En la columna de la semana pasada nos referíamos a la importancia de la participación uruguaya en las misiones de paz de Naciones Unidas, sobre todo en cuanto a la mirada global, realista y compleja que aporta la presencia directa en distintos escenarios de conflictos. Son miles de uruguayos que acumulan una experiencia sumamente valiosa para sus carreras profesionales, pero que también puede y debe ser aprovechada por la inteligencia política nacional en la formulación y realización de objetivos de inserción internacional.
“Abrirse al mundo” no pasa solamente por acceder comercialmente a los mercados sino también por formar parte de redes de cooperación en diversas áreas, como es la defensa y la seguridad. Tener la posibilidad de acceder a información de primera mano sobre lo que ocurre en distintas partes del mundo, realizar maniobras combinadas, operar en terrenos con extrema dificultad logística.
Las lecciones que ofrece, por ejemplo, al análisis del desarrollo de las dinámicas geopolíticas y la actuación de poderes estatales y paraestatales en situaciones de emergencia institucional y humanitaria, en entornos ricos en recursos naturales estratégicos. A pesar de las notorias diferencias históricas, geográficas y culturales, hay ciertas lógicas que perfectamente pueden ser asimilables para nuestro país y para la región.
Hay una serie de temáticas abordadas en estas páginas en las últimas semanas que convergen en nuestro enfoque de hoy: la crisis del multilateralismo, la agenda política y económica detrás de los principales desafíos globales, el problema de los Estados fallidos y la necesidad de seguir construyendo una visión y una acción común con los países de la región.
La Organización de las Naciones Unidas enfrenta un creciente cuestionamiento sobre su legitimidad y la reciente asunción de Donald Trump como presidente de Estados Unidos evidencia el cambio de rumbo de uno de los países que ayudó a cimentar el pacto. Y radica aquí una crítica sumamente comprensible: ninguna burocracia extranjera tiene la autoridad para dictar políticas que vayan contra la opinión mayoritaria y el interés de un pueblo. Además, la dialéctica hostil de Trump respecto a países como México y Panamá genera un efecto rebote de solidaridad latinoamericana y de reivindicación de la soberanía frente a los planteos de subordinación.
El portal web de Peacekeeping de las Naciones Unidas publica unas reflexiones tituladas “El futuro de las operaciones del mantenimiento de la paz” en las que alerta sobre las dificultades que se ciernen sobre la continuidad de estas misiones. “Aunque es probable que la polarización geopolítica dificulte el consenso en torno a nuevas misiones de mantenimiento de la paz, el pilar de paz y seguridad de la ONU podría tener que contribuir respondiendo mediante nuevas formas de despliegues flexibles y adaptables, así como de funciones reforzadas de asesoramiento y apoyo temático”, señalan. “Por otra parte, en respuesta a la erosión del consenso normativo, es posible que la Secretaría tenga que redoblar sus esfuerzos para conseguir apoyo para enfoques de paz unificados y basados en principios, y para afianzar las normas y valores de la ONU con los que se han comprometido todos los Estados miembros”, agregan.
Los pronósticos de Naciones Unidas recién citados alimentan la incertidumbre, más allá que desde el organismo se plantea ir hacia una nueva agenda para la paz y se está trabajando desde 2020 en un proyecto que apunta a marcar los próximos objetivos. Para Uruguay, la finalización de la misión en el Congo prevista para diciembre pasado, aunque postergada por el agravamiento de los enfrentamientos en la zona, exige hacer un replanteo sobre cuáles son las posibilidades que se abrirán para nuestro país. ¿No será hora de volver la mirada sobre nuestra América Latina? ¿De estar a la vanguardia de nuevas iniciativas, que incluso puedan salir de la órbita de Naciones Unidas y respaldarse en foros como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac)?
La Celac ha manifestado su compromiso con la paz y la estabilidad en la región a través de diversas iniciativas, como la Proclama de América Latina y el Caribe como zona de paz de 2014. También ha destacado que las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas “desempeñan un papel central” y que “ha demostrado ser una de las herramientas más eficaces para ayudar a los países a recorrer el difícil camino que los lleva del conflicto a la paz, de ahí la importancia de fortalecer su capacidad operacional y su estructura organizativa”, destacando especialmente la participación latinoamericana en la Comisión Especial (C-34) de la Asamblea General de la ONU.
