Empezaremos por distinguir cuatro papeles que puede cumplir la filosofía política como parte de la cultura política pública de una sociedad. Consideremos primero su papel práctico, papel que nace del conflicto político divisivo y de la necesidad de dirimir el problema del orden.
Hay largos períodos en la historia de toda sociedad durante los cuales determinadas cuestiones básicas conducen a un profundo y agudo conflicto, y parece difícil, cuando no imposible, encontrar algún suelo común razonado para el acuerdo político. A modo de ilustración: uno de los orígenes históricos del liberalismo está en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII que siguieron a la Reforma; estas divisiones dieron lugar a una prolongada controversia sobre el derecho de resistencia y la libertad de conciencia, lo que eventualmente desembocó en la formulación y en la aceptación, a menudo renuente, de alguna versión del principio de tolerancia. Las concepciones de Locke en la Carta sobre la tolerancia (1689) y de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) tienen una larga prehistoria. El Leviatán (1652) de Hobbes –seguramente la más grande obra de filosofía política escrita en inglés– se ocupa del problema del orden durante los disturbios de la guerra civil inglesa; y lo mismo hace el Segundo tratado (también de 1689) de Locke.
Para ilustrar en nuestro propio caso cómo el conflicto divisivo puede desembocar en la filosofía política, recordemos los extensos debates entre federalistas y antifederalistas en 1787-1788 en torno a la ratificación de la Constitución, y cómo la cuestión de la extensión de la esclavitud en los años previos a la guerra civil provocó discusiones de principio sobre dicha institución y sobre la naturaleza de la unión entre los Estados.
Nosotros suponemos, pues, que una de las tareas de la filosofía política –su papel práctico, por así decir– es fijar la atención en las cuestiones profundamente disputadas y ver si, pese a las apariencias, puede descubrirse alguna base subyacente de acuerdo filosófico y moral. O si no puede encontrarse dicha base de acuerdo, quizás al menos pueda limitarse la divergencia de opinión filosófica y moral que está en la raíz de las diferencias políticas divisivas, de tal modo que todavía pueda mantenerse la cooperación social entre ciudadanos sobre la base del respeto mutuo.
Para fijar ideas, consideremos el conflicto entre las demandas de la libertad y las demandas de la igualdad en la tradición del pensamiento democrático. Los debates a lo largo de los dos últimos siglos dejan claro que no hay un acuerdo básico sobre cómo han de organizarse las instituciones para mejor favorecer la libertad y la igualdad de la ciudadanía democrática.
Hay una línea divisoria entre la tradición que arranca de Locke, tradición que pone el acento en lo que Constant llamó “la libertad de los modernos” –libertad de pensamiento y libertad de conciencia, ciertos derechos básicos de la persona y de propiedad, y el imperio de la ley– y la tradición que proviene de Rousseau, que pone el acento en lo que Constant llamó “la libertad de los antiguos” –las libertades políticas iguales y los valores de la vida pública–. Este contraste, en extremo estilizado, pone de manifiesto la profundidad del conflicto.
El conflicto arraiga no solo en las diferencias respecto de intereses sociales y económicos sino también en las diferencias entre teorías políticas, económicas y sociales generales sobre cómo funcionan las instituciones, así como en las diferentes visiones sobre las consecuencias probables de las políticas públicas. Aquí nos centraremos en otra raíz del conflicto: las diferentes doctrinas filosóficas y morales que se ocupan de cómo debemos entender las demandas enfrentadas de la libertad y la igualdad, de cómo deben ordenarse y equiponderarse, y de cómo ha de justificarse cualquier modo particular de ordenarlas.
Señalaré brevemente otros tres papeles de la filosofía política que iremos considerando a medida que avancemos. Uno es que la filosofía política puede contribuir al modo en que un pueblo considera globalmente sus instituciones políticas y sociales, y sus objetivos y propósitos básicos como sociedad con historia –como nación–, a diferencia de sus objetivos y propósitos como individuos o miembros de familias y asociaciones. Además, los miembros de cualquier sociedad civilizada precisan de una concepción que les permita entenderse a sí mismos como miembros que poseen un determinado estatus político –en una democracia, el de ciudadanos iguales– y les permita entender cómo afecta dicho estatus a la relación con su mundo social.
Un tercer papel, subrayado por Hegel en sus Principios de la filosofía del derecho (1821), es el de reconciliación: la filosofía política puede tratar de calmar nuestra frustración y nuestra ira contra nuestra sociedad y su historia mostrándonos cómo sus instituciones, cuando se las entiende adecuadamente desde un punto de vista filosófico, son racionales y se han desarrollado a lo largo del tiempo de ese preciso modo a fin de alcanzar su forma racional presente.
El cuarto papel es una variación sobre el anterior. Nosotros concebimos la filosofía política como realistamente utópica, esto es, como una disciplina que investiga los límites de la posibilidad política practicable. La esperanza que tenemos puesta en el futuro de nuestra sociedad descansa en la creencia de que el mundo social permite por lo menos un orden político decente, tanto que resulta posible un régimen democrático, aunque no perfecto, razonablemente justo. Nos preguntamos así: ¿cómo sería una sociedad democrática bajo condiciones históricas razonablemente favorables, pero con todo posible, esto es, bajo condiciones permitidas por las leyes y tendencias del mundo social? ¿Qué ideales y principios intentaría realizar dicha sociedad, dadas las circunstancias de la justicia que sabemos que existen en una cultura democrática? Esas circunstancias incluyen el hecho del pluralismo razonable, que es una condición permanente ya que acompaña sin cesar a las instituciones democráticas libres.
John Bordley Rawls (Baltimore, 21 de febrero de 1921-Lexington, 24 de noviembre de 2002) fue un filósofo estadounidense, profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard y autor, entre otras obras, de Teoría de la justicia (1971), Liberalismo político (1993), y La justicia como equidad (2001) del que hemos reproducido el presente fragmento.
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