En los últimos años el Uruguay ha debido adaptarse a una creciente fecundidad normativa por parte de un Banco Central que exhibe una presencia cada vez más visible en la vida de los actores económicos y la ciudadanía en general. Estas normas a menudo parten de la necesidad de adecuarse al marco internacional; pero en muchos otros casos parecieran surgir de una voracidad normativa por una burocracia que actúa con progresiva autonomía y que por la vía de los hechos le ha ido ganando terreno a los tres poderes constitucionales.
Esta situación fue en parte una respuesta natural a la crisis del 2002, la que expuso serias fallas en la supervisión y el funcionamiento del BCU. Se reforzó el área de supervisión del sistema financiero, y de a poco se fueron imponiendo barreras para aquellos que querían entrar al negocio financiero, principalmente a los bancos. En un inicio esto sirvió para depurar el sistema, reduciendo el número de instituciones y mejorando la calidad promedio de las mismas.
Pero esta formidable barrera de entrada -concebida para la realidad de hace casi dos décadas-, ha conducido a un sistema financiero cada vez más concentrado, que lejos de hacerlo más sólido, lo hace más dependiente de un reducido número de bancos. Esto también tiene serias consecuencias sobre la competencia, haciendo que los servicios financieros sean cada vez más caros y mediocres.
Si la crisis del 2002 estuvo centrada en bancos nacionales o consorciales, entonces el supervisor buscó que los bancos locales fueran controlados por accionistas bancarios supervisados por los reguladores del país de origen. Pero esta tercerización de la función de supervisión mostró sus límites cuando se produjo la crisis bancaria española. Esta crisis encontró a sus filiales bancarias locales altamente líquidas, pero con los fondos depositados mayormente en las casas matrices, justo en el momento que estaban siendo asistidas por el Banco Central Europeo. Este es solo un ejemplo de cómo una norma hecha para una realidad determinada, y con la mejor de las intenciones, podría haber terminado en un desastre.
Paradojalmente, todo ese marco normativo no sirvió para impedir que en el 2006 el BCU le otorgara una licencia bancaria al Bandes de Venezuela, hecho que ha traído serias consecuencias para nuestro país, entre ellas la primera sanción del Tesoro de los Estados Unidos a una institución uruguaya en toda la historia del sistema.
Quizás llegó el momento de reevaluar la gobernanza de una institución que ha ido adquiriendo más competencias y grados de libertad en su accionar. Cuando se reclama una mayor independencia del BCU, es en función de su rol de emisor de moneda. El argumento es muy sencillo: si el emisor queda subordinado al Ministerio de Economía, entonces la política fiscal dominará la política monetaria y llevará a una tasa de inflación superior a la deseable. Sin embargo, el BCU ha ido acumulando roles de supervisión que van mucho más allá del control de la estabilidad de la moneda y la solidez del sistema bancario.
En otros países desarrollados, el Banco Central se limita a la función de emisor monetario y regulador del sistema bancario. A modo de ejemplo, la Fed solo supervisa los bancos más grandes que son los que tienen impacto sistémico, dejando al resto del sistema bajo la supervisión del OCC y la FDIC. Ni que hablar del mercado de capitales y sus agentes e intermediarios, que son supervisados por la SEC.
Esta separación de las tareas de supervisión del sistema bancario y el mercado de capitales asegura una sana competencia entre supervisores, garantizando una mayor objetividad y transparencia, y reduciendo el riesgo que una actividad quede subordinada a los intereses de la otra.
A diferencia de los Estados Unidos con la crisis del ´29, en Uruguay ninguna crisis bancaria se originó en el mercado de capitales. Más bien ha sido lo contrario, por lo que resulta difícil comprender el sesgo contra el desarrollo de un mercado que sirvió durante toda la historia para financiar las grandes empresas y obras nacionales.
