Cuando surgió Gandhi, su proyecto parecía ridículo: ¿cuántos batallones tenía Gandhi? ¿Cómo un hombre podía enfrentar al imperio más grande del mundo? Pero con una estrategia no violenta fue midiendo la capacidad de su pueblo para luchar por la causa sin agresión al adversario. La clave estuvo en su firmeza y su paciencia. Y la convicción irrenunciable de que el único camino es el diálogo. Pero muchas veces, la insensatez humana olvida la senda del acuerdo y la concordia, que implica amor a la vida, y elige la de la lucha y el enfrentamiento, que lleva a la destrucción.
La búsqueda del entendimiento
En cualquier orden de la vida social, para que una persona pueda comunicarse suficientemente con otra necesita ponerse en el lugar del otro: entender cuál es su interpretación de los hechos y la significación de sus palabras. Pero, además, cada una de las partes debe ser capaz de revisar sus propias razones, tener suficiente capacidad de autoconciencia y autorreflexión. Y aquí nos encontramos con que, en la práctica, tal vez lo más frecuente es que las personas se resistan a evaluar con inteligencia y sinceridad su propio pensamiento. Se intenta la propia justificación suponiendo que sus afirmaciones son verdades y se utilizan mecanismos de defensa psicológicos de todo tipo: adjudicar intenciones al otro, usar razones que son pretextos, dar por seguro lo que es probable…
Comunicarse es interactuar y convivir, y el principio básico que lo hace posible es el respeto del otro como persona, que conduce a la capacidad de diálogo y la aceptación de las diferencias, dentro de un clima de confianza basado en un pacto moral de sinceridad (de verdad y de justicia) imprescindible para una vida en sociedad. Su contrario es el empecinado “querer tener razón”, que hace imposible el diálogo. Esto vale para toda la vida en sociedad, tanto privada como pública, tanto entre personas como entre instituciones. Pero donde tal vez se hace más evidente la necesidad esencial del diálogo es en el ámbito familiar y en el educativo.
Todos poseemos la misma condición humana y por tanto hay valores que pertenecen a nuestra esencia y es lógico que los compartamos y profundicemos. Entre ellos: el sentido ético de que existen cosas convenientes o inconvenientes para el ser humano; que sin orden y justicia la vida social es imposible, que hay rasgos como el respeto y la aceptación del otro que son imprescindibles para la vida social, que la verdad y la sinceridad posibilitan las relaciones humanas…
Pese a la complejidad de la comunicación, existen modalidades de diálogo capaces de reunir los requisitos adecuados: el diálogo político, la entrevista periodística, la mediación, etcétera. Si se manejan con aspectos formales establecidos, adecuada definición de objetivos y reglas de juego aceptadas, consiguen resultados satisfactorios.
El valor de la conversación y el encuentro
Existe una modalidad de diálogo, el diálogo informal, cuyo objetivo es el encuentro mismo, sin agenda temática y sin pautas. Eso es lo que llamamos “conversación”, cuyo único requerimiento es que los integrantes, dos o más, estén juntos y se dispongan, a “mantener una conversación” (al modo de un encuentro entre amigos, una “charla de café”, etcétera).
La conversación ofrece ventajas inapreciables como instrumento de diálogo y de convergencia y constituye una forma nada desdeñable de acercamiento y mutua comprensión. Ya el estar juntos genera vínculos, porque hace que se cumpla el principio básico de la teoría de la comunicación “es imposible no comunicar” Ya lo hacemos, aun sin darnos cuenta, con nuestra presencia, gestos, actitudes. A través de ella se hace posible desarticular errores y prejuicios, que muchas veces se resisten a flexibilizarse con una fuerza indomable.
Además, uno no sigue siendo exactamente el mismo luego de una conversación: siempre algo ha entrado en mi mundo, algo me aportó, aun cuando haya penetrado inadvertidamente y no sea consciente de ello. Por eso mismo el premio Nobel de Economía Amartya Sen señala estar convencido de que justamente es la conversación el camino para el entendimiento entre culturas diferentes y la unión de los pueblos. Y el mismo papa Francisco muestra estar en esta tónica cuando expresa que “la evangelización no se haga mediante el proselitismo sino por atracción”. O sea: a través del encuentro.
