Romeo Pérez Antón es doctor en Derecho y Ciencias Sociales, investigador en Ciencias Políticas. Es investigador y docente en la Universidad de la República, la Universidad Católica y el Centro Latinoamericano de Economía Humana (Claeh). Preside el Consejo Directivo del Claeh (2012). Miembro del Grupo de Trabajos sobre partidos políticos del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso). Como investigador y docente en Ciencia Política se especializa en partidos uruguayos, políticas exteriores y teoría política de las integraciones. Es catedrático de la Universidad de la República y de la Universidad Católica del Uruguay y docente de posgrado en la Universidad de la República y el Claeh. Es profesor y conferencista en universidades de Argentina, Brasil, Chile, Estados Unidos, España, Francia, Portugal y Bélgica, así como consultor de OEA, PNUD y Unión Europea.
¿Cómo nació su interés por el Rodó filósofo y, en especial, por la ontología rodoniana, reflejado en su libro La apertura ontológica de José Enrique Rodó?
Desde que comencé a leerlo, en mi adolescencia, me impresionó en Rodó tanto su estilo de magistral prosista como la claridad y amplitud de sus ideas, de su pensamiento. No percibí desde el inicio de mis lecturas su condición de filósofo, porque carecía yo del mínimo de cultura filosófica para captarlo en ese carácter. Un poco más adelante, acuciado en mi primera juventud por múltiples interrogantes filosóficas y mientras leía algunos filósofos clásicos y contemporáneos, nunca leí a Rodó sin interesarme más en qué decía que en cómo lo decía. Aunque disfrutaba invariablemente su estilo, sus largos y arquitectónicos párrafos. Lo admiraba entonces como un ensayista de ideas y como crítico de la literatura hispanoamericana.
En una tercera instancia, cuando me sumergí en largas lecturas de Motivos de Proteo, barrunté su originalidad filosófica, pero no lo asumía como filósofo: antes de que me guiaran a hacerlo quienes nombraré de inmediato. Me convencí ya entonces, sin embargo, de que Rodó se había nutrido ampliamente de lecturas de filósofos y teólogos. Creí comprobar, y me ratificaba en ello cuanto más lo leía (accediendo inclusive a El Camino de Paros y los Últimos Motivos de Proteo), que seguía el movimiento de las ideas filosóficas y religiosas, en libros de su tiempo y probablemente también en revistas culturales, sobre todo en la Revue des Deux Mondes.
José Gaos, Arturo Ardao y Helena Costábile afirmaron a Rodó como filósofo cabal, a partir de la década de 1940 y en ese orden cronológico. También lo hizo Emir Rodríguez Monegal en los cincuenta, con énfasis algo menor. Me llegaron esas afirmaciones en mi madurez (avanzada ella), aunque algunas tenían varias décadas, y apoyado en ellas llegué a asumir sin reticencias al Rodó filósofo. Nunca dudé, ni en la época de aquellos barruntos ni al convencerme de esto, de la sistematicidad de la filosofía rodoniana. Nunca pude entenderlo como un pensador hondo, pero fragmentario o determinado por asuntos específicos. Siempre encontré en él una reflexión evolutiva, pero sin contradicciones o reorientaciones que marcaran etapas disjuntas o rupturas.
Busqué entonces ensayar una filosofía orgánica, que obviamente Rodó no redactó como tal (salvo en un esquema primario de Motivos de Proteo, sustituido después por lo que conocemos, el texto multiforme, que no significa asistemático). El esfuerzo por pergeñar esa filosofía orgánica me llevó a postular una ontología rodoniana, a leer los diez o doce primeros capítulos de los Motivos como ontología cabal, ligada casi inexorablemente a los presocráticos y enganchando mediante un cierto pitagorismo la ontología con la teoría del conocimiento. Me parece fácil (aunque no lo intento en este libro) encontrar en los textos de Rodó las ligazones de su ontología con su metafísica, su filosofía social, su estética, su ética.
¿Puede decirse que es un diálogo filosófico con Motivos de Proteo?