Existe una clara conexión entre la falta de acceso a capital de largo plazo para las empresas y la creciente desaparición del empresariado nacional. El presidente Mujica ha sido de los pocos en el gobierno saliente que comprenden este fenómeno, cuando dice que el empresariado uruguayo se convirtió en “rentista”. Esta es la consecuencia natural del principio de “crecer o morir”, ya que sin acceso a capital las empresas nacionales están condenadas a venderse a multinacionales. Basta observar el caso de los supermercados, molinos arroceros o frigoríficos, por nombrar solo algunos rubros donde existían pujantes empresas y empresarios nacionales.
Cuando se plantea al BCU la necesidad de fomentar el desarrollo del mercado de capitales, empieza el juego del gran bonete, y la respuesta ineludible es que el desarrollo es competencia del MEF. Pero en esa cartera no hay nadie que se ocupe en serio del tema, lo que garantiza que el tema muera allí. Con esta dinámica no debería sorprender a nadie que la tan mentada “inclusión financiera” se base en cajeros automáticos y tarjetas, tecnologías presentes en nuestro país desde hace tres décadas.
Esta esclerosis no solo atenta contra el acceso a financiamiento a las empresas, sino que desestimula completamente cualquier innovación, contribuyendo a deprimir la productividad general de la economía. Por ejemplo, si Uruguay tiene hoy día una pujante industria de software, es en gran parte porque en el pasado existió un sistema financiero dinámico con muchos y diversos actores. Debería resultar evidente que si de un lado tenemos un BCU que solo regula, y nadie se ocupa del desarrollo, vamos a terminar con un sistema financiero cada vez menos competitivo y oneroso para los actores económicos. ¿Qué se puede hacer entonces para revertir esta tendencia?
Para empezar, se deberían separar las funciones de regulación y supervisión del sistema bancario del resto de las actividades. Algunos países han incluso permitido a sus fondos de inversión y pensión competir en el otorgamiento de créditos con el sistema bancario, como forma de introducir más competencia entre los jugadores existentes. La reforma Bachar en Israel (2005) apuntó justamente a eso, destrabando un sistema financiero y facilitando el acceso al financiamiento de las noveles empresas creadas en su país. Un ejemplo más cercano, el Banco Central de Brasil ha adoptado medidas para facilitar que los clientes puedan adoptar las nuevas tecnologías financieras (Fintech) ofrecidas por pequeños emprendedores y bancos digitales, estimulando de esta manera la competencia en la provisión de servicios financieros. Los brasileños vienen implementado medidas en esa dirección desde 2016, al punto que en un artículo reciente en la publicación America´s Quarterly propone que “debería ser replicada en toda la región”.
También se debería acotar el perímetro de regulación a aquellas actividades que por naturaleza puedan afectar la solvencia y liquidez del sistema en su conjunto, es decir, que son “sistémicas”, no perdiendo de vista que el objetivo de supervisión es proteger a los depositantes, no tratar a los ciudadanos como niños. En todo caso, antes de seguir ampliando su perímetro, debería asegurarse de que las cosas que ya regula se mantengan dentro de parámetros más normales, como ser la tasa de créditos a las familias que hoy supera 170% anual.
Habría que evaluar también si no correspondería reformular la ley 15.322 de 1982, pensada en una época en que no se utilizaba el computador personal, mucho menos teléfonos celulares o internet. Esta ley regula la intermediación financiera, la inevitable pared que frena cualquier tipo de innovación financiera.
Finalmente, se debería evaluar si no existe un conflicto de intereses cuando los funcionarios del regulador hacen sus aportes y cobran su jubilación a la misma caja de los supervisados. No es necesario explicar que esto introduce sesgos estructurales que podrían llegar a generar asimetrías en las decisiones.
El BCU debe mantener presente que su función principal sigue siendo la de emisor de moneda local, manteniendo la inflación bajo control. Una autoridad monetaria que viene incumpliendo sus metas de inflación de forma sostenida debería ser la principal interesada en reducir su misión, de modo de poder concentrarse en lo fundamental.
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