El corazón tiene razones que la razón no entiende.
Pascal
Cada sociedad humana tiene su visión del mundo, compartida por sus integrantes: sus hábitos y costumbres, su modo de juzgar las cosas. Esta se va construyendo con el interjuego del estilo de vida y de los valores que sustenta esa sociedad. El estilo de vida va siendo determinado por las condiciones geográficas y los recursos naturales, la actividad del hombre, el sistema económico, etcétera. El sistema de valores está constituido por los criterios con los que se evalúan los hechos, las normas que regulan las conductas, lo que parece valioso o no, bueno o malo. Pero ambos se influyen mutuamente, se requieren necesariamente, y eventualmente se oponen en una espiral dialéctica perpetua que es la vida social.
Como consecuencia, en cada cultura se genera una ética, o sea: un sistema valorativo según el cual las conductas son calificadas como aceptables o inaceptables, buenas o malas.
Utilidad y gratuidad
En nuestra sociedad consumista y tecnocrática se ha ido estableciendo y generalizando una ética de la utilidad según la cual algo es valioso si es útil, genera algún beneficio o ventaja material: lo productivo, lo eficiente, lo rápido es bueno; de lo contrario es inútil, descalificado, sin sentido, desvalorizado. Sin duda, la búsqueda de lo útil es una tendencia humana racional y beneficiosa, ayuda a la calidad de vida y la existencia del hombre es un constante intento por mejorar sus condiciones. Pero hay determinadas culturas y sectores sociales en los que también tienen vigencia otros criterios valorativos: la ética de la gratuidad, el polo opuesto a la ética de la utilidad. Gratis es aquello que se da sin nada a cambio, con total libertad. Son acciones que se realizan sin obligación, como favor, con desinterés, por benevolencia. Allí se da por amor, no se atiende a la medida (cuánto corresponde a cada uno), se actúa con generosidad y se exceden los límites de la estricta justicia. En nuestra lengua esa actitud de dar con libertad y buena disposición (gratuidad) se asocia con gracia y con grato (agradable).
Los pensadores medievales enfatizaron con acierto que todo es gracia, que todo nos ha sido regalado (según la sincera convicción de cada uno: por Dios, el destino, la vida, la naturaleza…) y sin derecho a ello (por benevolencia, como “pura merced”). Por tanto, si no es posible “pagar a cambio”, nos cabe “agradecer”, reconocer y desear corresponder al favor recibido, de modo que es coherente que la gratitud sea el eje de nuestra vida.
Dice Aristóteles: “El premio de la virtud [de un acto noble] es el acto virtuoso mismo”,es el valor que tiene esa acción en sí misma y que la justifica sin necesidad de pago, premio o retribución. Si se pregunta ¿qué premio se merece un acto bueno?, la respuesta es, ante todo, que su valor ya está en el mismo hecho de haber sido capaz de realizarlo.
Esta ética de la gratuidad suele tener vigencia y es más característica de los sectores humildes, donde predominan los vínculos de fraternidad y paz. Allí la calle constituye más que un lugar de tránsito una extensión del hogar, donde se establecen vínculos con el vecindario, donde poder expresarse, festejar y celebrar, donde prevalecen el parentesco, la vecindad, la amistad y la solidaridad, y pese a la precariedad de las condiciones de vida, que se asumen con fortaleza y paciencia, es posible la actitud de ayudar: agruparse para la construcción de la vivienda de otro, atender a las necesidades de un enfermo, ofrecer un lugar al que lo necesita y, sobre todo, respetar la dignidad del otro. Saber qué es dar gratuitamente y poseer la actitud de traducirlo en obras solo es posible identificándonos con el prójimo como persona “por vía de una “connaturalidad afectiva. Solo si amamos al otro podemos conocerlo y comprenderlo” (L. Gera), sintiéndolo y experimentándolo “semejante” de nuestra misma condición.
Justicia y benevolencia
En nuestra cultura, cuando se admite la necesidad de una ética porque es imprescindible para el orden social, a lo sumo se atiende a la ética de la justicia. Esta consiste en “dar a cada uno lo suyo” (Aristóteles), medir qué es mío y qué es tuyo, y que cada uno defienda sus derechos e intereses y respete los límites y los derechos del otro.
