la escasez de ingresos genuinos del Estado con relación a su presupuesto de gastos. Los males que nos aquejan provienen de los intentos de financiar el desequilibrio, ya sea por emisión monetaria, con su impacto en el corto plazo, como por el endeudamiento público, con su impacto en el gasto fiscal en el mediano plazo. En 2023, por ejemplo, la deuda bruta del sector público alcanzó el 70% del PIB. El servicio de deuda (amortizaciones e intereses) del gobierno central totalizó US$ 4,7 mil millones, representando el 6% del PIB. En dicho año el PIB creció 0,4%.
Diagnóstico
El modelo adolece de tres grandes problemas:
- Variaciones frecuentes en los ciclos de oferta y demanda. Por los rezagos propios de la actividad, la producción no presenta una tendencia sostenida al crecimiento.
- Estas fluctuaciones de demanda y precios –junto a los riesgos climáticos asociados a la producción– crean inestabilidad de los ingresos fiscales. La base impositiva del país es muy sensible a los efectos de derrame del sector agropecuario al resto de la economía.
- Las fases ascendentes del ciclo económico tienden a favorecer el otorgamiento de conquistas sociales que luego quedan desfinanciadas en la fase contractiva, requiriendo financiamiento vía emisión o endeudamiento.
Los problemas crónicos que la economía enfrenta (déficit fiscal, inflación, atraso cambiario, subempleo, sobreendeudamiento, etcétera) tienen entonces su raíz en un modelo desactualizado que no puede satisfacer hoy las necesidades de la población. En lugar de enfrentar esta realidad, el sistema político recurre a prácticas que terminan agravando aún más la situación.
Cada visión de la economía tiene su diagnóstico y su terapia. Algunos pensarán que el sistema actual puede seguir con algunos retoques, otros dirán que hace falta cirugía mayor. La posición nuestra es que hace falta una profunda transformación modernizante de la economía –dentro de un sistema de mercados– con una presencia rectora del Estado en apoyo a la iniciativa privada.
Lejos de estar abogando por el desmantelamiento del Estado de bienestar (único en la región en materia de seguridad social, seguro de paro, acceso a servicios de salud y educación, entre otros) lo que pretendemos es construir una base económica que lo permita florecer nuevamente sobre cimientos más sólidos.
Las economías de los países no son modelos de góndola que se pueden adquirir y reemplazar. Son tapices socioeconómicos tejidos a lo largo del tiempo, con sus aciertos, contradicciones y vicios enquistados. Los cambios de orientación implican en la práctica un proceso transformativo gradual cuyos resultados raramente son inmediatos, pero no por ello deben postergarse.
Uruguay debe modificar sus costumbres económicas. Salvo circunstancias externas muy particulares, nuestra economía no se encuentra en condiciones de satisfacer las aspiraciones de una población que tiene demandas globalizadas pero insuficiente oferta para satisfacerlas. Para crecer y elevar los estándares de vida hace falta invertir en el país y en su gente durante un largo periodo. Cerrar la brecha que se ha abierto con el primer mundo requerirá el mismo grado de sacrificio y entrega que demostraron nuestros antepasados cuando arribaron a estas tierras.
Prioridades
El principal problema de largo plazo que enfrenta la economía uruguaya es su tasa de crecimiento endémicamente baja. Ella se traduce en una falta de creación sostenida de empleos productivos que permitan mejorar los estándares de vida de un sustancial segmento de la población.
Hay varias razones que explican esta situación, tanto externas como internas. En el plano internacional nuestro país no ha aprovechado importantes oportunidades para ampliar sus mercados y de esa forma integrarse a los flujos globales de una demanda estable. A su vez, la naturaleza primaria de nuestra oferta se caracteriza por un bajo nivel de empleo en comparación con las actividades industriales. El modelo al que nos aferramos se agotó ante un primer mundo que se aleja cada vez más sin abrirnos sus mercados, mientras que la integración regional sigue siendo un espejismo que se desvanece al acercarse.
En lo interno, el tradicional flagelo de la inflación ha retrocedido ante una política monetaria extremadamente restrictiva. Ello a su vez ha contribuido a un ciclo de fuerte atraso cambiario (valorización del peso frente al dólar) que –al aumentar los costos de producción medidos en esta divisa– quita competitividad a la industria manufacturera nacional, tanto en el mercado local como internacionalmente.
Pero la inflación y el atraso cambiario son, en última instancia, simplemente distintas formas de financiar el desequilibrio principal de la economía uruguaya: su déficit fiscal. Durante décadas el exceso de gasto público ha sido el talón de Aquiles de la gestión macroeconómica, causando inflación, recesión y excesivo endeudamiento.
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