A la casa de mis padres, la televisión llegó en 1968, cuando yo tenía cuatro años. Recuerdo que mi madre vendió un acordeón a piano para comprarla. Hoy, si yo tuviera la edad que tenía mi madre entonces y un hijo pequeño, vendería la tele para comprar un acordeón… Así que me crié mirando series de vaqueros y de guerra, dibujos animados, películas y algún que otro programa nacional o extranjero: desde El castillo de la suerte hasta Polémica en el bar –el original, el de Minguito–.
Cuando me casé, en plena era de los videoclubs, era corriente sacar un video o dos los fines de semana para ver en familia o con amigos. Pasaron los años y llegó el cable, que en su momento contratamos, y que más tarde cambiamos por Netflix. Hace dos o tres años, aburridos de la propaganda ideológica presente en la inmensa mayoría de las películas y series de Netflix, decidimos borrarnos. Así que, paulatinamente, fuimos dejando de ver televisión abierta –donde nada de lo que se transmite puede elegirlo el telespectador– y empezando a ver cosas que elegimos nosotros.
Así que hoy vemos casi exclusivamente contenidos de YouTube, donde hay mucha cosa buena entre mucha cosa mala. Allí podemos ver desde una charla sobre educación clásica, hasta videos de música clásica; desde una conferencia de un sacerdote sobre la vida y la obra de Santo Tomás de Aquino, hasta una acertada conferencia sobre la Agenda 2030 y otros grandes engaños del mundo moderno. En fin, cosas que en la televisión abierta nadie encontrará jamás. Salvo algún informativo de vez en cuando o alguna entrevista puntual en vivo o en diferido, casi no miramos televisión abierta.
Esta suerte de “evolución” en nuestras “costumbres televisivas”, nos ha llevado a ser entre bastante y extremadamente críticos con la televisión abierta, donde el nivel de sus contenidos ha bajado a niveles tan bajos como el fondo de la Fosa de las Marianas… La decadencia de la televisión es, obviamente, un reflejo de la decadencia de la sociedad.
Es notable, sin embargo, la necesidad que tienen algunas personas de vivir con la televisión prendida: no pueden estar un minuto sin un ruido de fondo y unos destellos de una pantalla que –según dicen– les sirve de compañía.
El problema con la tele es que es omnipresente. Las demás pantallas, uno las puede manejar a su gusto y gana. La tele no: si uno está en una sala de espera, la tele está prendida, aunque no le preste atención ni el que la prendió. Si uno está internado en un sanatorio y su compañero de habitación contrató el cable, tiene que aguantar que el otro la mire hasta las 3:00 de la mañana porque, o bien no hay un reglamento que obligue a un paciente a respetar el descanso de su compañero de pieza, o bien el reglamento no se cumple: lo padecí.
¿Es tan necesaria la tele? ¿No podemos disfrutar –¡sí, disfrutar!– de unos minutos de silencio? ¿No podemos poner, en todo caso, música suave de fondo en lugar de la tele?
Quizá el motivo sea que cuando el hombre está en silencio, suele ser interpelado por su conciencia. Y si no está dispuesto a responder a las grandes preguntas de siempre, a reconocer sus errores y pecados y a intentar un cambio de vida, necesita, obviamente, un ruido de fondo que lo distraiga. Que entretenga su mente a un nivel superficial.
La tele es parte de lo que el cardenal Sarah llama “la dictadura del ruido”. Una dictadura que se nos impone un día y otro, hasta el punto de que rara vez añoramos el silencio. Sin embargo, el ruido genera el desconcierto del hombre, mientras que en el silencio se forja nuestro ser personal, nuestra propia identidad.
Por eso Sarah afirma en su magnífico libro La fuerza del silencio que “la verdadera revolución viene del silencio, que nos conduce hacia Dios y los demás, para colocarnos humildemente a su servicio”.
A la pregunta “¿Pueden aquellos que no conocen el silencio alcanzar la verdad, la belleza y el amor?”, el Cardenal responde: “Todo lo que es grande y creativo está relacionado con el silencio. Dios es silencio”.
Ahora bien, ¿esto significa que Dios no quiere hablarnos o, más bien, que en su paciencia infinita está esperando que dejemos de hacer ruido para que podamos escucharlo?
Cada uno es libre de hacer todo el ruido que quiera, con la famosa tele u otro medio. Pero cabe preguntarse si conviene. ¿No sería mejor procurar redescubrir el valor del silencio, tan importante y necesario para la salud de nuestras almas?
TE PUEDE INTERESAR: