Reformarse es vivir… Y desde luego, nuestra transformación personal en cierto grado ¿no es ley constante e infalible en el tiempo? ¿Qué importa que el deseo y la voluntad queden en un punto si el tiempo pasa y nos lleva? El tiempo es el sumo innovador. Su potestad, bajo la cual cabe todo lo creado, se ejerce de manera tan segura y continua sobre las almas como sobre las cosas. Cada pensamiento de tu mente, cada movimiento de tu sensibilidad, cada determinación de tu albedrío, y aun más: cada instante de la aparente tregua de indiferencia o de sueño, con que se interrumpe el proceso de tu actividad consciente, pero no el de aquella otra que se desenvuelve en ti sin participación de tu voluntad y sin conocimiento de ti mismo, son un impulso más en el sentido de una modificación, cuyos pasos acumulados producen esas transformaciones visibles de edad a edad, de decenio a decenio: mudas de alma, que sorprenden acaso a quien no ha tenido ante los ojos el gradual desenvolvimiento de una vida, como sorprende al viajero que torna, tras larga ausencia, a la patria, ver las cabezas blancas de aquellos a quienes dejó en la mocedad.
Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes. Sainte-Beuve significaba la impresión que tales metamorfosis psíquicas del tiempo producen en quien no ha sido espectador de sus fases relativas, recordando el sentimiento que experimentamos ante el retrato del Dante adolescente, pintado en Florencia: el Dante cuya dulzura casi jovial es viva antítesis del gesto amargo y tremendo con que el Gibelino dura en el monetario de la gloria; o bien, ante el retrato del Voltaire de los cuarenta años, con su mirada de bondad y ternura, que nos revela un mundo íntimo helado luego por la malicia senil del demoledor.
Somos la estela de la nave, cuya entidad material no permanece la misma en dos momentos sucesivos, porque sin cesar muere y renace de entre las ondas: la estela, que es, no una persistente realidad, sino una forma andante, una sucesión de impulsos rítmicos, que obran sobre un objeto constantemente renovado.
Hija de la necesidad es esta transformación continua; pero servirá de marco en que se destaque la energía racional y libre desde que se verifique bajo la mirada vigilante de la inteligencia y con el concurso activo de la voluntad. Si en lo que se refiere a la lenta realización de su proceso, ella se ampara en la obscuridad de lo inconsciente, sus direcciones resultantes no se substraen de igual modo a la atención, ni se adelantan al vuelo previsor de la sabiduría. Y si inevitable es el poder transformador del tiempo, entra en la jurisdicción de la iniciativa propia el limitar ese poder y compartirlo, ya estimulando o retardando su impulso, ya orientándolo a determinado fin consciente; dentro del ancho espacio que queda entre sus extremos necesarios.
Quien, con ignorancia del carácter dinámico de nuestra naturaleza, se considera alguna vez definitiva y absolutamente constituido, y procede como si lo estuviera, deja, en realidad, que el tiempo lo modifique a su antojo, abdicando de la participación que cabe a la libre reacción sobre uno mismo, en el desenvolvimiento de la propia personalidad.
El que vive racionalmente es, pues, aquel que, advertido de la actividad sin tregua del cambio, procura cada día tener clara noción de su estado interior y de las transformaciones operadas en las cosas que le rodean, y con arreglo a este conocimiento siempre en obra, rige sus pensamientos y sus actos. La persistencia indefinida de la educación es ley que fluye de lo incompleto y transitorio de todo equilibrio actual de nuestro espíritu.
Mientras vivimos, nada hay en nosotros que no sufra retoque y complemento. Todo es revelación, todo es enseñanza, todo es tesoro oculto, en las cosas; y el sol de cada día arranca de ellas nuevo destello de originalidad. Y todo es, dentro de nosotros, según transcurre el tiempo, necesidad de renovarse, de adquirir fuerza y luz nuevas, de apercibirse contra males aún no sentidos, de tender a bienes aún no gozados; de preparar, en fin, nuestra adaptación a condiciones de que no sabe la experiencia. Para satisfacer esta necesidad y utilizar aquel tesoro, conviene mantener viva en nuestra alma la idea de que ella está en perpetuo aprendizaje e iniciación continua. Conviene, en lo intelectual, cuidar de que jamás se marchite y desvanezca por completo en nosotros, el interés, la curiosidad del niño, esa agilidad de la atención nueva y candorosa, y el estímulo que nace de saberse ignorante (ya que lo somos siempre), y un poco de aquella fe en la potestad que ungía los labios del maestro y consagraba las páginas del libro, no radicada ya en un solo libro, ni en un solo maestro, sino dispersa y difundida donde hay que buscarla. Y en la disciplina del corazón y la voluntad, de donde el alma de cada cual toma su temple, conviene, aun en mayor grado, afinar nuestra potencia de reacción, vigilar las adquisiciones de la costumbre, alentar cuanto propenda a que extendamos a más ancho espacio nuestro amor, a nueva aptitud nuestra energía, y concitar las imágenes que anima la esperanza contra las imágenes que mueve el recuerdo, legiones enemigas que luchan, la una por nuestra libertad, la otra por nuestra esclavitud.
J. E. Rodó, Motivos de Proteo, publicado en 1909. Según manifestara Romeo Pérez Antón, integrante de la Sociedad Rodoniana en entrevista para La Mañana, “Motivos de Proteo es la obra filosófica por excelencia de Rodó”.
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