Sin embargo, estas aspiraciones de los países latinoamericanos quedan rengas en la medida que no se avance en iniciativas tangibles, sobre conflictos concretos en la región. Cobran particular sentido las afirmaciones de Andrés Oppenheimer en el Miami Herald cuando advierte que la fuerza multinacional para ayudar a combatir a la banda armadas que han tomado gran parte de Haití está encabezada por Kenia. “¿No es ridículo que, a pesar de toneladas de discursos de jefes de Estado latinoamericanos sobre la fraternidad entre los países de la región, la fuerza multinacional autorizada por las Naciones Unidas a pedido del gobierno haitiano estará compuesta por países africanos y caribeños, pero ningún país latinoamericano?”, cuestiona el periodista.
Añade que funcionarios de Estados Unidos y de la ONU han estado intentando –sin éxito– durante meses convencer a Brasil, Chile y otros países latinoamericanos que han encabezado misiones de paz en Haití en el pasado para que se unan a la actual fuerza multinacional. La referencia histórica apunta, entre otras, a la Minustah que operó entre 2004 y 2017, con participación uruguaya, en la que, a pesar de no haber logrado la estabilización, pacificación y desarrollo del país más postergado de América Latina, se señalan logros alcanzados en el combate al narcotráfico y en el apoyo a la población luego del terremoto del 2010 y el pasaje del huracán Sandy.
En el año 2009 el gobierno de Perú presidido por Alan García propuso crear una fuerza de paz y seguridad de América Latina en el marco de Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), destinada a intervenir en situaciones de conflicto o tensiones entre países de la región, actuando como una especie de “cascos azules” regionales. La idea en su momento fue analizada por el expresidente Tabaré Vázquez y su canciller Rodolfo Nin Novoa. Sin embargo, la iniciativa no llegó a materializarse en una estructura operativa concreta por las diferencias políticas y estratégicas entre los países miembros, así como las prioridades nacionales en materia de defensa.
Un ejemplo positivo es el de la Fuerza de Paz Conjunta Combinada “Cruz del Sur” entre Argentina y Chile, que empezó a formularse en el año 2005 y está conformada por militares de ambos países con el objetivo de incrementar la interoperabilidad de sus fuerzas frente a un escenario de operaciones de mantenimiento de la paz simulado y variable, pero ajustado a una situación realista. Además, desde 1998 argentinos y chilenos participan de la Patrulla Antártica Naval Combinada con el fin de salvaguardar la vida humana en el mar y combatir la contaminación marina en esa zona estratégica del planeta.
Vale recordar también lo que fue la creación en 2007 de la Asociación Latinoamericana de Centros de Operaciones de Paz (Alcopaz), una entidad multinacional de carácter permanente, que está conformada por instituciones gubernamentales (Centros de Entrenamiento y Unidades e Institutos especializados) representantes de diferentes Estados de Latinoamérica y organizaciones afines de diferentes orígenes, dedicados a la capacitación de miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad así como Personal Civil, en el tema de las operaciones de paz de Naciones Unidas. Anteriormente, en entrevista con La Mañana, el entonces asesor de la presidencia de ese organismo, el Cnel. (R) Roberto Gil, lamentaba que de los 82.500 operadores de paz en el mundo solo 2573 eran latinoamericanos.
Hay varios antecedentes históricos de actuación de operadores de paz en América Latina. Sin remontarnos mucho en el tiempo, se puede mencionar por ejemplo el Grupo de Observadores de Naciones Unidas en Centroamérica (1989-1992) en la supervisión del desarme de grupos armados en Nicaragua, El Salvador y Honduras tras los Acuerdos de Esquipulas. O la Misión de Observadores Militares Ecuador-Perú (Momep, 1995-1999) en la que participaron los países garantes del acuerdo de paz que fueron Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos, para la desmilitarización de la zona de conflicto y verificación de la retirada de tropas.
Desde el año 2017 funciona la Misión de Verificación de Naciones Unidas en Colombia, establecida a solicitud conjunta del gobierno colombiano y las Farc-EP, cuyo principal objetivo es verificar el cumplimiento de los compromisos del Acuerdo Final de Paz, especialmente en relación con la reintegración de los excombatientes de las Farc-EP y las medidas de protección para ellos y las comunidades afectadas por el conflicto. Uruguay participa de esta misión, en la que el uruguayo Raúl Rosende fue elegido representante especial adjunto por el secretario general de ONU.
La situación de incertidumbre y crisis internacional, los conflictos abiertos que existen en América Latina y los que pueden prevenirse, sumado al liderazgo que tiene Uruguay en materia de operaciones de paz, invitan a volver la mirada hacia nuestra región y plantearse nuevos objetivos. Solamente el enorme y complejísimo fenómeno de las migraciones en todo el continente amerita pensar seriamente en estas posibilidades.
TE PUEDE INTERESAR: