“El reino de la verdad se divide, objetivamente, en distintas esferas. No está en nuestro albedrío el modo y el punto de deslinde entre las esferas de la verdad”.
Edmund Husserl
La fragilidad de la razón humana siempre ha tendido a simplificar y muchas veces a deformar la realidad que nos circunda.
Pero nunca como en esta hora de agudizada decadencia de nuestra Civilización, donde todo es relativo, se han extraviado tanto los puntos de referencia que de alguna manera servían para encauzar a través de los siglos el comportamiento siempre imprevisible del animal hombre. Se perdieron los mojones -los valores- que siempre ayudaron a no errar el camino, cuando a diferencia de las otras especies de la creación, hacemos el legítimo uso del libre albedrío.
El filósofo Max Scheler hace más de cien años, enunciaba el criterio de la objetividad del Valor, inaugurando una corriente filosófica –que hoy debería poseer más vigencia que nunca- que si bien se apoyaba en la ética kantiana, superaba ventajosamente el formalismo racionalista del frío “imperativo categórico” del filósofo alemán.
Scheler supone que la cualidad inherente del ser humano, es un conocimiento previo para establecer lo bueno y lo malo y escoger determinadas acciones. Los valores son cualidades independientes que no varían con las cosas. Un crimen no altera el valor en sí del respeto a la vida.
La independencia de los valores implica su inmutabilidad: los valores no cambian, son absolutos. No están condicionados por ningún hecho, cualquiera sea su naturaleza histórica, social, biológica o puramente individual. Solo nuestro conocimiento de los valores es relativo.
Pero a medida que descendemos en la escala axiológica, ya en plena base, donde se encuentran los valores de lo agradable y lo desagradable a los que corresponden los estados afectivos del placer y el dolor, nos seguimos encontrando con que la confusión sigue en aumento.
Y a medida que se estrecha el camino, llegamos a ese predio pasional donde se entrecruzan las palabras del diario vivir, las que se utilizan para descargar nuestras esperanzas y nuestras frustraciones, nuestras euforias y nuestras iras.
Y es ahí donde creamos ese universo de amigos y enemigos con las correspondientes etiquetas para identificarlos en buenos y malos. ¿Habrá alguna manera objetiva de definir lo que es la izquierda y lo que es la derecha? ¡Ningún término más vapuleado en los últimos 6 meses!
Como todo concepto de uso masivo el término original está sujeto a numerosas mutaciones. Su origen tuvo lugar por el lugar que ocuparon en aquella Asamblea Constituyente que dio origen a la Revolución Francesa, cuyos miembros al comienzo eran todos monárquicos. A la derecha del presidente de la Asamblea se situaron los partidarios de mantener intangibles las prerrogativas reales y a la izquierda los que defendían que el rey solo tuviera derecho a un veto suspensivo y limitado en el tiempo. En poco tiempo se pasó a la creación de la Convención y la proclamación de la República y de ahí a la instauración del “terror”, donde se perdió la geografía de las fuerzas políticas en el recinto deliberativo, que se transformaron en el “Pantano” y la “Montaña”…
Después de 200 años llegamos a nuestros días donde los términos fueron sometidos a una confrontación maniquea: izquierda goza de una aureola de bondad absoluta y la derecha se la asimila a la defensa de “deleznables” grupos económicos e intereses espurios.
Lo interesante de esta clasificación es cuando los cultores de esta nomenclatura comienzan a ubicar en ficticios casilleros a regímenes como Cuba y Venezuela, para no seguir enumerando la larga lista de países y partidos políticos que padecen arbitrarias calificaciones.
Pero si en esta navegación -sin apoyo satelital- la espesa bruma impide distinguir lo verdadero de lo falso, que son categorías independientes de cualquier legislación, creadas por el hombre en sociedad, ¿qué probabilidad existe de no estrellar el buque contra cualquiera de los iceberg que acechan en la penumbra?
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