La nueva etapa que se inicia con el cambio de gobierno es una oportunidad para evaluar lo que se ha hecho en materia económica en las últimas décadas, sobre todo teniendo en cuenta la baja tasa de crecimiento y el alto nivel de endeudamiento público del país. Para hablar sobre estos temas, La Mañana entrevistó al economista y exsubsecretario del Ministerio de Economía y Finanzas Gustavo Licandro, quien explicó los factores que inciden en el desempeño económico de Uruguay.
Semanas atrás, en un panel en Agro en Punta coordinado por Eduardo Etchevarne, usted mencionó dificultades macroeconómicas de Uruguay y rezago respecto al resto del mundo. ¿Cómo ve la foto del país hoy?
Los datos son concluyentes. Respecto a un grupo de países de “complexión” similar al nuestro, como Nueva Zelanda, Bélgica y otros muchos, hasta los años 50 Uruguay mostraba un PIB per cápita similar. Pero en la segunda mitad del siglo XX nos fuimos distanciando del resto del mundo de manera sistemática. En 2023 el ingreso per cápita de Uruguay está por debajo del 50% respecto a ese mismo grupo de países… y en una senda de inequívoca caída, de alejamiento respecto al resto del mundo. Es el resultado lógico de muchos años creciendo por debajo de la media y dependiendo de los shocks externos para tener algún período de impulso. Esos shocks externos son mayor demanda de commodities y mejores precios o tasas de interés bajas y flujo de capitales hacia los países emergentes, entre los que estamos nosotros.
Y aun estas etapas de expansión de la economía provocadas por shocks externos positivos no son bien interpretadas en el país. Invariablemente son acompañadas por una expansión del gasto público, ya que toman los episodios coyunturales como permanentes. La mayor actividad económica genera una mayor recaudación y los políticos creen que eso es para siempre; entonces, invariablemente, incrementan el gasto permanente del sector público. Lo recomendable es hacer exactamente lo opuesto: si tenemos una expansión coyuntural del PIB, debemos bajar el gasto público y, de esa manera, generar el ahorro público necesario y prepararse para una eventual expansión del gasto en épocas de vacas flacas. Política fiscal anticíclica, tema demasiado conversado, pero al que todos rehúyen.
Encontrar el camino para alcanzar una senda de crecimiento sostenido parece ser una preocupación entre los formadores de opinión. Sin embargo, no hay consenso al respecto. ¿Cuál es su posición?
Empiezo por el final. Creo que mientras Uruguay tenga capacidad para colocar deuda pública, podrá haber acuerdos y entendimientos teóricos, pero difícilmente veamos decisiones a nivel de gobierno que encaucen el país por un camino de crecimiento. Entonces, más importante que el consenso entre quienes forman opinión, quienes gobiernan, los agentes económicos y sociales y todos aquellos que a usted se le ocurra, es la convicción y decisión de un gobierno de llevar adelante las reformas. Si esperamos por un consenso mágico y que suceda indoloramente, seguiremos caminando por la línea central de la ruta con los ojos vendados y con vehículos pasando a alta velocidad en ambos sentidos…
El país no crece porque la inversión es insuficiente. Y esa inversión es insuficiente porque la rentabilidad para los empresarios no es la requerida para el nivel de riesgo asumido. La inversión en el país es del orden del 17% del PIB, cuando el promedio del mundo es 27%. En la comparación perdemos siempre, en Estados Unidos y Europa esa ratio es 22%, en países de ingreso per cápita medio es del 34%. Estamos lejos e, indefectiblemente, eso provoca que nuestro bienestar medio se aleje del existente en el resto del mundo. Corrigiendo estimaciones realizadas en la década del 70, se puede estimar que la amortización del stock de capital es del orden del 14 a 15% de PIB. En otras palabras, es necesario invertir 15% del PIB solo para mantener el stock de capital del país. Así que, en términos netos, la inversión en Uruguay es peligrosamente baja, cuando no negativa, ya que parte de ella es estatal y, por definición, no siempre su valor social es positivo.
¿Dónde ve las causas de esa baja inversión?
