“Casanova” ha pasado de ser un apellido a ser una cualidad. Los años, y por qué no decirlo, sus propias memorias han transformado a Giacomo Casanova en el prototipo del seductor. A esa clase de individuos los franceses le dicen tomber de femmes. Los españoles, siguiendo a don José Zorrilla, lo identifican como “donjuán”, aquel poco caballeroso caballero que se ufanaba de que: Por donde quiera que fui, / la razón atropellé, / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé, / y a las mujeres vendí. Claro que se trata de un personaje literario que Zorrilla hizo conocer en su Don Juan Tenorio en 1844. En cambio, Casanova existió y sus andanzas están registradas por él mismo.
Dice ese gran pensador que es Rodolfo Fattoruso, que es prudente desconfiar de las “memorias”. Esa humana tendencia a exagerar virtudes y disimular defectos tiene en esos escritos campo fértil. Es de suponer que las Memorias de Giacomo Girolamo Casanova no escaparán a esa suspicacia.
La historia de la publicación de esas Memorias es ya bastante novelesca. Si seguirnos el proceso consignado en la Revista de archivos, bibliotecas y museos 1/1/1902, el texto primitivo de las Memorias, aunque escrito en francés, se imprimió en alemán en Leipzig. La autora argentina Margarita B. Pontierinos agrega que, a la muerte del veneciano, un familiar vendió el texto a la editorial alemana, que los publicó en doce volúmenes entre 1822 y 1828. Pero el manuscrito original no se correspondía con los textos publicados. Así, en 1910 el autor francés Edouard Maynial (1879-1966) lo hace notar en el último capítulo de su Casanova et son temps, según comenta el periodista, escritor, traductor y abogado José Sánchez Rojas en el periódico madrileño La Lectura en 1911.
Medio siglo después
Se trataba de ediciones censuradas o con aditivos y recién en 1960 los herederos a cargo de la editorial alemana “exhumaron el manuscrito original y lo publicaron”, dice Pointieri.
Si es difícil dar fe total a las Memorias, si sumamos los cortes y quebradas de las ediciones, el crédito disminuye sensiblemente. Admitamos que el texto verdadero es el publicado en 1960.
Según nos cuenta, Casanova nació el 2 de abril de 1725 en Venecia. Dentro de poco se cumplirán 300 años. Deberíamos haber esperado hasta fecha más próxima para celebrar el tricentenario de su nacimiento, pero hemos aprendido que es posible adelantar los tricentenarios de personajes y ciudades sin mayor escándalo.
Parece que bien joven, por influencia de su abuela, fue enviado a Padua, donde, dice: “Recibí educación y vestí el traje de abate para probar suerte en Roma”. El abate, RAE dixit, es un “clérigo dieciochesco frívolo y mundano”. Como aquel que retrata Darío entre los dos rivales que disputaban el interés de la divina Eulalia: el vizconde rubio de los desafíos y el abate joven de los madrigales.
Es bien interesante cómo detalla nuestro Giacomo su proceso. Después de relatar una serie de vicisitudes amorosas, de aventuras, de viajes, de encuentros y desencuentros, comprende que necesitaría un cambio de look. “Llovía, y como yo iba sin capote y con medias de seda, necesitaba un coche. Me resguardé bajo el atrio de una iglesia y me puse la casaca al revés para disimular mi condición de abate”, dice. Y ya alojado agrega: “Me puse a reflexionar que probablemente no haría ya mi carrera en el estado eclesiástico, y se me ocurrió hacer de mí un oficial […]. En veinticuatro horas, por obra de un sastre inteligente, quedé transformado en discípulo de Marte. Compré una larga espada y fui a pasearme por la población. Me mudé a una habitación mejor y aún recuerdo la agradable impresión que me causé a mí mismo cuando pude admirarme en un gran espejo”. Hay que reconocer que con el traje de abate ya había recabado abundante experiencia amorosa.
Emplomado
Pero no todo fueron aventuras exitosas, duelos, estafas, o hazañas amorosas. Poco después de cumplir sus treinta años “el odioso tribunal ordenó [se] me prendiese, muerto o vivo”. La conducta de Casanova molestaba a gente poderosa y entre sus numerosos defectos se le atribuía la calidad de nigromante y cabalista, aunque hay quienes piensan que también influyó su pertenencia a la masonería. No era raro que la Inquisición se ocupara de él. En esos tiempos el Santo Oficio y los Inquisidores de Estado coexistían en la República de Venecia. Tenían en común la persecución de los delitos contra la fe, aunque los inquisidores estatales tenían más amplias competencias al extremo de que podían hasta condenar a muerte al dux. Acusado dice: “Como era difícil encerrarme en las cárceles eclesiásticas de la Inquisición, se acordó llevar el asunto a los inquisidores de Estado”. Y el “odioso tribunal”, lo hizo pasar por el Puente de los Suspiros a I Piombi. La prisión tomaba su nombre de los techos, que eran de plomo. Allí compartió celda con un fraile, junto con el que logró fugarse el 1º de noviembre de 1756. Según dice, la salida fue a través de un agujero en el techo desde donde se introdujeron el Palacio Ducal, para llegar, a través de los vericuetos palaciegos, a una oportuna góndola que completó una fuga inédita, dándole tema para uno de sus numerosos libros.
Su fama, cultivada por él mismo, se debía a una abultada cifra de mujeres seducidas. Según este calavera veneciano, ciento veintidós mujeres habrían sucumbido a sus encantos. Es de destacar su carácter democrático: no hacía acepción de mujeres. Todas eran objeto de su atención, nobles o villanas, agraciadas o las que no lo eran tanto.
De todos modos, a diferencia de Tenorio que amó a una sola y ni siquiera la tuvo, él declaró que las había amado a todas. No puede negársele su gran corazón.
Murió solo, empobrecido y triste a los setenta y dos años el 4 de junio de 1798. En algún momento la Real Academia Española decidió incorporarlo al diccionario como adjetivo. Le hubiera gustado saberlo.
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