La Venezuela de Maduro es el ejemplo de lo que ningún régimen político debiera de ser, pues reúne dos de los disvalores más inaceptables: ausencia de libertades y miseria económica.
Es el antimodelo. En nuestro país la coalición de izquierdas como globalidad ha sido muy poco enfática en condenar el fraude del reciente acto eleccionario, como asimismo ha estado muy poco predispuesta a darle un decidido apoyo a Maduro, como sí lo fueron puntualmente sendos comunicados del Partido Comunista local y el MLN (que ni siquiera fue homologado por su hermano mayor MPP ni por el candidato Orsi).
Ya ni los más claros admiradores de Chávez en la región se animan a defender la gestión actual de su heredero político. Curiosamente, las furibundas críticas que merecidamente recaen sobre el tiránico régimen venezolano, por parte de la comunidad periodística e intelectual, no son destinadas al consolidado régimen gobernante en Cuba, que al parecer –quizás como una suerte de derecho por antigüedad– pasa por debajo de tales radares.
La pérdida de garantías individuales es inadmisible, sea que provengan de uno u otro signo ideológico, sea de izquierdas o de derechas. Son aquellas garantías inherentes a cualquier ciudadano, sin importar su condición, identidad o cultura. Son esos derechos humanos de primera generación, como la libertad de expresión, de asociación política o social o religiosamente, la libertad ambulatoria, y la libertad de hacer oposición política a un gobierno. Abundan evidencias de que el régimen de Maduro mantiene presos políticos, candidatos proscriptos, crímenes y torturas de sus propios laderos que no son investigados realmente, y que no hay elecciones verdaderamente libres con los mínimos controles. La democracia confirma que goza de cierta salud cuando ocurre la alternancia en el poder.
La mayoría de los venezolanos vive en una permanente crisis económica que configura una singular paradoja con el dato de que son una de las máximas reservas de petróleo en el mundo. Tal sarcasmo solo afirma la ineficiencia gobernante de un régimen. Al igual que tantos países hermanos, Uruguay es prueba elocuente del exilio de tantos millones de venezolanos que han abandonado su tierra, sus costumbres, sus afectos de toda la vida, para buscar una calidad de vida un poco mejor. Pocos indicadores como estos son muestra de los desastres cometido por un régimen. La comunidad cubana aquí tampoco le va mucho a la zaga en números. Otra confirmación donde abundan los relatos de que desde Guyana hasta aquí se vienen en un largo peregrinaje por tierra hasta nuestra frontera.
Cuando la movida social es tan contundente, como los casos de estos exilios masivos, quedan de lado los sesudos análisis de escritorio. No se puede tapar el sol con las manos.
Pero cualquier análisis acerca de Venezuela sería incompleto si, de pique, se descarta la dimensión geopolítica de la cuestión. No es el madurismo un huérfano de apoyos, sin back up de ningún tipo. Fue felicitado por China, Rusia e Irán por la impostada victoria electoral. Tales potencias (China y Rusia, sobre todo) han apostado fuerte a sus intereses comerciales enclavados en el país caribeño, lo que configura una suerte de reedición de la Guerra Fría entre potencias centrales, de un mundo bipolar que en otras décadas supo hacerse “caliente” en nuestros países periféricos. Con las consabidas secuelas que dejan sus sedimentos de fractura a más de una generación.
Concluyendo nuestra somera mirada, no pasa inadvertida la actitud que estaría llevando Brasil, de mantener siempre un amplio diálogo tanto con el oficialismo como con la oposición. Por ese andarivel sería la línea adecuada para una salida lo menos dramática posible, evitando así escenarios más desgarradores que los actuales. Quizás apelando a una política de reducción de daños o una teoría del mal menor, a fin de visualizar una salida para los actuales venezolanos y para las próximas generaciones de venezolanos que vendrán.
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