“Aquel vecindario improvisado, desde las primeras horas del alba estaba en movimiento, y disfrutaba, al parecer, de la mejor salud y el buen humor más feliz. Lo notable en aquel enjambre de hombres procedentes de muy distintas y lejanas zonas geográficas era la buena armonía reinante. Esto no obstante la consideración grave de que cada uno lucía al cuello, por lo común, la divisa de su color político: las golillas coloradas fraternizaban armoniosamente con las blancas y celestes, en una camaradería llena de cordialidad”. Así describió el periodista José V. Díaz al elevado número de conductores de carretas que, en plena zafra de la lana, estaban reunidos por 1903 en Nico Pérez, importante centro comercial. Sorprendido por ese ambiente, agregaba el cronista. “Y lo notable en aquel abigarrado conjunto de hombres de guerra, adversarios decididos meses atrás, era el compañerismo lleno de tolerancia que mantenían, pues no existía memoria de ocurrir riñas, peleas o incidentes por motivos políticos…”. Estaban todos “reunidos en torno de los fogones, mientras el mate amargo circulaba y los churrascos se asaban sobre las brasas”.
Esos hombres seis años antes, en 1897, defendiendo una u otra divisa se habían enfrentado muchas veces, derrochando coraje. En el período comprendido entre 1897 a 1903 ese espíritu de confraternidad no se manifestó únicamente alrededor de los fogones y los atractivos asados. También se daba, por ejemplo, frente a los altares, ya que eran frecuentes las uniones matrimoniales entre cónyuges de diferente preferencia partidaria, manteniéndose unidos respetando cada uno la opción del otro, así como la que después eligieran sus hijos.
Desde antiguo existía en la sociedad oriental una espontánea actitud republicana y democrática que atenuaba –sin evitarlos totalmente– los fanatismos partidistas.
Cuando se estudia lo ocurrido en la totalidad del país durante aquel sexenio de entreguerras se descubre que proliferaron iniciativas de progreso a impulso de grupos de hombres que tenían una clara definición partidaria contrapuesta –muchos con actuación guerrera–, pero que los unía un común espíritu de progreso y ansias de bienestar para sus respectivas comunidades. Así nacieron expoferias ganaderas e industriales; comisiones de vecinos para construir puentes, calzadas, arreglar caminos o combatir plagas y enfermedades del ganado; se fundó, por citar un caso relevante, la ejemplar Liga del Trabajo de Molles; también se multiplicaron diversas obras de iniciativa popular en las poblaciones, como la creación de centros para atender la salud, instituciones de estudio, erección de monumentos, templos, teatros; la formación de comisiones de hombres y mujeres para ayudar a los desvalidos. Y podría continuarse la lista de ejemplos.
Sin embargo, buena parte de la historia, la literatura o la crónica periodística –de aquel tiempo y hasta nuestros días– no tuvo demasiado interés en destacar esos ejemplos de encuentros fecundos. Se puso mucho más el acento en las divisiones, en los episodios de enfrentamientos feroces y los excesos, sosteniendo que la “barbarie” reinaba, que los hombres y mujeres eran prisioneros de odios insuperables que transmitían a sus hijos. Sin duda eran relatos eficaces para atraer lectores, promover fanatismos o pescar en aguas revueltas, pero no hacían justicia con lo que realmente era aquella sociedad, especialmente la rural.
Se omitían, o no se los destacaba como merecían, los innumerables episodios de hidalguía y clemencia que durante el transcurso de las guerras jefes y soldados de uno y otro bando demostraron con sus adversarios. Menos aún eran recordadas las fecundas acciones conjuntas, ya reseñadas, que esos mismos hombres –vecinos de distintos pagos– impulsaban antes como después de los meses que duraba la guerra.
Cuando la investigación y la escritura concentran la luz de manera selectiva sobre cierto tipo de sucesos, quedan cubiertos por densa sombra todos aquellos que contradicen a los primeros.
Identificar a ese tiempo –y por extensión a casi todo el siglo XIX, de tantas luchas– como los años del odio es registrar parte de la verdad, pero no toda ella. Es insistir que solo reinaba la “barbarie” cuando, al mismo tiempo, se daban múltiples ejemplos de trabajar por la “civilización”. Fue Sarmiento quien publicitó –desde su Facundo de 1845– esas categorías, condenando a las sociedades rurales como encarnación de la primera y reservando para las urbanas la representación de la segunda. No fue original en plantear esa falaz dicotomía, dado que su génesis puede rastrearse ya en las páginas periodísticas de combate político que surgieron en la españolista Montevideo y en la revolucionaria Buenos Aires desde 1811 en adelante. Las elites de esos centros urbanos pronto coincidieron en señalar a José Artigas como el “caudillo de los gauchos” –ambos términos muy estigmatizantes por entonces–, quien con su protagonismo, según ellas, imponía el terror y el atraso al atreverse a rebelarse contra los dictados que emanaban de las ciudades, depositarias tradicionales del poder español.
De ahí en más todos los líderes militares y políticos de origen campesino –y las masas que los acompañaban– serían señalados como “bárbaros”. Esto sucedió de manera constante durante todo el ciclo histórico que comenzó en Asencio, en 1811, y se clausuró entre Masoller y Aceguá, en 1904.
Esa potente fórmula ideológica del choque de la civilización contra la barbarie tuvo amplia repercusión en el continente, tomada con especial devoción por buena parte de las elites dirigentes de las capitales-puerto rioplatenses. Todavía hoy los efectos nocivos de esa ideología no se han disipado totalmente de nuestro escenario social, político y cultural. Cíclicamente algún acontecimiento parece reavivarla y exponerla públicamente, mientras que en otros actúa de manera subrepticia.
Cuando se llegó a la Paz de Aceguá, en 1904, volvimos a tener ejemplos de esa hidalguía y espíritu de concordia de los orientales. De acuerdo con el Diario de Campaña que escribió el entonces oficial Alfredo R. Campos la certeza de que se quería la paz la dio el valiente jefe revolucionario Basilio Muñoz Romero –jefe principal después de la muerte de Aparicio– cuando apareció, de sorpresa, el 24 de setiembre, en el campamento del Cnel. Galarza, a orillas del arroyo Lechiguana de Aceguá: “La conferencia de Basilio Muñoz con Galarza fue cordialísima; cuando se enfrentaron se abrazaron; eran viejos amigos de Durazno. La visita fue inopinada, sugerida por Manini, que logró decidir al Sr. Muñoz a efectuarla sin previo aviso y protocolo”.
“La paz es obra grande y patriótica y la haremos”, había dicho Muñoz. Así ocurrió. Fue recibido en el campamento gubernista con claras señales de respeto, de aprecio –y hasta admiración por su coraje– así como con elocuentes demostraciones de que todos deseaban la paz. A pesar de que “no faltan quienes exacerban las pasiones; es su oficio”, anotó Campos.
Varias décadas atrás, de antiguos vecinos recogimos la información que hasta bien entrado el siglo XX cada vez que Basilio Muñoz llegaba a la ciudad de Durazno su primer destino era visitar a Pablo Galarza. “Se estimaban mucho y siempre que se encontraban pasaban largo rato conversando”, nos dijeron.
Habían sido protagonistas de la Paz de Aceguá.
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