La Apertura… es un diálogo filosófico, principal aunque no exclusivamente, con Motivos de Proteo. Yo diría que es un diálogo con ese libro, con los Últimos Motivos de Proteo y con El Camino de Paros, sin que falten a él pasajes de Ariel, de El Mirador de Próspero y aun de los escritos del joven Rodó en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales. Aclaremos: el diálogo no supone ponerse a la altura de aquel con quien dialogamos. Todo lector dialoga con el autor de un texto, esta es una enseñanza temprana e incancelable del mismo Rodó. Lo cual vale muy especialmente para exposiciones ontológicas.
Creo imposible presentar la ontología de un pensador sin presentar para hacerlo la propia ontología. Esta necesidad se desprende de la radicalidad de la ontología. Como se trata de las determinaciones iniciales del pensar (la ontología es filosofía primerísima), sus conceptos son casi todos indefinibles por remisión a conceptos definidos (por ejemplo, a género próximo y diferencia específica), deben definirse, pues, contextualmente, en su relación con los otros indefinibles ontológicos. Cualquier reconstrucción del discurso ontológico de otro, exige que el que reconstruye, vale decir, el que establece una ontología que no ha sido comunicada formalmente como tal, declare a los receptores qué entiende al agregar ciertos conceptos a los que aquel otro empleó, de modo que todos ellos queden contextualmente definidos. En concreto, quien lea La Apertura… se enterará en líneas generales de mi ontología y de cómo reconstruyo la de Rodó. La ontología que importa, naturalmente, es la de Rodó, no la mía. Escribí el libro para inducir una recepción de la ontología rodoniana, no para expresar la mía, pero entiendo que debía aludir a esta para jugarle limpio al lector, que busca como yo busco asumir lo mejor posible un pensamiento radical original, instruido tanto como creativo. Jugar limpio porque, en resumidas cuentas, una red de definiciones contextuales se tiende sobre otra red de definiciones contextuales para interpretarla.
¿Por qué la atención especial en esa obra?
Porque Motivos… es el libro más filosófico de Rodó. Aunque se impone integrarlo con los Últimos Motivos, formando el ciclo que Rodríguez Monegal, Roberto Ibáñez y otros denominan Proteo. Hay, en mi opinión, claves ontológicas en los Últimos Motivos, algunas estrechamente vinculadas con los primeros capítulos de los Motivos publicados en vida de su autor. Al leer el ciclo, y aún más allá, toda su obra édita e inédita, se perfila un nuevo Rodó, más nítidamente filosófico. Los propios cuadernos en que Rodó preparaba el “Proteo” abonan claves de interpretación de lo publicado por él o que él dejó en redacciones casi definitivas. El pitagorismo rodoniano, en rigor, lo que yo llamo el parapitagorismo rodoniano, surge más claramente de aquellos cuadernos, como ha establecido Elena Romiti, e ilumina los textos de los Motivos y de los Últimos Motivos.
Leer totalmente y leer exegéticamente a Rodó constituyen, a esta altura, imperativos insoslayables, según creo.
Por momentos indaga en las huellas de Heráclito y Parménides, y luego en las de Pitágoras. ¿Por qué esa elección? Movimiento y cambio, por un lado, y la permanencia por el otro, ¿pueden coexistir?
Por más que Rodó no cita ni a Heráclito ni a Parménides en los primeros capítulos de los Motivos, capítulos a los que doy mucha importancia, me parece claro que los tenía presentes al redactarlos. Aplico aquí lo que me parece una clave para leer a Rodó con la profundidad debida: él empleaba con frecuencia la elipsis (eliminación del referente en la alusión escrita, dándolo por consabido) y la paralipsis (aludir al referente de modo oblicuo o bajo apariencias de no hacerlo). En el libro trato de justificar la identificación de dicha clave y, de hecho, la aplico en la sistematización de la ontología rodoniana que intento.
El caso de Pitágoras es un poco diferente, porque Rodó lo menciona mucho más. Pero corrobora mi postura sobre la necesidad de suplir las referencias que Rodó disimula en las figuras de la elipsis y la paralipsis, ya que las investigaciones de Elena Romiti han encontrado en los cuadernos preparatorios de los Motivos menciones muy numerosas de los pitagóricos, que solo en número mucho menor pasan en definitiva al texto de esa obra.