Lo que señalamos resulta claramente ejemplificado con un caso sorprendente de la psiquiatría. Milton Erickson, famoso psiquiatra americano, fue nombrado en una clínica donde un paciente solo se comunicaba a través de una “ensalada de palabras” irreconocibles. Cuando Erickson se presentó y fue recibido de ese modo por el paciente, él se sentó al lado y respondió también con otra “ensalada de palabras”. Así, durante un tiempo mantuvieron ese tipo de “conversación”. Pero un día, sorpresivamente, el paciente dijo una palabra con sentido, y él respondió del mismo modo. Así se fueron agregando palabras normales, hasta que al fin el paciente terminó hablando el lenguaje común, se curó y fue dado de alta. Caso singular que muestra la fuerza de la palabra y el encuentro.
Parece sensato atender en la interacción cotidiana a la vía de la conversación, humilde en su apariencia, sabia en su concepción y profunda en su eficacia. El estar juntos y trabajar juntos es el mejor camino para el conocimiento mutuo y para la construcción de la unidad y de la paz.
El diálogo enriquecedor
La mera interlocución entre personas no reúne de sí todas las condiciones como para merecer el calificativo de “diálogo”. Cuando en una célebre película Al Pacino convoca al jefe de Policía y a otro jefe de una familia mafiosa para “conversar”, evidentemente ese encuentro no tiene nada de “diálogo”, y así fue su desenlace de sangre. Cuando Mussolini citaba a alguien para una audiencia, lo recibía desde una alta tarima y el candidato debía recorrer una larga alfombra bajo la mirada del Duce y luego permanecer hablándole desde abajo: es evidente que no se podía “dialogar” en esas condiciones.
Fue la filosofía griega quien acuñó el término, como característica del método socrático, que tenía su finalidad esencial en el esclarecimiento; o sea: la búsqueda de la Verdad. De modo que un verdadero diálogo debe estar signado por condiciones éticas sin las cuales pierde su esencia. Y cuando el diálogo no tiene una finalidad puramente intelectual o discursiva, sino que se busca definir situaciones y arribar a decisiones para actuar, hablamos de negociación. Esta palabra no suele tener buena imagen, pero es porque se le asigna solo el carácter de la negociación muchas veces tramposa, sin atender a que también existe una negociación honrada en la que pueden salir ganando ambas partes. Más aún, casi toda nuestra vida es una negociación permanente: cuando elegimos en familia dónde vacacionar, qué espectáculo elegir para esta noche o cómo celebrar un cumpleaños.
Por tanto, puede llamarse diálogo al intercambio de opiniones, libre y sincero, a través del cual, mediante la escucha del otro, se pueda arribar a conclusiones compartidas. No se trata de imponer mi posición ni convencer al otro. Si el diálogo es sincero y estoy dispuesto a escuchar y no a convencer a toda costa, es casi imposible que haya posiciones irreconciliables. Cada uno finalmente puede mantener su opinión, sentir que se lo ha escuchado, que las opiniones han sido cotejadas y probadas, y el respeto de cada uno ha sido preservado.
Una de las condiciones indispensables para el diálogo es saber escuchar, atender al otro sin “tener la cabeza en otro lado”, no interrumpir al otro antes de que haya podido expresarse suficientemente, dejarlo terminar, sin apurarlo con mi impaciencia. Y una técnica saludable suele ser tener que comunicar lo que el otro ha dicho, si he podido interpretarlo, antes de formular mi opinión propia. La ansiedad es enemiga del diálogo genuino.
En el diálogo me enriquezco con el aporte del otro. Y el contacto con personas de otras convicciones aumenta la posibilidad de compartir, de confrontar y de abrirme a lo que es diverso o diferente. Si tratamos solo con personas que piensan como nosotros se corre el peligro de que se estreche nuestra apertura mental. Si se enfocan las cosas desde muchos puntos de vista diferentes la posibilidad de mantener prejuicios o ideas erróneas se reduce.
El diálogo no es tan fácil, porque supone el riesgo de tener que escuchar ideas que nos irritan. Hace falta tener coraje para tomar contacto con personas o posiciones ajenas, diferentes u opuestas. Sería más fácil distanciarse y agredir. Pero es cierto que el diálogo es capaz de cambiar actitudes y resolver conflictos. Y los proyectos suelen resultar mejores si son precedidos por el intercambio en un diálogo sincero. Para arribar a decisiones sanas, el único medio es evaluar en sí la propuesta más efectiva y posible, con prescindencia de aspectos personales de quienes la proponen.
Por eso, en nuestra cultura ocupa un lugar de excepción el “diálogo socrático”. El método consiste en que uno nunca afirma nada, sino que pregunta, y así va llevando a que el otro se dé cuenta de su posición equivocada. Aquí tiene sus raíces el psicoanálisis de nuestro tiempo.
El arduo diálogo político
El intercambio dialogal es la base de toda la vida democrática. Porque la esencia de la democracia consiste está en ser el instrumento más viable para la resolución no violenta de los conflictos.
Cuando en una comunidad no se encuentra cómo satisfacer los deseos de todos, surgen los conflictos de intereses. Frecuentemente se busca la solución por votación, pero esa decisión se basa en un criterio cuantitativo, la “mayoría”, no racional ni fundada en argumentos. La minoría “se resigna”, acata los números, pero sus aspiraciones no se satisfacen y eso deja latente un malestar social subyacente. Solo a través del diálogo se puede cotejar la validez de los argumentos de cada sector y llegar a un acuerdo aceptado por todos. Con esto es posible que las partes reordenen sus deseos e intereses y queden todos suficientemente satisfechos.
Un diálogo que busque disfrazar con subterfugios alguna cuestión en el fondo ya definida de antemano es un diálogo “cosmético”, de disimulo y típicamente gatopardista: hacer que las cosas queden como antes. No hay que tenerle miedo al diálogo ni eludirlo. Cuando los conflictos quedan como traumas sin elaborar, terminan enquistados en el inconsciente colectivo y persisten en la memoria inexorable de la historia de las poblaciones, destilando interminable malestar mientras no se resuelvan. Si supuestamente para “preservar la paz” eludimos la toma de conciencia de las situaciones de conflicto, nunca se arriba a una paz duradera. Ellas se resuelven realmente con la “reconciliación” de las partes. Pero esto supone un genuino reconocimiento de las propias fallas (no reconocimiento a medias) y genuina reparación de los daños causados.
Existe el peligro de que en los “relatos” políticos, siendo estos una construcción del imaginario colectivo, muchas personas con conflictos personales irresueltos (búsqueda de figuras parentales de las que carecieron, conflictos con la autoridad por problemas con la figura paterna, etcétera) proyecten allí esas temáticas “revolucionarias”, confundan fantasía con realidad y conviertan en padres ideales a líderes simplemente humanos y hagan del relato un mito cuasi religioso. Allí, el diálogo es imposible. Una comunicación normal requeriría una metanoia, una conversión mental, por parte de tales personalidades, que limpiara los obstáculos que esa estructura caracterológica y ese relato ideológico originan, entorpeciendo la verdad.
Desde los albores de nuestra cultura, la palabra ha sido valorada como una dimensión humana esencial. Es el lazo de unión entre el mundo material y el mundo espiritual. En ella se conjugan, al modo de una síntesis maravillosa, lo corporal, con sus gestos y expresiones; el nivel intelectual, con sus ideas; lo emocional, con sus matices y variaciones de la expresividad; lo artístico-musical, con su sonoridad; lo poético, con sus cadencias y sus rimas; lo vincular, con su comunicación con los otros… Y desde el inconsciente o en los sueños, brotan palabras con el encanto del simbolismo y el misterio. El poder de la palabra es tan enorme que una frase puede desencadenar una guerra. Y también una frase puede movilizar los aspectos más sublimes de la existencia.
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