–Lo que sé –dijo Cándido– es que debemos cultivar nuestra huerta.
–Tenéis razón –dijo Pangloss–; porque el hombre fue puesto en el jardín del Edén, “ut operaretur eum”, para que lo cultivara; y eso prueba que el hombre no ha nacido para vivir ocioso.
–Trabajemos y no pensemos –dijo Martín–; así la vida será soportable.
–Muy bien dicho –contestó Cándido–, pero lo importante es cultivar nuestra huerta.
Fragmento de Cándido, de Voltaire
Al término ya casi del mes de enero y con la transición de por medio como paréntesis, comienzan a vislumbrarse los temas que pondrán rápidamente a prueba no solo al gobierno de Orsi, sino al país. ¿Por qué decimos esto? Porque más allá del resultado de las elecciones del año pasado y del próximo cambio de gobierno, la ciudadanía parece estar aceptando que en Uruguay hace falta reflexionar sobre algunos temas, más allá del caleidoscopio de los colores partidarios –más aún si se quiere encontrar una solución sustentable a largo plazo–. Y en esa línea, no basta con señalar o diagnosticar tal o cual problema, sino considerar también qué nos está faltando como sociedad, en un sentido positivo, para mejorar nuestros índices de seguridad, educación, economía, salud. Algo que en cierta manera está muy relacionado con el futuro del trabajo y de la productividad, tanto a nivel local como internacional.
Lo que nos recuerda a aquella obra de Voltaire –uno de los padres del racionalismo del siglo XVIII– Cándido,en la que narraba las experiencias de un ingenuo joven que se aventura a conocer el despiadado mundo real y encuentra al final de su experiencia que el trabajo es el mejor remedio frente a los males humanos. Descubriendo –además– que entre todos los trabajos que el hombre puede desempeñar, el trabajo agrícola es el más valioso de ellos.
Desde esa perspectiva y más allá de la analogía que podemos hacer entre el Uruguay que se nos promete y Cándido, el personaje principal de esta historia, resulta interesante considerar el profundo valor que le da Voltaire al “trabajo”, y cómo en la misma medida otros pensadores de casi la misma época como J. Locke –por ejemplo– también le otorgan una significación especial. Y esto es así porque en la medida en que las sociedades preindustriales se modernizaron, o sea se industrializaron, fue necesario construir una nueva educación en torno al trabajo, su función y valor.
Afirmaba Locke en su Segundo tratado sobre el gobierno civil: “Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo [labour] de su cuerpo y la labor [work] producida por sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo es, por consiguiente, propiedad suya”.
Recordemos –en referencia al trabajo– que en Roma –por ejemplo– cuando el trabajo esclavo no era suficiente para cubrir la demanda de mano de obra, se contrataba mano de obra de hombres libres que necesitaban de la remuneración. De esa forma, se reguló el mercado de trabajo de estos hombres libres. La primera ordenanza se denominaba locatio conductio operarum, y en ella se establecían algunas reglas acerca de cómo debía desarrollarse esa relación entre el “conductor” y el deudor de su trabajo. Más tarde se estableció otra ordenanza que regulaba el trabajo contratado para una obra determinada llamada locatio conductio operis.
Esta distinción entre el trabajo remunerado y el trabajo servil marcó el principio de una nueva cultura de trabajo, en la que este no solo era un medio personal de progreso, sino también una forma de ser libre. Esta relación entre el trabajo y la libertad fue el motor de desarrollo de la sociedad occidental. Lamentablemente, en el correr del siglo XIX Karl Marx edificó una imagen trágica del trabajador, colocando al trabajador remunerado como víctima, y en esa medida pretendió despojarle su inherente valor y belleza.
En nuestro país, la modernización transcurrió ya entrado el siglo XX y tuvo como protagonistas políticos a Batlle y Ordóñez, a Pedro Manini Ríos, a Domingo Arena, a Luis Alberto de Herrera, entre otros, quienes tuvieron la difícil tarea de convertir a Uruguay en un país productivo. Sin embargo, por diversas causas –que no enumeraremos en esta ocasión– aquel entusiasmo inicial de nuestra población, aquel optimismo extraordinario que tuvo por símbolo al Ariel de Rodó –que fue de referencia en toda América– se diluyó en pocas décadas, pasando del entusiasmo y el optimismo a la apatía y el pesimismo.
Para colmo, los 15 años de gobierno del Frente Amplio habituaron a nuestra población a un ethos asistencialista, en el que recibir dinero sin trabajar se volvió una normalidad, generando un modelo conductual que no solo no motiva a progresar, sino que además significa un verdadero desperdicio de recursos humanos para el país.
Pero quizás, yendo más a fondo, podemos ver que los problemas que tiene el Uruguay por delante son consecuencia de una forma obsoleta de percibir al Estado. Y así, parecería necesario hacer un cambio cultural mediante una educación actualizada para los tiempos que corren. Porque no solo es necesario generar una mayor cantidad de puestos de trabajo, sino que además es preciso inculcar una ética del trabajo. Y en ese sentido, es interesante ver el ejemplo histórico de otros países que hicieron reformas importantísimas en lo que respecta a la formación de recursos humanos, tal como lo hicieron –salvando las infranqueables distancias– los “tigres asiáticos” en el siglo XX, pero también la Alemania de Bismarck en el siglo XIX.
Sin embargo, viendo lo que está sucediendo en nuestro país con la Caja Profesional, que está al borde de la quiebra, la situación de los profesionales uruguayos –que son generalmente aquellas personas mayormente educadas– parece ser cada más apremiante, sobre todo añadiendo lo que dijo en alguna oportunidad Julio de Brun para La Mañana, mencionando que en Uruguay mediante el IRPF se graba el capital humano, desincentivando más aún la formación en recursos humanos.
En esa medida, y frente a lo irrevocable de los hechos, parece cada vez más urgente no solo educar en la formación técnica de nuestros jóvenes, sino también en otros aspectos que podrían ser vitales en un futuro, como la importancia de disponer de ahorros personales y de su gestión y posible inversión. Porque más allá de lo rimbombante, lo sucedido con los bonos ganaderos expone otro problema de nuestra novel ciudadanía, que es básicamente la ignorancia ante cómo invertir, en qué hacerlo y cómo hacerlo de una forma segura. Nos hemos vuelto un pueblo lento en hacer reformas que urgen y que incentiven a trabajar, producir e innovar. ¿Se animará el próximo gobierno a afrontar este reto?
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