Respecto del porqué de vincular a nuestro pensador con los presocráticos, yo diría que Rodó se vale de los fragmentos de ellos (ya publicados entonces, aunque hoy se disponga de algunos más, no demasiados) para situarse en el nivel propiamente ontológico de la reflexión. Para instalarse morosamente en ese nivel, para no permitirse el apresuramiento por pasar a la metafísica o la filosofía social o la ética. Que en su momento deben desplegarse, pero regidas efectivamente por una ontología madura, bien desarrollada. Esta actitud dota al pensar de Rodó de una robusta actualidad, en buena medida, de un carácter precursor de indagaciones ontológicas posteriores. Digamos, finalmente, en este punto, que Rodó se sitúa en el horizonte de los presocráticos y toma muchos elementos de ellos, pero manteniéndose constantemente libre, creativo, moderno y aún, como decíamos, precursor.
La segunda pregunta nos lleva al gran asunto heracliteo-parmenídico: el movimiento de todo lo que es o su permanencia. En concreto, ¿pueden coexistir el cambio y la permanencia? La respuesta constituye una premisa de toda la ontología (y por eso Rodó, en un alarde de lucidez, abre con su definición en este punto Motivos de Proteo) y consiste, a mi entender, en lo siguiente. Cambio y permanencia no sólo pueden coexistir sino que su coexistencia como realidad percibida y como percepción inteligible y memorizable es condición de posibilidad. En términos más simples: el cambio sin permanencia no podría existir ni, por tanto, ser conocido. Probablemente deba asimismo afirmarse la inversa, no podría existir ni ser conocida la permanencia sin cambio, pero esta última aserción requiere mayor investigación, por lo que conozco. Quizás resulte posible la permanencia sin cambio real, aunque no la percibida. Reside aquí la cuestión de la sustancia divina, respecto de la cual puede concebirse su pura permanencia o la permanencia y el cambio, porque si la divinidad actúa cambia, ya que otra premisa ontológica es que la acción es una modalidad del cambio (tópico que Rodó explora en “Motivos” y en los “Últimos Motivos”). Téngase en cuenta, a todo esto, que cualquier cambio o movimiento (desplazamiento o cualquiera de las numerosísimas formas del movimiento) supone un móvil o aquello que cambia. Pero ese móvil o ese algo suponen tanto constancia como cambio, incluso el cambio de sí mismo (“reformarse es vivir”) requiere como condición de posibilidad alguna permanencia, así se trate de la permanencia del proyecto o designio o voluntad de cambio, proyecto permanente aún si pasa de no cumplido a cumplido.
Con todas estas circunstancias asumidas con consciencia plena o incompleta, Rodó arbitra con Pitágoras entre Heráclito y Parménides: la consciencia humana introduce la permanencia en un cosmos en principio hercliteo: esa permanencia parmenídica que introduce consiste en comprensión esencial temprana y captación más intelectual que emocional de armonías conscientes, mundanas, cósmicas y religiosas. Es lo que expongo en “La Apertura”, con diversas transcripciones de textos rodonianos.
También se enfoca en la instauración crítica del sujeto moderno. ¿Esta podría ser una forma de leer a Rodó en el siglo XXI tomando hoy al sujeto digital?
Contestaré muy sucintamente esta pertinente pregunta, que se dirige no a Rodó sino a nosotros, a la luz, eso sí, de la crítica rodoniana del sujeto moderno. La condición digital que hemos adquirido o que es el ambiente en que vive el siglo XXI es un punto de apoyo para medir en qué medida la crítica de Rodó al sujeto moderno alcanza también al sujeto posmoderno, pese a que Rodó no conoció, obviamente, la posmodernidad y la revolución digital o cibernética. En el libro, sostengo que la crítica que nuestro pensador proyecta sobre la humanidad moderna contribuye a una crítica que recaiga sobre la humanidad posmoderna, aunque no agote esta segunda crítica. Y eso porque, según entiendo, el sujeto posmoderno no es diferente en su consciencia al sujeto moderno. Vive en otro ambiente (por la digitalización, entre otros parámetros), pero no ha cambiado respecto de la modernidad sus categorías de análisis, sus patrones éticos, los remanentes ontológicos del positivismo y la filosofía de la ciencia, etc. La posmodernidad, por ende, está repitiendo la deserción de la consciencia moderna: conoce las condiciones de la emancipación, pero no la realiza, no se atreve, se refugia en construcciones de los comienzos de la modernidad, entre 1750 y 1850, principalmente en las ideologías sociales y políticas. Me refiero a Occidente… lo demás es aún menos plausible.
