Las de 2024 tuvieron el menor guarismo desde que en 1999 comenzaron a haber elecciones internas simultáneas en todos los partidos, participando únicamente el 36% de los habilitados. Parece ser toda una señal que dos de cada tres uruguayos no hayan ido a votar.
No obstante, más allá del debate que se ha impuesto acerca de si las elecciones internas deben ser obligatorias, lo cierto es que el buen funcionamiento de una democracia depende de que los ciudadanos respalden a los candidatos que participan en una carrera hacia la Presidencia y que conformarán un gobierno.
Por otro lado, es evidente que no todos los ciudadanos deben adherirse a un partido obligatoriamente. Pero ante la baja votación en las elecciones internas queda a la vista cierta incongruencia del sistema o del electorado, según se mire. Siendo el nuestro un ciclo electoral por etapas, la baja concurrencia en la primera de ellas, que es determinante para todas las demás pues define las forma y el contenido, “la arquitectura” –diría Óscar Bottinelli– de las opciones políticas de octubre, no se justifica este comportamiento del electorado. Y desde lo que sería una perspectiva sistémica, parecería oportuna una reflexión integral de todo el proceso electoral, como ya ha sucedido otras veces en nuestra historia.
De todas formas, este “desinterés” de parte de la ciudadanía puede motivar distintas lecturas. Por un lado, puede haber un cuestionamiento de fondo a las propuestas o alternativas que el sistema político ofrece a la ciudadanía. Por otro, puede ser también una causa de la perspectiva –a veces amarillista o farandulera– con que se mira la política desde los medios –basta ver el caso Orsi, por ejemplo–, que no tuvo la menor relación con los verdaderos problemas que tiene la gente en su cotidianidad. En esa medida, puede ser que una parte de la población venga emitiendo señales de disconformidad y de tedio.
Sin embargo, el politólogo Óscar Bottinelli, en un artículo publicado en julio de 2019 en relación con la baja votación que ya había sucedido en aquellas elecciones –cuando habían votado 4 de cada 10 uruguayos– titulado “Señales que no se quieren oír”, expuso otras razones, acaso más hondas, sobre este comportamiento en particular de nuestra ciudadanía.
“Hay que poner atención que la baja participación es señal de que la mayoría del país no cree en la importancia del voto como el instrumento para resolver los problemas del país, de la gente y de sí mismo, para construir el futuro colectivo. Que crece la desafección hacia el sistema político, la desilusión con la política, el descreimiento en los actores políticos”. Y en esa línea había sostenido en aquella ocasión: “El 56% de los uruguayos residentes en el país no votó nada y otro 4% votó solo opciones de carácter departamental, pero no de carácter nacional. […]La ausencia de participación no puede justificarse por la falta de abanico de propuestas. Es más profunda”.
En definitiva, este desencanto por la política que no es solo local ni regional, sino que es un problema transversal a Occidente, y que se acentúa con cada nueva elección, debería motivar alguna reflexión. También es posible que la cuestión de fondo tenga que ver con un desconocimiento de nosotros mismos, de nuestra historia democrática. Bottinelli decía algo que resulta muy interesante, visto a la luz de la actualidad.
“Existe la idea de que en Uruguay las elecciones siempre han sido obligatorias. En realidad, obligatorias de verdad lo son a partir de los comicios de noviembre de 1971, oportunidad en que comenzó a regir la ley reglamentaria que estableció controles y sanciones. El principio de obligatoriedad se estableció en la Constitución de 1934, pero de facto continuó el voto opcional por falta de reglamentación”.
De alguna forma, está claro que ese relato de que somos el país con mayor cultura democrática de América Latina no fue construido en base a slogans de campaña ni bajo el beneplácito de algún organismo internacional, sino que fue una construcción colectiva, con base en partidos políticos sólidos, que transitó distintas reformas constitucionales, diversos momentos adversos para la institucionalidad republicana, y que fue cimentando su propia identidad ciudadana y soberana en base a una praxis histórica que tuvo como todo quehacer humano, aciertos y errores. Hay que admitir, a su vez, que este proceso de desafección por la política no es nuevo, y ya 1966 se hablaba de este tema. Siendo justamente el retorno a la democracia con todo lo que ello significó lo que le devolvió el entusiasmo y la mística al proceso electoral.
Quizás no habría que olvidar la importancia de la formación ciudadana, el hecho de construir e incentivar desde la niñez la conciencia y el espíritu republicano. Para que la cultura sea, justamente, la barrera de contención frente a la erosión y menoscabo de la confiabilidad en las instituciones y en el sistema democrático. Porque cuando un 70% de los uruguayos no pretende incidir en la configuración de sus opciones electorales para elegir un nuevo gobierno hay una legitimidad que, uno podría pensar, parecería perderse.
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