“Las sociedades han caído en la depravación, cuando la tolerancia es considerada un bien en sí mismo sin importar lo que se tolera”.
Gilbert Keith Chesterton
En pleno invierno, se ha producido en toda España una movilización sin precedente de productores rurales, que comenzó el 28 de enero en Santiago de Compostela y Zaragoza y se extendió como un reguero de pólvora hasta Huelva al sur de Andalucía, en el extremo sur de la Península, alcanzando el pasado 14 de febrero en Valencia la manifestación más multitudinaria, con una participación de más de mil tractores y 30.000 participantes.
¿Qué ocurre en España? O mejor dicho, ¿qué ha sucedido con las políticas de incentivo agrícola que pautó el inicio de la Unión Europea? Con la implementación de la PAC (política agrícola comunitaria), allá por el año 1960, se pretendió atender a la par de una estrategia de seguridad alimentaria, evitar que los campesinos fueran emigrando paulatinamente de los centros rurales a los centros urbanos.
Viendo las imágenes de los manifestantes, no podemos dejar de reconocer en ellos a auténtica gente de campo, con manos callosas y arrugas en los curtidos rostros que revelan su perfil etario.
Estos agricultores pelean por un futuro que ven cada vez más incierto, y no porque su producto no se venda o se haya incorporado una tecnología que los vuelve obsoletos. Los rurales españoles enfrentan varios problemas, que en su esencia no son muy diferentes a los de nuestro país.
Por un lado deben absorber una constante alza en sus costos de producción. Por otro, sus precios de venta se encuentran cada vez más deprimidos ante una brutal concentración en la distribución de alimentos, que cada vez captura una mayor porción del margen de utilidad de los productos finales. A esto se agregan los aranceles impuestos recientemente por Estados Unidos y la competencia desleal de productos importados, que ingresan al mercado español con estándares inferiores a los exigidos a los propios productores nacionales.
Como si el problema tuviera una solución mágica sacada de la galera de un mago, el ministro de la cartera de Agricultura propuso que las regiones “fomenten el cooperativismo” y “trabajen de forma coordinada”, como si la mano invisible de la industria y los supermercados fueran a aplaudir esta ingenua ocurrencia. La magnitud del asunto llegó a un punto tal que cualquier política basada en incentivos parece llegar tarde, dejando al Estado sin otra alternativa que intervenir directamente para resolver lo que los economistas llaman una “falla” del mercado, pero para la cual los agricultores se reservan un término más profano.
“Contad con el gobierno, la causa del campo es la del Partido Socialista”, dijo Pedro Sánchez el pasado sábado durante un mitín político rodeado de acólitos. Esto se produjo luego de que los agricultores y ganaderos llevaran una semana manifestando por carreteras y ciudades de España bajo la proclama de “Ayudadnos o pereceremos”, cortando varias rutas con miles de tractores y camiones, y haciendo colapsar el centro de Valencia.
Esta respuesta del gobierno español no debería sorprender en nada a los productores uruguayos, habituados a este tipo de no-medidas de tibios gobiernos -algunos socialistas, con los clásicos lugares comunes tornasolados de la jerga neoliberal-, que han dejado a los productores nadando como lagarto en piscina.
Los agricultores son ciudadanos que producen comida, y con su trabajo diario garantizan la seguridad alimentaria y la generación de divisas de un país. Son gente con mucha paciencia y resignación para aceptar las inclemencias del tiempo, pero poco tolerantes a soportar en silencio soluciones arbitrarias, concebidas desde cómodos pupitres, que muchas veces ocultan opacas motivaciones.
El secretario general de La Unió de Llauradors y Ramaders, Carlos Peris, ha destacado “que la ‘multitudinaria’ protesta responde a que han llegado a ‘una situación límite’. No somos capaces de tener un ingreso de nuestras explotaciones porque toda la cadena de valor se centra en grandes suministradores y los grandes supermercados están acaparando ese valor”.
Cuando los golpeados agricultores y sus dirigentes se refieren a la cadena de los grandes suministradores, que monopolizan la comercialización del fruto de su trabajo que son los alimentos, señalan fundamentalmente a dos grupos de “grandes superficies”, Mercadona y Carrefour. El primero, el más visible para ellos, puesto que sus fundadores y actuales directivos son españoles, que cuenta con más de 1.650 locales en todo el país. Su principal propietario, Juan Roig, ubicado por Forbes entre las cinco personas más ricas de España, fortuna iniciada por su padre en el ramo de la alimentación (ultramarinos) y que en los últimos años se ha visto menoscabada por las intrépidas incursiones en el mundo bursátil de los “start-ups”.
El segundo, Carrefour, de origen francés, con 12.000 locales diseminados por todo el mundo, incluyendo África. Solo en España cuenta con más de mil tiendas o “hipermercados”.
La gente de campo, la que vive en contacto permanente con la naturaleza y sus avatares, no se deja engañar con slogans ni con edulcoradas promesas a las que los políticos son tan proclives, revisten en el bando que revisten. Ellos ven con diáfana claridad cómo sus fuerzas de trabajo se van reduciendo del punto de vista biológico. Porque la mayoría de sus hijos ya no los acompañan, porque aunque casi ninguno de ellos soñó con ese ocio de la vejez que es la jubilación y están dispuestos a morir con las botas puestas, les cuesta mucho asumir por qué a ellos les va tan mal y en cambio a estos grupos que lograron conformar emprendimientos monopólicos abriendo todos los meses nuevos locales, les va a ojos vista muy bien. Solo Carrefour en un año agregó 182 nuevos locales en España.
Y esta gente -que tanto respetó don Miguel de Unamuno- que no hace ostentación de títulos académicos, no es tan ingenua para no intuir que se trata de algo mucho más grave que de una simple ecuación económica.
En un trabajo titulado: “La decadencia del campo, el suicidio de Europa, el auge de la pornografía y del hombre masa”, Dr. Carlos Javier Blanco Martín, ubicó el problema como una pieza clave en la caída de la civilización europea.
“…El caso es que hay una distancia cada vez mayor entre la mentalidad ciudadana cosmopolita y los valores tradicionales de aldeanos que se esconden apenas a unos kilómetros del centro de las capitales. Hay más cercanía y solidaridad, más cosmovisión compartida entre un madrileño cosmopolita y un neoyorquino de parecida instrucción y clase social, que entre este capitalino y el aldeano más próximo a su capital. La distancia espacial ya no indica nada…
El hombre cosmopolita aborrece la vida agrícola. El obrero fabril del mundo opulento, habitante de la barriada, no de la ciudad mundial, todavía mantenía un pie en la campiña, de donde hacía poco había surgido… Pero el hombre civilizado, el decadente, ya ha roto sus raíces de la tierra de donde ha venido. Carece de linaje y de vínculos terráqueos. Por ello el decadente tiende, colectivamente y como promedio, hacia la Muerte. La civilización, al sentirse vieja, sueña con ella. El cansancio vital de la vida civilizada exige imperiosamente el suicidio, la eutanasia, el aborto y el infanticidio…
La muerte de Europa, y en su conjunto, de todo el Occidente se manifiesta, en primer lugar y fundamentalmente, en una muerte demográfica. El profundo significado de que las parejas no quieran tener niños estriba en esta oscura intuición del sino. La muerte de Europa es muerte demográfica, pero también es deseo de destrucción, suicidio y sadomasoquismo….La esclavitud, lejos de abolirse, regresa con fuerza en nuestro siglo XXI. Millones de mujeres y de niños son objeto de comercialización sexual en un mundo no ya consumista en este sentido, sino más bien voraz…”
Y estas ácidas reflexiones del catedrático de la Universidad de Oviedo, son válidas fundamentalmente para nuestro país, el más europeizado de América Latina, y el más vanidosamente predispuesto a beber -por lo menos en sus élites- la amarga cicuta del decadentismo. Sobre todo si se la sirve en la copa de “progresismo”, ¡palabra tan vacía como ambigua…!