¿Qué tiene que decir Rodó al mundo de hoy? ¿Acaso ejercer la tolerancia? ¿Qué hace que sea traducido al principal idioma de la India (el hindi) y al chino mandarín?
El mensaje de Rodó al sujeto moderno sigue válido para el sujeto posmoderno: revísate críticamente a ti mismo. Entre otros múltiples aspectos, la tolerancia es un eje de autocrítica y autorreforma de las consciencias (la modernidad, y hasta hoy seguimos en las mismas, desarrolló considerablemente la crítica de las sociedades, pero descuidó la crítica de nuestras consciencias, y así, fracasó en comprender las tragedias que causó, por lo cual tiende a repetirlas, en lo que la posmodernidad no innova).
Hasta que llegaron los precursores de la modernidad, la filosofía moral tendía a la reticencia respecto de la noción de tolerancia. No es que antes de esos precursores se preconizara (en filosofía, no hablamos aquí de conductas concretas) la imposición de ideas y concepciones, menos aún la verdad única de los totalitarismos que después vendrían. Se desconfiaba de la tolerancia porque se la entendía próxima al relativismo y aún al escepticismo gnoseológicos. La tolerancia podía encubrir o deslizarse fácilmente hacia la indiferencia en relación con la verdad, más precisamente, con la distinción de verdad y error, verdad y engaño, verdad e ignorancia.
Y bien, el Occidente moderno ha cultivado, por buenas razones, la convivencia pacífica en la pluralidad de las concepciones antagónicas. Ese es un logro irrenunciable, al que aún deben llegar otras civilizaciones y que traicionan cotidianamente unas cuantas naciones occidentales. Pero el cultivo de la convivencia de los discrepantes ha acarreado dos consecuencias negativas: la erección de una mera situación en un valor (me refiero a la diversidad) y el abandono de la verdad como aletheia (el brillo, la eficacia, lo performativo de una proposición verdadera) y de la verdad como negación del error, del engaño y de la ignorancia. Estas consecuencias redundan en ausencia de disputas en una plácida convivencia de perplejos, conformistas y resignados.
La tolerancia que Rodó profesó y ha recomendado no sólo no se desliza hacia el escepticismo, el relativismo o la perplejidad, sino que, por lo contrario, surge de una concepción de la verdad ampliamente desarrollada en su obra. Rodó reconoce una verdad asequible y. de hecho, constantemente incrementada por la experiencia y la indagación- Una verdad, eso sí, inagotable y más aún, insondable (la verdad evangélica inclusive, que proclama como insuperable, pero cuya recepción progresivamente profundizada es tarea inacabable de la humanidad). Una verdad, y reside aquí el fundamento de la tolerancia rodoniana, siempre compartida por los discrepantes: dado un riguroso antagonismo, las opiniones en disputa no pueden revestir el mismo valor de verdad, pero todas pueden poseer, y de hecho `poseen, elementos o fragmentos o vislumbres de verdad. La tolerancia consiste en identificar, admitir expresamente e incorporar a la propia concepción, mientras se sustente como la más verdadera, aquellos elementos o vislumbres. En estos términos, la persuasión se vuelve mucho más probable, en desmedro de cualquier clase de imposición, derivada de cualquier clase de asimetría o condicionamiento.
La tercera pregunta alude a las recientes traducciones de Ariel al chino mandarín y al hindi. ¿Por qué se lo ha traducido a estas lenguas? Creo que han operado a tal efecto tres factores: la globalización impelida por la comunicación digital, la expansión del idioma español y el aumento de los vínculos culturales entre las periferias (la intercomunicación sur-sur, que no debe confundirse con el más que dudoso Sur Global). Bajo estas tres dinámicas, no puede sorprender el interés en Rodó surgido en otros ámbitos civilizatorios, ya que Rodó es una de las vigencias más universalizables de la reflexión latinoamericana.
