La secuencia de crímenes y venganzas encadenadas que se desató en 2013 después del asesinato de Claudio Cantero, uno de los líderes de Los Monos, hizo que la prensa desempolvara uno de los títulos más antiguos de Rosario, el de “la Chicago argentina”. Las estadísticas justificaban esa referencia que aludía a la penetración de las bandas de narcotraficantes en la vida cotidiana de la ciudad al revelar una tasa de homicidios que triplicaba la media nacional. Y la Historia ofrecía no solo un término de comparación sino un indicio de la magnitud del fenómeno, que sobrepasaba los asuntos de la crónica policial y ponía en crisis a las instituciones de gobierno y justicia.
La banda Los Monos volvió a poner en curso la palabra mafia, un término de reciclaje periódico en la historia criminal argentina. Desde sus primeros usos, a principios del siglo XX, cuando la prensa lo extendió a grupos de inmigrantes sicilianos y calabreses, el término suele aplicarse para designar diversos tipos de delincuencia. El denominador común es la organización sostenida en el tiempo de una actividad ilegal, con características similares a las que adopta una empresa común, lo que la diferencia del delito impulsado por la miseria, la pobreza y la desesperación, ese objeto privilegiado de la preocupación policial y judicial.
Entre las actualizaciones más recientes, y entre tantas distorsiones, la familia Cantero y sus redes aparecen como un regreso a las fuentes, con su riguroso código de lealtad, silencio y venganzas y su convicción de que las discordias y los negocios sucios se resuelven lejos de las miradas de los extraños y con prescindencia de la opinión pública. Tanto que parece eclipsar a su antecedente mítico en Rosario, el de las bandas que cometieron secuestros y resonantes crímenes durante la Década Infame bajo las órdenes de Juan Galiffi, Francisco Marrone, Chicho Grande y Chicho Chico.
Pero “la Chicago argentina” tuvo en su origen un sentido distinto para hablar de Rosario. El registro más antiguo del término se encuentra en 1870, en una crónica del periodista Héctor Varela publicada en el periódico La Inmigración: “Ninguna ciudad en la Republica presenta ese fenómeno de desarrollo e incremento, de levantarse casi de la nada”, decía. Las grietas y el costo social de esas transformaciones no tardaron en aparecer en el próspero mundo de las finanzas. La utopía comercial comenzó a revertir su significado, y otros títulos empañaron la imagen de Rosario: “ciudad de los crímenes”, asilo de “desertores y criminales que no hacen caso de la autoridad”, “ciudad de los burdeles”. En octubre de 1932, cuando un sicario asesinó a Silvio Alzogaray –corresponsal del diario Crítica– porque sus insinuaciones entre líneas sobre las actividades mafiosas habían molestado a Juan Galiffi, el diario de Natalio Botana afirmó: “Nunca como hoy Rosario mereció llamarse la Chicago argentina”.
Nunca como en mayo de 2013, cuando la ciudad se convirtió en territorio de la cacería que iniciaba un grupo en busca de sus rivales, en una operación de venganza ritual que sostiene hasta el presente. Las ejecuciones sumarias se impusieron a la Justicia, generalmente morosa y corta de vista en sus indagaciones, y el poder de fuego y la capacidad de sobornar a los policías que debían investigarlos pulverizaron la retórica del combate al crimen organizado. Aquello que hasta entonces había transcurrido más o menos desapercibido, relativizado como una cuestión folclórica por la policía y en apariencia confinado a los márgenes, emergía con toda su impunidad y su violencia y descorría el velo de los hoteles cinco estrellas, los paisajes artificiales con reminiscencias del trópico y el desarrollo inmobiliario, donde en verdad ya parecía difícil distinguir las inversiones provenientes de la economía formal de las derivadas de las utilidades del narcotráfico.
Nunca como en marzo de 2017, cuando la Justicia absolvió en primera instancia a los acusados por el crimen de Cantero y dejó la impresión generalizada de que una vez más claudicaba y se desentendía de un episodio prototípico del crimen mafioso, esa red frecuentemente enmarañada de la que nunca se sabe qué puede terminar de salir cuando se empieza a tirar del hilo.
El desarrollo económico y el fenómeno de la criminalidad plantean cuestiones de naturaleza diferente y en consecuencia no pueden ser asociados de modo lineal. Pero las líneas se cruzan una y otra vez, como demuestra la investigación de Germán de los Santos y Hernán Lascano –los dos periodistas que más indagaron y saben del tema–, no solo porque los narcotraficantes son inversores cuidadosos de su dinero y consumen bienes suntuarios que el sentido común eleva como sus objetos más preciados, sino también porque la violencia y el afán de lucro de las organizaciones criminales aparecen como un reflejo exasperado de tendencias más generales, que pasadas en limpio en otros ámbitos son valores de la sociedad y justificaciones de su ordenamiento. La identidad de Rosario cristalizada en el apodo “la Chicago argentina” asocia así el desarrollo económico con la expansión criminal, en una sola moneda.
La saga de Los Monos y la explosión del narcotráfico en la ciudad de Rosario componen entonces un friso laberintico, atravesado por múltiples conflictos, cuyas líneas se siguen en el rastro de sangre que dejan las víctimas en esa especie de guerra de guerrillas librada en principio en el barrio Las Flores y en las posteriores vendettas con que gestionaron sus negocios y la competencia contra sus enemigos en el mercado. Una historia difícil de contar, pues es frecuente perderse en detalles y notas de color que distraen de sus núcleos de sentido. Hacía falta un libro que la expusiera con la cercanía necesaria para observar a sus protagonistas y sus escenarios y con la suficiente distancia, a la vez, para comprender sus causas. Así, en base a la investigación más exhaustiva sobre el caso, Germán de los Santos y Hernán Lascano logran un relato preciso de los orígenes y el desarrollo de un capítulo central en la historia reciente del crimen.
Prólogo por Osvaldo Aguirre al libro Los monos, de Germán de los Santos (Santa Fe en 1972), y Hernán Lascano (Buenos Aires en 1967), que narra la historia de la familia Cantero, la organización criminal que dominó el tráfico de drogas en Rosario con métodos de una violencia tan extrema que transformó la ciudad en un escenario de feroces enfrentamientos.
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