Este tema ha sido profundamente estudiado más en países desarrollados respecto de los que están “en vías de desarrollo”. Sin embargo, en marzo de 2024 tuvo lugar una reunión cumbre en Uruguay en la que participaron el INAU, el Mides, la Suprema Corte de Justicia, la Fiscalía General de la Nación, ANEP y ASSE. Se aseguró que se buscarían soluciones, pero lamentablemente se terminó reduciendo todo al herrerismo, que según Caras y Caretas es quien gobierna a nuestro país y es el culpable de la pobreza infantil.
Obviamente esto no se puede considerar algo serio, pero sí es real que hay miles de niños en y por debajo de la línea de pobreza. En nuestro país 1 de cada 5 niños es pobre, y la cifra de niños pobres duplica a la de los adultos (Unicef, 24 de julio de 2024). Dicha situación permanece más o menos igual desde hace 30 años.
En países más evolucionados se han realizado estudios complementados por la cuestión empírica en los que se ha establecido claramente que la relación entre infancia carenciada y delincuencia es muy real. No puede haber equilibrio, plenitud ni felicidad en hogares en que madres desnutridas dan a luz niños desnutridos, lo cual puede tener serias repercusiones en el desarrollo neurocognitivo de los pequeños. Esto traería dificultades escolares ante los aprendizajes, por ende baja autoestima y, finalmente, la posibilidad de la deserción del sistema educativo. La cuestión no es aprender, sino tener comida en la mesa, o en el cordón de la vereda, o dentro del contenedor de la basura. En situaciones extremas pero frecuentes hoy, niños se ponen a “negociar” con drogas para obtener dinero, y finalmente, se hacen adictos también. Y es aquí donde comienza a desplegarse el drama en sus máximas dimensiones.
Ahora bien, en culturas como la nuestra, dominadas por filosofías extranjeras y materialistas, se considera “infancia carenciada” solamente a los niños pobres de comida, de acceso a medicamentos y otros elementos del ámbito médico, de ropa y abrigo, en fin, de cosas. Sin desmerecer ni un ápice lo terrible de estas situaciones, consideraremos, sin embargo, a la carencia afectiva que hoy es un gran debe para muchos de nuestros niños. Ya iremos a ello.
La pobreza material no elegida sino impuesta por una sociedad en la que no existen planes lo suficientemente bien estructurados como para resolver el drama, sino meros (y ruidosamente fracasados) paliativos, crea una situación existencial de descontrol: un individuo que se sabe incapaz de alcanzar un plato de comida necesariamente percibe que lo domina una impotencia en extremo radical. Lo que deriva de esta impotencia naturalmente es la ira y el odio. Si las personas no encuentran cómo superarlo mediante la dignificación de sus vidas, es claro que necesitarán desahogarlo tanto en su entorno inmediato como en el afuera.
La delincuencia es cada día más violenta; hoy hay tiroteos callejeros en que más de una vez los niños han sido víctimas de balas “perdidas” que se cobran sus vidas, ancianos son golpeados sin piedad para obtener alguno de sus bienes incluso invadiendo su propiedad por la fuerza, y demás. La realidad de miles de adolescentes y jóvenes también es tristemente conocida: al haber entrado en el mundo de la droga, todos sus límites éticos se desdibujan; los apresan estados de consciencia alterados que los animalizan porque se vuelven crueles y bestiales. Ahora solo son depredadores. Todos conocemos estas realidades cuando no hemos sido víctimas de ellas.
Hay familias en que todos sus integrantes se hallan sumergidos; esto los vuelve muy vulnerables además de productores de conductas de violencia permanente intra y extrafamiliar, tal como estamos planteando.
Pero ¿qué pasa con las carencias emocionales en ámbitos sociales no perjudicados materialmente? La aceptación de este punto es mucho más resistida por el inconsciente colectivo porque toca a personas que se esfuerzan por ser y por mostrarse adaptadas, adecuadas, “normales”, buena gente. Y suelen serlo… o no. A veces sin darse cuenta, otras sabiendo lo que hacen y el daño que infligen entre las cuatro paredes de su casa. Los emergentes de esta clase de hogares suelen presentar otro estilo de delictividad, siendo el más común el de la sociopatía, popularmente conocidos como psicópatas, en general comisores de delitos “de guante blanco”, muy comúnmente estafas, o delitos perversos. No suelen ser fácilmente llevados ante la Justicia ni condenados porque en general su entorno victimizado, amordazado por la preocupación del “qué dirán”, es su mayor seguro para perseverar en la delincuencia elaborada.
El delincuente “de guante blanco” va en pos del afecto del cual se le privó, y aquello que obtiene robando y estafando –por decir lo menos– representa el amor del que fue carenciado, ese amor que sacia, que no frustra y que no deja para siempre el ansia de encontrar un sustituto que brinde una satisfacción basada en “No me amaste lo necesario, pero ¡mira! Soy feliz igual”. Por cierto, que es algo falaz y apoyado en falsa escuadra, pero funcionalmente útil.
El ser humano no ha sido creado para delinquir, sino para que aprenda a dignificar su vida mediante obras de bien; sin embargo, se corrompe ante sistemas corruptos. La desafiante pregunta es: ¿ha dispuesto o dispone siempre del libre albedrío?
*Psicóloga
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