Rodó ilustró su profundo pensamiento filosófico a través de parábolas o cuentos simbólicos. Para quienes tenemos un tanto remotas las parábolas, ¿podría ayudarnos con alguna referencia muy sintética de algunas de ellas?
Me parece claro que en Mirando jugar a un niño Rodó ilustró su proposición según la cual “la voluntad inventa”, en el doble sentido de inventar (idear o descubrir). Vale decir, conjugadas (Rodó es un maestro en la percepción de las posibilidades que abre la aplicación o ejercitación conjunta de las facultades o potencias de la subjetividad), la voluntad y la imaginación conducen a intelecciones cabales, de donde pueden ofrecerse patrones de conducta anteriormente inasequibles.
La Respuesta de Leuconoe busca inducir la asimilación y eventualmente la experiencia de la posibilidad de ir siempre más allá de lo sabido. Según interpreto, el fascinante espacio que Leuconoe ofrece al Emperador es el espacio del conocimiento, el espacio aún no transitado de la verdad.
Peer Gynt mantiene en Rodó, según interpreto, el mismo sentido que le dio Ibsen. Al tomar el símbolo sin resignificarlo, Rodó busca enfatizarlo. Al incluir al personaje en el contexto de los Motivos, el pensador uruguayo vincula estrechamente la decisión al destino, el actuar es condición necesaria de la realización de la esencia humana. La incapacidad de decidir u optar es una condena, un infierno que el sujeto se inflige a sí mismo. A menudo, tal incapacidad se disfraza de deseo de poseerlo todo, pasión de experimentar el mundo entero: hay que equilibrar experiencia con decisión y proyecto que la rija. Magnificar la experiencia implica disminuir la personalidad, quitarle la actividad sobre sí misma y su programa vital.
En esta parábola Rodó roza una de las fuentes de la angustia, pero la trata en términos intelectuales, normativos. Falta la angustia como emoción o sentimiento.
Los seis peregrinos alude también a la actividad humana y enfoca esa actividad en el alto nivel de la vocación y, todavía a más alto nivel, la vocación a la conversión, a una nueva vida generada por una nueva verdad. Aún a este nivel, supremo o virtualmente supremo, Rodó fustiga el exclusivismo, la unidimensionalidad diría Marcuse: aun yendo a encontrar al maestro que le ha guiado a convertirse en apóstol, el sujeto no se consuma corriendo a la meta sin prestar atención al viaje (como el espartano), se consuma si en el viaje aprende y conoce, hasta llegar al encuentro que cambiará su vida. Los dos llegan, el espartano y el ateniense, los dos serán apóstoles, pero el primero llega tal como era al emprender la travesía, el segundo llega enriquecido por las transformaciones del camino. El peregrino ático no es exclusivista, se abre a nueva experiencia sin olvidar ni desertar de la meta, equilibra la reforma del mundo con la reforma de sí mismo. Será, así, mejor apóstol que el lacedemonio.
En Ariel (1900), el profesor Próspero –protagonista de la obra– cuenta a sus discípulos la “Parábola del rey hospitalario”. ¿Cómo aplicaría hoy a una sociedad que se expone en redes?
La parábola del Rey Hospitalario, incluida en Ariel, recae también sobre comportamientos de un Actor que Reforma y se Reforma (el ser humano). Y recalca, como otras, la gravitación del equilibrio, noción indispensable para entender la ética, la filosofía social y la concreta gestión política de Rodó. La validez y el juicio sobre cualquier acto humano describen una curva que, según la índole de ese acto, asciende en virtud de la presencia o intensidad de ciertos elementos o factores y, al llegar a un punto, entra en declinación también por la presencia o intensidad de esos mismos elementos o factores. Vale decir, “todo es cuestión de medida”, como expresa desde siempre la sabiduría popular. No vale enjuiciar conductas sólo porque ostentan o no determinadas razones o consecuencias; debe ponderarse siempre la magnitud o la cantidad de esas cualidades.
