En las últimas semanas el Estado brasileño sorprendió al mundo cuando se convirtió en la primera nación democrática del globo en cerrar las operaciones de la red social X (ex Twitter) en su territorio. Esta medida –que en otro momento histórico podría haberse visto como una decisión de Estado poco simpática, pero decisión de Estado al fin– llevó a que se levante un fuerte debate sobre la vigencia de la libertad de expresión en Brasil, un derecho que es reconocido como fundamental en el artículo 5 de la Constitución brasileña.
Como todo tiene un comienzo, es preciso entender de dónde vienen los enfrentamientos entre el presidente del Supremo Tribunal Federal de Brasil, Alexandre de Moraes, y el dueño de X, Elon Musk. En enero de 2023, cuando Lula asumió la Presidencia por tercera vez en el vecino país, hubo una serie de manifestaciones llevadas adelante por parte de simpatizantes de Bolsonaro, quien había perdido la primera magistratura en manos del líder de izquierda a fines de 2022. Dicha elección recibió fuertes cuestionamientos por parte del arco opositor brasileño, y en las manifestaciones de enero de 2023 había un sentimiento de que Lula había boicoteado las elecciones para ganar mediante un fraude electoral, similar al que habría cometido Biden en 2020 contra Donald Trump.
Luego de estos episodios, Alexandre de Moraes tomó la decisión de bloquear el uso de la red X a usuarios acusados de “socavar la democracia” por la “difusión de contenidos falsos”. Esta medida generó enojo en Elon Musk, quien la tildó de “censura”. A raíz de este episodio se desenvolvió el efecto mariposa que nos trajo hasta agosto de este año, cuando Musk decidió cerrar las operaciones de X en territorio brasileño. Sin embargo, la legislación de Brasil obliga a este tipo de empresas a tener representantes legales en el territorio para operar en el país. Por tanto, como Musk no cumplió con el ultimátum que Moraes le dio para enviar un representante, el juez dio la orden de clausurar el acceso a X en Brasil. Esto tuvo como resultado el hecho de que solo se puede acceder a la red mediante una VPN y que si se constata que un habitante de Brasil hace uso de ella le serán aplicables multas del entorno de los 10 mil dólares.
Explicada la coyuntura, parece evidente que aquí tenemos una pugna entre lo que algunos llaman “la soberanía” del Estado brasileño y la libertad de expresión.
Para ser claro, Brasil es un Estado independiente y soberano como cualquier otro. En ese marco, tiene la potestad de legislar en el sentido que le parezca pertinente. Sin embargo, toda legislación tiene un límite, que generalmente está dado por las propias constituciones de los países y por los principios que hacen a los derechos humanos en general, sobre todo en naciones democráticas.
Como se dijo al inicio, Brasil reconoce en su Carta Magna a la libertad de expresión como un derecho fundamental. En ese sentido, X es la red social por excelencia donde la ciudadanía del mundo entero hace valer este derecho político tan fundamental, realidad a la que la población brasileña no era ajena, con 22 millones de usuarios activos. Entonces, ¿es legítimo que porque una empresa decida no enviar un representante legal se niegue el derecho a expresarse a los habitantes de un país? Desde mi punto de vista, es un atropello importante a un derecho humano tan fundamental como la libertad de expresión. De hecho, me hace acordar a cuando, durante las dictaduras sudamericanas, había que cumplir con determinados estándares establecidos por el gobierno para hacer circular material de prensa de manera legal. Esto queda aún más claro cuando vemos que Moraes, en el marco de su campaña de “defensa de la democracia”, multó a X con hasta 35.560 dólares diarios por no bloquear la cuenta del senador Marcos do Val y las de otros usuarios, quienes también habrían “difundido información falsa”.
Hoy, las redes sociales cumplen el mismo rol que hace algunas décadas cumplían los diarios: son un espacio de información, para formar opinión y para emitir la opinión propia. Antes, los políticos se comunicaban con la ciudadanía a través de los diarios; hoy, lo hacen a través de las redes, donde la que destaca es X. Y no solo eso, sino que, ahora, gracias a la tecnología, las redes sociales permiten el intercambio “de igual a igual” con los gobernantes y candidatos en general. En consecuencia, si bien Moraes puede escudarse en que él hizo cumplir la ley de su país, en realidad no hizo más que negar un derecho humano fundamental a través de una ley que también lo vulnera.
Cuando Moraes habla de que existen usuarios que “desinforman” o que “incitan al odio” no hace más que cometer el error de regular en base a la patología. La desinformación es parte de la libertad de expresión, y está en el ciudadano tomar la decisión crítica de creerle o no a un determinado emisor de un mensaje; no precisa que el Estado le vaya diciendo qué decisiones tomar con su vida en torno a quién creerle. Y sobre la “incitación al odio”, ya hay legislación en el Brasil que protege a los ciudadanos que puedan sentirse víctimas de ello. Yo me pregunto, ¿acaso la libertad no es asumir riesgos? ¿Vamos a prohibir todo en nombre de una bonhomía moral inalcanzable? ¿No nos damos cuenta del daño que le generamos a la propia democracia que decimos defender? Como decía el expresidente Jorge Batlle: “Ante la duda, lo que dé más libertad”. En este caso, yo digo: “Ante la duda, que X siga operando”.
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