Si la sociedad soberana, llena de recursos, con sobra dos elementos de fuerza, con cárceles y presidios, opta por la supresión de la vida humana, ¿con qué autoridad moral podrá exigir que los elementos inferiores respeten la vida de los demás, dejen de tener pasiones incontenibles, sacrifiquen sus intereses, su tranquilidad, a veces exponiendo su propia vida, sin darse mejor al cómodo procedimiento eliminatorio?
¡Cuidado con estos radicalismos! La eliminación, en teoría será ideal; en la práctica es un acto que subvierte todos los principios sobre que reposa la sociedad. No hay manera de eliminar por la muerte sin herir hondamente el sentimiento público y sin provocar reacciones deplorables, funestas.
La sociedad se asienta sobre la base esencial del derecho a la vida humana. Es el derecho primordial de los asociados. La propiedad, la libertad, el honor son bienes subordinados al de la integridad personal; presuponen el derecho de vivir.
La sociedad no puede prestigiar, ni encarecer esa base esencial de convivencia, si no comienza por respetar ella misma, más que nadie, tan supremo bien.
Respecto de los asociados, reconoce el derecho de defensa personal; pero establece condiciones. Entre otras, es menester que el agredido se halle en inminente peligro, para que pueda serle reconocido el derecho de defensa. Si acaso no está extremadamente en peligro la integridad personal del agredido, si puede esquivar ese peligro de cualquier modo, que no sea hiriendo, y hiere, la sociedad lo castiga. Exige que el agredido conserve la misma calma, la misma prudencia, el mismo aplomo que el juez o el legislador, para medir la gravedad de las circunstancias. Uno en su butaca y el otro en una encrucijada.
La sociedad, en cambio, primeramente, aherroja, después da muerte: ¿por qué cambia el criterio de la ley?, ¿Por qué tan fundamental diferencia?
No puede ser encarado esto privilegio por razón de la defensa, ni de la necesidad. Es sencillamente porque se apodera de la persona del asesino, la confisca, puede decirse, y con ella pretende actuar sobre terceros y en su propio beneficio. Ya sea por vía de ejemplo o de intimidación.
¿Es justo que se utilice la vida de un asociado, cual quiera sea la condición de este, para obtener con ello tales o cuales efectos en la comunidad?
¿Quién ha dicho que el asesino deja de ser hombre, para hacerlo servir como una cosa cualquiera?
Y si acaso fuera enteramente efectivo que es saludable este sacrificio por el ejemplo, por la intimidación, todavía podría alegarse una razón de Estado; pero cuando es tan dudoso el efecto favorable de esa violencia social, tal acto significa doblemente un abuso; tal prepotencia es doble mente condenable.
La ley biológica de la eliminación puede cumplirse por la sociedad sin apelar a esta práctica atávica; el ejemplo y la intimidación pueden obtenerse seguramente mejor por otros medios, menos denigrantes, menos abusivos, y por ende, es menester confesar que si mantenemos el patíbulo no es porque nos hallemos plenamente convencidos de su necesidad, sino más bien porque nos dejamos ir con la costumbre tradicional á son de camalote!… No nos damos la pena de indagar, de estudiar, de meditar; no, lo más que hacemos es buscar una frase, una ocurrencia, un mot de sprit para desentendemos de tal tarea. Los demás… ¡que tallen!
No voy a detenerme a estudiar si la sociedad tiene o no tiene derecho a privar de la vida a sus asociados, aun cuando se trate de elementos inadaptables al medio. Esta demostración me parece lírica, aun cuando fuera fácil. Cuando se hubiera logrado llevar una evidencia al debate, se nos opondría… la prescripción adquisitiva. Un derecho que se viene ejercitando, hasta con abuso por siglos y siglos, ¿quién puede negarlo eficazmente?
Lo que deseamos demostrar es lo innecesario de ese uso para los fines que se propone la sociedad. Nada más. Eso nos basta; y tal vez bastará hacer constar que los panegiristas del patíbulo no han probado aun su necesidad, ni siquiera su utilidad. Pero ¿qué inconvenientes hay para que la eliminación, la segregación, se realice recluyendo perpetua o indefinidamente y reduciendo al criminal a la más absoluta impotencia? ¿Acaso razones económicas? ¿Podría hablarse, en un país que insume millones en su presupuesto, de los pocos pesos, si acaso no pudieran compensarse con el trabajo del recluido -de los pocos, digo que cuesta su manutención y su cuidado- cuando se trata de hacer un homenaje de respeto a la vida humana? ¿No vale bien tal sacrificio la dignidad social?
Pedro Figari (1861-1938) fue un pintor, abogado y político uruguayo. Fragmento de La pena de muerte en Uruguay. Conferencia leída en el Ateneo de Montevideo el 4 de diciembre de 1903, donde expone las razones morales y civiles que justifican la abolición.
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