La parábola del Rey Hospitalario constituye un himno en prosa a la sociabilidad, la apertura cordial y mental, la simpatía y la empatía, la solidaridad, el don de gentes, la abnegación, el compartir generosamente. Así vivía el Rey. Pero era igualmente celoso de un factor de equilibrio, de un límite, de una reserva. Mantenía en su morada una pieza clausurada, prohibida a todos menos a él mismo. En esa pieza se recogía para pensar y regular su sociabilidad, su entregarse a todos, su abnegación. Su reformarse para reformar. Si perdiera o se desentendiera de ese espacio íntimo, el Rey dejaría de ser libre. Pasaría de actor a actuado. Se despersonalizaría y se convertiría en el producto de su entorno, de las cosas y los sujetos convivientes. Caería su vitalidad espiritual, es decir, su potencia de vivir, porque ni se reformaría ni volcaría determinaciones a su alrededor.
La posmodernidad, digital y sobrecomunicada, parece repudiar el dualismo interioridad-exterioridad del sujeto, porque parece ensayar la anulación de la primera, sumergirse en la pura exterioridad, absolutizar el “ser como todos”. La modernidad debilitó y la posmodernidad tiende a cancelar la vida interior. El Rey Hospitalario atiende a todos en lo que era su espacio íntimo. Dejará pronto de reinar y de consagrarse a los demás. Caerá en el despotismo y su hospitalidad se transformará en breve en yoísmo caprichoso. Crítica rodoniana del sujeto moderno y posmoderno.
¿Qué vienes a buscar? Solo en lo hondo de ti mismo está la redención. ¿Podría ser el Conócete a ti mismo?
Sí, comprende el “conócete a ti mismo”, pero no se limita al conocimiento. En el fondo de ti mismo reside la redención y la redención implica conocimiento, pero no consiste sólo en conocimiento o esclarecimiento. Es transformación completa del sujeto, en todas sus potencias. Suele cometerse el error de leer a Rodó como un intelectualista extremo. Rodó es un intelectualista moderado, en varios sentidos, por lo pronto en tanto atiende todas las capacidades del sujeto, la razón junto con la voluntad y la sensibilidad. En la interioridad, afirma, reside la redención y el empleo por Rodó de esta palabra debe llevarnos a ahondar en el contenido de ese mensaje.
Sería también erróneo, en mi opinión, entender “el fondo de ti mismo” como el término de una inmersión solipsista, hiperindividualista. Una vez más, Rodó es un individualista moderado; más precisamente, es tan individualista como socialista. El fondo de cada uno es tanto individuo como sociedad, tanto subjetividad como intersubjetividad. Venimos de señalarlo respecto de la parábola del Rey Hospitalario y en el libro interpreto así a Rodó en otros pasajes y otros contextos. La redención que yace en el fondo de cada persona no implica que cada persona sea su redentor, se autorredima; implica que sólo en el plano más radical de la subjetividad se abren las condicionantes de la redención, las interiores conjugadas con las exteriores, entre estas últimas las que pone otra persona u otras personas.
¿Lo abstracto se convierte en realidad? ¿Si el hombre quiere puede? ¿Individuo de la especie o persona?
Estas son tres excelentes preguntas, tres preguntas cabalmente filosóficas. Las respondo de a una, aunque se vinculan estrechamente.
En cuanto a si lo abstracto se convierte en realidad, debo remitirme a “La Apertura Ontológica de José Enrique Rodó”, donde no encuentro afirmaciones de que lo abstracto se convierta en realidad (lo abstracto se extrae de la realidad, proviene de ella, según entiendo a Rodó y también en mi concepto). Lo que encuentro en textos rodonianos en que me detengo es una afirmación distinta pero de igual estructura: la imagen posee de por sí una virtualidad de realización. Puede entenderse en esos textos “imagen” no sólo como representación plástica (la imagen del fotógrafo, el pintor, el escultor, el dibujante) sino, más ampliamente, como objeto plenamente estructurado y determinado, muy análogo entonces al ente aristotélico, un ser o un existente concreto. Esta imagen tendería a realizarse, tendería a pasar de lo posible a lo efectivo, en términos de la ontología clásica. El ente posible tiende a existir, diría Rodó, según lo interpretamos. Es audaz y desafiante.
Acerca de la segunda pregunta, si el hombre quiere…puede, yo traería a colación cuanto dijimos sobre el pensar por equilibrios, por curvas de factibilidad y estimación, un pensar tan propio de nuestro pensador.
Rodó es un filósofo especialmente atento a lo voluntario. Investiga esmeradamente la índole y el alcance de la facultad volitiva, estudia las modalidades de su despliegue, la encuentra operando conjuntamente con el intelecto, con la vocación, con los estímulos, con las relaciones sociales, con la obra consumada. Fustiga el desgano y la indecisión. En “La Pampa de Granito” señala su poderío, su eficacia. Pero no es un voluntarista extremo. No atribuye omnipotencia ni siquiera al más refinado ejercicio de la voluntad. Aprecia en alto grado la voluntad colectiva, de los grupos, las naciones, las civilizaciones. Pero no la absolutiza. Una vez más, la curva que asciende y puede descender precipitadamente.
Tercera interrogante, cómo concibe Rodó a cada ser humano concreto, como individuo de una especie o como persona. Esto nos pone ante la identificación más definitoria de su filosofía. ¿Fue un pensador naturalista (bajo variantes positivistas, de dualismos biopsíquicos u otras) o fue un pensador espiritualista? Habría que acumular muchas páginas, con numerosas transcripciones de textos rodonianos, con distinción de etapas de su reflexión.
Podemos decir, muy sumariamente, que Rodó fue educado en el espiritualismo católico, que tuvo en su juventud un período positivista (declarado por él al abandonarlo, razón por la cual cabe dudar si se trató de un positivismo vivido o más bien especulativo, casi metodológico). Tras este segundo período, adopta francamente las premisas del espiritualismo francés que proviene de Maine de Biran y culmina en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX con Boutroux, Renouvier, Bergson, Fouillèe, el propio Guyau. Está la cuestión de hasta dónde se vinculó a Renan, cuya historiografía admiró mucho, sin dudas. En línea con dicho espiritualismo, Rodó deja de lado las nociones positivistas que asoman todavía en “Ariel”, se aleja del naturalismo y desarrolla una sólida filosofía personalista, cada vez más cercana al catolicismo de su primera juventud.
Ud. mismo dejó planteada una incógnita: Rodó habla de la muerte, pero no de la angustia. Y no es que no la haya conocido. Sufrió de depresión por lo menos en dos ocasiones ¿Qué lectura se puede dar al respecto?
La angustia no representa un tema del Rodó édito. Tampoco figura en sus papeles íntimos, por lo que de éstos se conoce hasta ahora. Otra cosa es su biografía, en la que constan algunas hondas depresiones. Tampoco la muerte es, en rigor, un lugar sobre el que haya filosofado. Allí está “La Despedida de Gorgias”. Imposible de leer sin ponerla en paralelo con las apologías de Sócrates, de Platón y Jenofonte. Sócrates, en trance de ser ejecutado, toca con sus discípulos el gran asunto de la muerte personal. Lo toca con calma, sin angustia o conteniendo la angustia, pero lo toca. Gorgias, no. Gorgias y sus discípulos hablan solamente de la vida, una vida que terminará también, como la de Sócrates, por una ejecución inminente. En el libro interpreto esto como una huida rodoniana de la muerte. No hay en la obra de Rodó magisterio sobre la muerte, ni de Próspero ni de Gorgias. Sólo despedidas. Creo que tenemos derecho a echar de menos una página de Rodó sobre la muerte, que no se reduce a despedidas.
La apertura ontológica de José Enrique Rodó
En la sala Juan Pablo Terra de Uclaeh se presentó el 26 de junio de 2024 el libro de Romeo Pérez Antón La apertura ontológica de José Enrique Rodó. Acompañaron al autor el Prof. Jorge Liberati y el presidente de la Sociedad Rodoniana, Lic. Ramiro Podetti.
En este libro, Pérez Antón postula el abordaje consciente por Rodó de los mayores asuntos ontológicos y la sorprendente actualidad de su pensamiento en ese plano. Sostiene asimismo la subordinación de la estética, la ética y la filosofía sociopolítica de Rodó a su fecunda ontología, subordinación que propicia una interpretación innovadora de tópicos rodonianos como la acción, el optimismo, los valores, la reforma social, la afirmación de la democracia, la crítica literaria como segunda creación.
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