“Los competidores son nuestros amigos, los clientes el enemigo”, dijo un alto ejecutivo de una empresa norteamericana a sus competidores japoneses y coreanos. Se habían reunido para fijar el precio de una sustancia prácticamente desconocida que en la época constituía un aditivo fundamental para fabricar pan. Pero el Departamento de Justicia estaba atento a la colusión, y luego de una investigación los responsables terminaron presos.
Un país cuya economía se rige por las normas del libre mercado no puede permitir que un puñado de empresas se ponga de acuerdo y fije precios abusivos que les permitan extraer rentas a los proveedores y compradores. Esto no solo va en contra de la esencia misma del concepto de libre mercado, sino que fomenta el aumento de las desigualdades, y en el extremo degrada al propio sistema político.
En los países con grandes economías de escala normalmente pueden existir varios competidores por sector. Pero en países pequeños como Uruguay, el reducido tamaño del mercado atenta contra las posibilidades de que la competencia corrija por sí sola cualquier intento de colusión. Bastan una o dos fusiones en un sector, para que de golpe un grupo reducido de empresas se encuentre con una capacidad exorbitante para fijar precios.
Cuando ese poder de mercado lo usufructúa una empresa que vende un producto de forma directa a los consumidores, esa renta que se extrae tiene un efecto sobre el ingreso del consumidor y su familia, depreciando su capacidad de compra en el proceso.
Cuando ese poder de mercado le permite a una empresa fijar las condiciones de precio y calidad en la compra de los insumos, el costo lo terminan pagando los proveedores, efecto que se propaga hacia atrás a lo largo de toda la cadena de suministro. Dado que una parte sustancial de los costos de la cadena de suministros son salarios, energía e impuestos, es poco el margen que les va quedando a los proveedores para ajustarse, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría son pymes.
Cuando el margen de ganancia se reduce a sus niveles mínimos, ya no es rentable para el empresario pyme seguir invirtiendo en su empresa. Es así que las pymes van cerrando y despidiendo al personal, lo que a su vez genera un nuevo círculo vicioso de concentración, en este caso de un insumo.
El proceso sigue así hasta que el nivel de desempleo y desaparición de empresas se vuelve insostenible desde el punto de vista fiscal y social. Esos trabajadores desempleados pierden poder adquisitivo y por un tiempo intentan mantener su nivel de consumo accediendo a las múltiples opciones de crédito disponible. Pero eso también llega a un límite cuando el endeudamiento supera la capacidad de repago y las carteras de los bancos se hacen incobrables, por lo que deben dejar de prestar.
Este es un claro camino hacia la servidumbre, que si bien difiere del definido por Friedrich Hayek, termina con el mismo resultado de esclavitud. Claro que se trata de una esclavitud en clave de siglo XXI, una que permite a los ciudadanos circular libremente por los centros comerciales, contratando deudas y adquiriendo bienes siguiendo los dictados de redes sociales que ya hace bastante tiempo, sabemos que son cualquier cosa menos neutras.
En los últimos años nuestro país viene ignorando los efectos que la concentración de empresas tiene sobre los proveedores y compradores. A veces pareciera que no existiera una oficina de defensa de la competencia, o que esta se dedicara a otra tarea.
Los eventos de Chile deberían servir como llamado de atención de que la población no está dispuesta a dejarse abusar por intereses opacos que actúan bajo la mirada indiferente de un Estado que supuestamente la debería proteger. Cuando se comparan los precios de algunos productos básicos entre un supermercado en Brasil y uno en Uruguay, a veces resulta difícil justificar la diferencia de precio en el factor cambiario, el costo salarial o las tarifas energéticas. Sin duda estos elementos afectan los costos de producción de todas las empresas uruguayas, pero no logran explicar todas las diferencias que se observan en los precios.
Lo que resulta absolutamente cierto es que no podemos seguir observando cómo por variadas causas -sea por regulaciones ridículas, costos exorbitantes o prácticas anticompetitivas- siguen muriendo pymes como si no hubiera mañana, todo por causas no atribuibles a ellas. Es como un pato flotando en el mar, deben hacer lo que pueden para adaptarse y sobrevivir en un entorno que les resulta cada vez más hostil. Su único pecado es no tener el tamaño suficiente para hacerse oír en el Ministerio de Economía, o no poder pagar consultores de moda que sepan operar las puertas giratorias.
El final de la historia es un ejército de desempleados y familias que pierden el resultado del trabajo acumulado por generaciones.
Frente a esta situación, se requiere un sistema político unido y maduro, con un norte claro, y no uno distraído en frivolidades o causas foráneas que nada tienen que ver con el interés nacional.
Aunque resulte paradójico, el exceso de regulación por parte del Estado suele terminar favoreciendo la concentración de empresas y las prácticas colusivas. El ejemplo de las viejas panaderías de barrio es muy claro. Con las reglamentaciones existentes, estas se enfrentan a crecientes desventajas respecto a los supermercados. ¿Qué han hecho de malo los panaderos? ¿O ahora es más sano para la salud el pan que compramos en el supermercado? Claro que si el panadero quiere hacer una inversión en su negocio, muy probablemente no accederá a los beneficios fiscales y edilicios a los que acceden los grandes centros comerciales. Tampoco le será económico contratar asesores que lo ayuden a navegar los corredores de los reguladores.
La última moda en esta carrera por disgregar a las pymes entra con la tendencia de las “cocinas ocultas”, que consisten en restoranes cerrados al público, que producen exclusivamente para deliveries. Es una nueva forma de alienar a una sociedad que, recordando la película “Tiempos modernos”, convierte la experiencia humana de compartir una comida en una escena propia de una cadena de montaje, intermediada por el muchacho del delivery (sí, son todos varones, porque en el Uruguay inclusivo y progresista, las mujeres no pueden circular solas), quien ahora ni siquiera tendrá a los empleados del restorán con quien sociabilizar y sentirse parte de un grupo. Eso sí, los promotores de estas cocinas ocultas ofrecen entre sus “habilidades especiales” la obtención de permisos con los departamentos de salud e higiene y con los departamentos de construcción de las municipalidades.
Como decía Il Gattopardo, todo cambia, para que nada cambie. El negocio, como siempre, es la búsqueda de rentas. Es por eso que cuando un gobernante se atreve a enfrentar esos intereses, no se lo perdona. Como es el caso del presidente Gabriel Terra, a quien no le van a perdonar nunca haber evitado que los bancos se quedaran con medio Uruguay en los difíciles años 30.