En el mes de noviembre del año 2012 se legalizó la práctica del aborto en la República Oriental del Uruguay. Estas son las bases: “Hasta las 12 semanas de embarazo puedes solicitar la interrupción sin expresar motivo alguno. Hasta las 14 semanas puedes interrumpirlo si el embarazo es producto de una violación. En cualquier momento del embarazo si hay riesgos de vida para la mujer o en caso de malformación fetal, incompatibilidad con la vida extrauterina” (“Mujer y Salud en el Uruguay”).
Además todas (sí, todas) las instituciones públicas o privadas del sistema de salud tienen la obligación de garantizar el aborto. Fueron solo dos las que plantearon lo llamado “objeción de ideario” – obsérvese que se elimina la consciencia o sentido del bien y del mal que es universal y natural al ser humano (salvo especiales excepciones), y se la sustituye por un “ideario”, algo subjetivo y ordenado a pensamientos personales– y aun así, están obligadas a derivar a la solicitante a otra institución. También hay que considerar a las niñas y menores de edad, en cuyo caso deben acudir ante un letrado quien “mediante un procedimiento verbal y gratuito, con jueces de primera instancia con competencia en familia, dan o no el consentimiento judicial […] cuando la decisión de abortar de la menor de 18 años discrepa de la voluntad de sus padres o tutores (“Mujer y Salud en el Uruguay”).
Cabría preguntarse qué es peor: si la práctica del aborto en sí misma o toda la complicidad social que se ha instalado a su respecto. Sin embargo, es un cuestionamiento falaz, ya que la complicidad social no existiría sin la práctica del crimen.
Ahora bien: ¿por qué llamarlo “crimen” si es legal? Simplemente porque se trata de una acción reprensible que atenta contra la vida del único ser que no puede emitir su voluntad ni ninguna otra clase de opinión ni de defensa. Sin embargo, estamos muy seguros de que si un bebé en estadio intrauterino fuera preguntado jamás elegiría ser abortado. A su vez, la salvedad que se hace en esta ley acerca de los niños fruto de violaciones o con malformaciones no puede más que dirigirnos hacia un estilo de pensamiento radicalmente selectivo e intolerante, en términos populares, propios de Josef Mengele, “el ángel de la muerte” de los tiempos hitlerianos.
Como ha dicho Santa Teresa de Calcuta con valentía, la religiosa de origen macedonio, la verdad sobre el crimen del aborto es la siguiente: “La amenaza más grande que sufre la paz hoy en día es el aborto, porque el aborto es hacer la guerra al niño inocente que muere a manos de su propia madre. Si aceptamos que una madre pueda matar a su propio hijo, ¿cómo podremos decir a otros que no se maten entre sí? (ACI Prensa, marzo 2024).
El valor intrínseco de una vida humana puede ser reconocido únicamente por personas con lucidez, esto es con la consciencia suficiente como para comprender que aquella, en estadio embrionario, es una vida de por sí, obviamente en una etapa primera, pero desplegándose hacia su plenitud.
Los factores que más solían incidir para la concreción de abortos eran la pobreza, el número de hijos ya vasto y la falta de otras posibilidades como la entrega en adopción. Pero, vaya sorpresa, los menos privilegiados económicamente resultan no ser quienes más abortos practican. El motivo es que vivencian a cada hijo como un bien que compensa en algo todo lo demás que no pueden tener. En estas situaciones se suelen argumentar ideas engañosas en un estilo divisionista así: si no es blanco, es negro, si no es chico, es grande, si no es feo, es lindo… Se entra en el juego dialéctico propio del marxismo–leninismo como tantas veces hemos planteado, que cree (o dice creer) que de esa dialexis deriva lo revolucionario, el cambio, lo nuevo, cuando sabemos bien que esto no es así, ya que un cambio de por sí no tiene por qué arrojar mejores resultados; hay que cambiar para mejorar, y no porque sí. Es por ello por lo que en las publicidades proabortistas solemos leer que se opte por no tener a un hijo porque va a sufrir mucho siendo pobre o con alguna enfermedad y que es mejor arrancarle la vida. Se elimina de cuajo que existen otros caminos, como por ejemplo que, en la existencia humana, con la amplitud de posibilidades que ofrece, se puede ser feliz de muchas maneras, siempre y cuando no se cometa el error de considerar a la felicidad como un status quo, sino como momentos y períodos de alegría y bienestar.
