A fines de los años 90, con otros compañeros de un grupo provida en el que militaba, organizamos la primera conferencia sobre “ideología de género” que hubo en nuestro país. La ponente era una argentina que participó de las Conferencias de la Mujer de El Cairo y Pekín, y que vio –por así decir– el demonio cara a cara. Cuando explicábamos a nuestros amigos de qué iba la cosa, nos trataban de conspiranoicos…
Desde entonces hasta hoy, la ideología de género –y en general toda la cultura woke– se ha impuesto en casi todo occidente gracias a la promoción de las agencias de la ONU, al financiamiento de fundaciones creadas por magnates malthusianos, a la complicidad de muchos gobernantes y al maquillaje proporcionado por los medios de comunicación.
Hasta hace pocos años, casi los únicos que dábamos la batalla por la “cultura de la vida” éramos los integrantes de los grupos provida. Uno de los primeros “poderosos” en empezar a librar la batalla cultural en su país fue Viktor Orban, presidente de Hungría. Donald Trump, durante su primer mandato, también mostró su compromiso con la lucha provida. Más recientemente, Meloni, Bukele y Milei –cada uno con su propio estilo– han manifestado con meridiana claridad su oposición a la cultura woke.
Además, se han empezado a oponer o han dejado de apoyar la cultura woke poderosos magnates. Elon Musk la ha enfrentado contundentemente. Tras el triunfo de Trump, Mark Zuckerberg, decidió terminar con la censura en Facebook e Instagram y Jeff Bezos de Amazon y Disney anunciaron que van a dejar de promover la cultura woke.
La sensación es parecida a la de un grupo de soldados que está en una trinchera, peleando con hondas contra ametralladoras y de repente advierte que en su retaguardia se estaciona una división de tanques y empieza a disparar sus cañones por encima de sus cabezas contra un enemigo demasiado confiado en su poderío.
Por supuesto, hay quienes desconfían de los recién llegados. Se preguntan por qué lo harán, cuáles serán sus intenciones. Ponen el foco en las diferencias y no en las semejanzas. Los acusan de ser disidencia controlada o afirman que “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”. Respeto esta visión, pero no es la mía. ¿Por qué? Porque si bien desde los años 90 hasta hoy la cultura woke avanzó imparable, más o menos hasta mediados de la década pasada lo hizo con discreción. Luego, se envalentonaron y apretaron el acelerador a fondo. Tanto, que mucha gente se hartó de tanta ideología y empezó a volver al sentido común.
Por otra parte, creo que esta es una “ola” que debemos aprovechar. Cuando tenía 19 o 20 años, entré al océano en una playa privada bastante peligrosa de la costa de Rocha. Me puse a nadar y cuando quise acordar la corriente me había llevado muy lejos de la orilla. Empecé a nadar con fuerza, pero advertí que no podría mantener el ritmo. Así que me calmé y empecé a nadar solo cuando la ola me empujaba. Cuando no, me quedaba quieto y descansaba. Así logré salir: aprovechando las olas. Las mismas olas que en su momento me arrastraron hacia lo hondo, poniendo en peligro mi vida.
Es obvio que con muchos de estos personajes no coincidimos en todo. Pero, aunque más no sea por aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, a mí me alegra que hayan aparecido en el escenario. Y que al menos durante la presidencia de Trump aporten su granito –o sus camiones– de arena a la causa. ¡Ojalá Netflix decidiera hacer películas provida en lugar de películas woke!
Además, ante la posibilidad de morir de sed en el desierto, ¿quién no estaría dispuesto a beber la primera botella de agua que le ofrecen sin exigir el certificado de pureza del laboratorio?
Imagino que a muchos de sus contemporáneos les habrá costado asimilar la conversión de san Pablo o de Constantino. Entiendo que no es fácil confiar en alguien cuyo discurso no coincide 100% con el propio. Ahora bien, sin dejar a ninguno de estos individuos “con la rienda en el suelo”, creo que el deber de quienes estamos en esta lucha desde hace tiempo es apoyarlos cuando dicen o hacen cosas sensatas. Sin dejar de identificar –y de criticar, naturalmente– aquello que entendamos que está objetivamente mal, pero sin buscarle la quinta pata al gato. Lo contrario es fanatismo. Recordemos las sabias palabras de santo Tomás de Aquino: “Omne verum, a quoqumque dicatur, a Spiritu Sancto est” (“La verdad, la diga quien la diga, proviene del Espíritu Santo”).
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