Es cierto que sin justicia no se puede vivir, no hay sociedad, y es el requisito mínimo para la paz y el orden, condición básica que nos libera de la barbarie. Sócrates dice: “El que realiza un acto injusto es digno de compasión” porque está contrariando su propia naturaleza, humana y racional.
Pero la sola justicia no basta para una convivencia realmente humana. No es propio de una personalidad sana ajustarse a cumplir sólo con lo que es jurídicamente justo, con lo que es obligatorio “y no más”. Un contrato entre personas emocionalmente maduras implica no sólo atender a mi derecho sino también actuar con la disposición de dar al otro lo que le corresponde. Con agudeza lo expresaron los pensadores del pasado: “cumplir con lo que estoy obligado, “con prontitud y agrado”; o sea: con cierta benevolencia y no con mezquindad, dispuesto a dar lo que no es deuda y nadie me podría forzar a dar. Aferrarse a cumplir sólo lo que es exigible, sin afabilidad ni alegría de dar significa llevar una existencia que no vale la pena vivir. De la pura justicia al espíritu de gratuidad hay una verdadera mutación ética.
Acerca del tema, en consonancia con lo que decimos, E. Fromm señala que existen en el hombre “experiencias humanas típicas” que lo distinguen y que son esenciales a la condición humana. Y entre ellas menciona la compasión, que es la capacidad de sintonizar afectivamente con el otro, identificarse emocionalmente y ver en él otro ser humano como yo, y asumir la actitud de interesarnos por el prójimo.
Y agrega: “Pero, con el desenvolvimiento del capitalismo y de su ética, la compasión (o misericordia), que era una virtud cardinal en la Edad Media, dejó de ser una virtud. […] Buscando fines políticos y económicos hoy ha sido descalificada hasta quedar prácticamente olvidada y reemplazada por la filantropía, esa forma organizada burocráticamente de satisfacer la conciencia moral. Se regala dinero, obtenido a menudo con una falta absoluta de compasión. Más aún; se la desfigura confundiéndola con “sentir lástima”. De todos modos, es innegable que si no somos capaces de sentir responsabilidad por los demás la vida en sociedad es imposible.
Por otro lado, si la ética de la utilidad y la justicia del actual sistema capitalista financiero, como lo muestra E. Fromm, violenta valores esenciales de la condición humana, se puede vaticinar que su vigencia no puede dar garantía de perdurabilidad, ya que, según el dicho latino, nihil violentun perpetuum (nada que contradiga lo natural puede durar toda la vida.).
Además, no faltan ejemplos de modalidades éticas sensatas y humanitarias. Un caso insigne ha sido el de Mandela que, en Sudáfrica, en su Proceso de Verdad y Reconciliación, puso la atención en las víctimas, con una justicia reparadora o restaurativa: los victimarios, con el relato de la verdad de los hechos, restituían la dignidad de las víctimas y a su vez podían convertirse en ciudadanos libres.
Hacia una ética integral humana
Si bien predomina en nuestra sociedad la “ética de la justicia”, que dice buscar, por principios supuestamente racionales y universales, atender a los derechos de cada uno, han surgido, además de la ética de la gratuidad, también otras éticas similarmente sanas y valiosas. Por ejemplo, la “ética del cuidado” muestra la preocupación por los demás: las consecuencias de nuestros los derechos sobre los otros, su impacto social, las responsabilidades que implican, etc. Por su parte, una justicia restaurativa, acentúa “el conflicto a resolver” más bien que “el delito a castigar”. Por ejemplo: más importante que imponer sanciones a los alumnos que faltan a clase es indagar las causas que llevan a la deserción. Sería deseable la búsqueda de una armonización de las diversas posiciones.
Una ética sana va más allá de los límites de lo justo, lo obligatorio, lo que es debido o exigible, o de la estrechez del espíritu mezquino y le da espacio a la espontaneidad, la libertad, la disposición del corazón y la acción gozosa reconciliada con la vida.
Son de ese orden de lo gratuito, ajenos a lo puramente racional: el arte, el ocio, la imaginación creadora, la contemplación, el humor, el gozo y la fantasía.
* Licenciado en Psicología (UBA). Fue profesor de Psicología Social y Psicología de la Personalidad y director de la Carrera de Postgrado en Psicología Clínica (UCA).
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