A pesar de todo lo que podamos pensar y repensar sobre la incorrección en tanto falta de ética y de respeto, de atropello y de abuso, de castigo al único ser totalmente indefenso realmente, la verdad profunda radica en que no es casualidad que el aborto legalmente permitido se haya ido imponiendo en casi todo el mundo en un lapso bastante parejo para todos los países. Tampoco es casualidad que las publicidades que además de intimidatorias lo fomentan y propagandean sean las mismas en casi todos los lugares del orbe, especialmente en aquellos en donde la pobreza, por ejemplo, tiene una representación porcentual mínima entre sus pobladores, ni tampoco en lugares en donde las políticas de adopción son honestas, serias, ágiles y bien organizadas. Y mucho menos en países despoblados y con poblaciones envejecidas dramáticamente como es el caso de Uruguay. Las más de 100.000 vidas (¡sí, 100.000! abortadas en nuestro país desde 2012 en adelante e in crescendo) son irrecuperables. Pudimos haber sido cualquiera de nosotros, pero nuestros padres nos salvaron. Es que no existía en cierta época la ley internacionalista de depreciación ni de depredación serial de la vida humana. Desde los dobles discursos del internacionalismo, que muchas veces no se alcanzan a descubrir porque están inteligentemente elaborados y planteados, se proclama la opción del aborto legal como un acto de libertad y como una opción de derecho. Esto es falso. Para el bebé in útero no hay derechos ni libertades; para los padres que son eliminados de la decisión de las mujeres abortistas, no hay derechos ni libertades. En nombre de tales, se suprimen los actos de responsabilidad, de deberes inherentes al rol materno y paterno, y se hacen valer solo los comportamientos destructivos llenos de irresponsabilidad y hasta de ignorancia. ¿Una mujer y un hombre abortistas piensan, acaso, que su hijo recién formado que será destruido forma parte de un incalculable negocio que proporciona ganancias multimillonarias a ciertos lúgubres personajes? No se desea detallar cómo, porque es demasiado espantoso, pero cualquiera puede hoy acceder a esa información de fuentes serias.
Ahora bien: todo esto no significa en lo absoluto que se carezca de una comprensión cabal y experimentada acerca del sufrimiento que conlleva para casi todas las mujeres un embarazo rechazado, el cual puede vivirse como catastrófico, con gran angustia y desesperación. Se entiende y se comprende, pero no se justifica, ya que hoy existen múltiples opciones para continuar dando vida a ese niño inocente. No hay que tener valor para abortar; hay que tener valor para permitir el curso de una vida tierna, vulnerable, indefensa, que solo puede ser defendida por su propia madre, la que, de un modo u otro, podrá con ello. Solo debe creerlo y desearlo.
Las consecuencias emocionales de un aborto voluntario son muchas y dificilísimas de superar, al menos no sin ayuda. La principal es la culpa a corto, mediano o largo plazo ya que, si bien el acto en sí puede resultar un alivio en al momento, no será así con el correr del tiempo. Pero este aspecto no puede ser desarrollado en profundidad aquí y ahora por su complejidad y extensión.
Cuando las leyes son legítimas y hacen al beneficio del individuo y de la colectividad social en tanto bien mayor, han de acatarse. Cuando las leyes son ilegítimas y no cumplen con esto, no tienen por qué acatarse; es verdad que la Ley 18.987 no es una imposición, pero observemos que en la lejana China por ejemplo –y ya veremos la utilidad de este ejemplo–, “la política de un hijo por pareja o política de hijo único fue una medida de control de la población establecida en zonas urbanas, vigente entre el año 1982 y 2015, con el objetivo de imponer un radical control de la natalidad que redujera el crecimiento de la población excesivo o superpoblación”. Pero, en noviembre de 2013, en el Tercer Pleno del XVIII Comité Central del Partido Comunista Chino (PCCh), se decidió permitir tener dos hijos. Y algo más atemorizante si se quiere: el Estado reordenó los números de la población en términos de género, naciendo más niños que niñas por los abortos que se dieron en las parejas al enterarse de que sus fetos eran mujeres.
Lo que se puede concluir, es que una vez abierta la compuerta de la maldad, y aquí está la utilidad de conocer estas realidades, resulta en que cualquier excusa es buena. Si no fuera por superpoblación, podría ser por baja tasa de posibilidades laborales, por pobreza, o tal vez porque al gobierno de turno simplemente le agradara cumplir con los mandatos emitidos en contra de la vida del ser humano para poderse sostener en sus bancas.
Recordemos: el 20% de la población mundial controla al restante 80%. Este dato se basa en la llamada “regla de Pareto, que no es una ecuación matemática formal, sino más bien un fenómeno generalizado que se puede observar en la economía, los negocios, la gestión del tiempo e incluso los deportes, en síntesis, en casi cualquier ámbito de la vida” (ASANA 2024).
¿Sorprende?
Psicóloga
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