El mundo contemporáneo ofrece por doquier el lastimoso espectáculo de sus desgarramientos y enfrentamientos incesantes. El romántico sueño de nuestros abuelos acerca del “dorado porvenir” de la humanidad futura, tiempo en el cual las guerras serían definitivamente desterradas y en el que la fraternidad y la paz alcanzarían las dimensiones del orbe, aparece a los ojos del hombre de hoy –apenas tres generaciones más tarde– casi como una burla cruel. Paradoja siniestra, totalmente incomprensible al nivel de las simples consideraciones terrenas. Por una parte, la humanidad no ha podido contar jamás con los innumerables medios que la moderna tecnología nos ofrece para remediar el problema mundial del hambre y de la miseria, el drama de la ignorancia y del analfabetismo, de la enfermedad y del trabajo inhumano. Por otra parte, el siglo XX es el que ha batido todos los récords bélicos con un total de 71 guerras hasta ahora, más incontables revoluciones intestinas; es el siglo de los campos de concentración y de las cámaras de gases, el siglo de la carrera desenfrenada de armamentos nucleares, el siglo del trigo echado en el mar y del café quemado como combustible…
Los espíritus enceguecidos por la dinámica del siglo y por los slogans ideológicos publicitados internacionalmente pueden consolarse mediante la creencia obtusa y confortable de que un mejor ajuste de los controles nacionales o internacionales bastará para que la técnica, que es instrumento de servidumbre, se transforme en factor de liberación personal y social. Un mejor ajuste del mecanismo y… la humanidad realizará el viejo sueño romántico de los abuelos.
A la conciencia cristiana no le está permitido consolarse tan rápidamente y a tan bajo costo. A la luz de las realidades sobrenaturales, la indagación metódica de la paradoja dramática antes enunciada nos introduce en un panorama totalmente distinto. No se trata ya de un desajuste momentáneo de las sociedades actuales, ni de fallas en la administración de los bienes, ni de otras causas análogas. Lo que está en juego es muy otra cosa; es todo un concepto de la civilización, una doctrina del hombre y de la vida, un “sentido de las cosas” que se ha ido elaborando en el occidente cristiano a lo largo de los últimos cinco siglos. Esta visión del mundo se ha ido formulando en el descuido primero, luego en la desconfianza y, por último, en el desprecio sistemático del Evangelio y de los valores cristianos de vida.
El pensamiento oficial de la Iglesia, a través del juicio unánime de los Soberanos Pontífices de los últimos dos siglos –desde Pío VI hasta Pablo VI– ha afirmado permanentemente que la llamada “civilización moderna” no se ha construido en conformidad al Evangelio sino contra él. Sin negar las adquisiciones y méritos parciales en lo científico y técnico, la Iglesia ha sostenido siempre, sub specie aeternitatis, que el mundo moderno no es cristiano sino anticristiano. La disyuntiva es total y no admite posturas intermedias: o bien la civilización se edifica en el respeto de los derechos de Dios y del hombre, o, por el contrario, se edifica en la negación de tales derechos. La primera es la civilización del orden natural y cristiano, la segunda es la de la Revolución anticristiana.
Pese al juicio unánime del magisterio sobre el carácter inhumano de la cultura moderna, diversos grupos de clérigos y laicos han cedido –sobre todo desde principios del siglo pasado– a la eterna tentación del compromiso fácil con el mundo, no ya en lo que este tiene de valores positivos (actitud legítima) sino también en aquellos otros aspectos y valores anticristianos (actitud ilegítima), que hacen a la esencia del mundo moderno tal como históricamente ha ido evolucionando hasta hoy.
Carlos A. Sacheri (Buenos Aires, 22 de octubre de 1933 – 22 de diciembre de 1974) fue sociólogo, filósofo y profesor universitario. Ferviente católico, sus posturas contrarias el movimiento de sacerdotes tercermundistas lo pusieron en la mira de la guerrilla. Fue asesinado en 1974, frente a su familia, por el grupo guerrillero ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) La más difundida de sus publicaciones fue La Iglesia clandestina (1971), una denuncia contra el modernismo y la teología de la liberación.
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