En algún momento, no existe una fecha cierta, quizás en los años 50, Uruguay optó por el ocio y por las políticas paternalistas que se preocupan más del “cómo gastar” que del “como producir”. Y ese rumbo lleva los niveles de gasto público que tenemos hoy día, del orden del 35 o 36% del PIB. En 2004 el gasto público era 25% del PIB y en los siguientes 20 años de centroizquierda –tres administraciones del Frente Amplio y una de la coalición, todas con perfiles similares– el gasto subió 10% del PIB, con un PIB que, además, subió en términos constantes. El PIB ha crecido en estos 20 años por el rebote de la crisis de 2002 y el viento de cola en los dos primeros períodos de gobierno del Frente Amplio. Sin embargo, la inversión bruta no se movió sustancialmente. Entre 2005 y 2011, estuvo entre 17 y 18% del PIB y entre 2012 y 2015 algo por encima del 20%. Esos períodos con viento de cola generaron una fuerte utilización de la capacidad instalada, pero no un escalón en su tamaño. Fueron años de gran consumo, no de inversión.
Por parte de algunos economistas se habla bastante de la magnitud del gasto público. ¿Cómo lo puede visualizar un ciudadano?
En los últimos 20 años el gasto público crece fuertemente, como nunca, al menos en la historia moderna. Al cierre del gobierno del Dr. Batlle el gasto público era del orden del 25% del PIB, nivel ya superior al que se verificó al término del gobierno del Dr. Lacalle Herrera, en principios de los 90. Pero a partir del 2005, con distinta intensidad, el comportamiento del gasto ha sido invariablemente al alza. Y el mayor gasto público se financió por dos vías principales: más carga tributaria y más endeudamiento del Estado. Y la deuda pública no es otra cosa que impuestos futuros necesarios para pagar ese pasivo. Mientras el mercado presta dinero contra riesgo soberano, la motivación para introducir algún cambio en el manejo de las finanzas públicas es muy escasa. ¿Por qué cerrar una oficina pública, bajar plantilla, viajar menos o no cambiar el vehículo oficial si hay una canilla abierta para seguir gastando? Ni el conflicto con los funcionarios o con quienes reciben algún subsidio del Estado, ni reducir “los placeres del cargo” parecen tener prioridad en la agenda de la política económica en las últimas décadas. Y, salvo breves períodos excepcionales, esta es la impronta de la sociedad desde mitad del siglo XX. El empleo público ha subido fuertemente de 2005 a hoy. Más de 70 mil personas han ingresado al Estado, además de la reposición del personal que se jubila, muere o se retira. Y volver a la situación que teníamos en 2005 implica un esfuerzo entre 12 y 15 años, similar al realizado entre 1991 y 2004. La ratio empleo público respecto a población total en Uruguay es de las más altas en el mundo.
Además, a partir de la última Ley de Presupuesto, los salarios públicos y muchas partidas presupuestales, casi el universo del gasto público, se indexaron con inflación pasada, al tiempo que se generalizaron las cláusulas gatillo que corrigen, periódicamente, las diferencias con la inflación del período. La indexación es percibida como natural y lógica por gobernantes, periodistas y muchos formadores de opinión, así que difícilmente se perciba la rigidez que la indexación introduce en la economía en momentos de vacas flacas. El exceso de ministerios y oficinas que se siguen creando en cada período es otro problema. Asociado al crecimiento del personal contratado por el sector público e, inexorablemente, al crecimiento de la trama regulatoria que tiene Uruguay. Acá todo está regulado, desde una fábrica de productos químicos hasta la actividad de un cuidacoches en la ciudad. Nuestra vocación estatista vive y lucha… y nos va ganando. Y así todos los renglones del gasto, incluyendo la seguridad social. Este capítulo tuvo una tímida corrección en la ley aprobada el 2023, pero el rumbo sigue siendo de colisión. Simplemente que corrimos la arruga de la alfombra unos años para adelante. Simplemente el tropezón dejó de ser inminente, pero sigue en el radar.
Usted se ha referido a que el gasto total es aún mayor al publicado, refiriéndose a la existencia de “vacas atadas”. ¿A qué se refiere con esa afirmación? ¿Hay gastos mal registrados en las cuentas públicas?
Los registros públicos son correctos. Cuando me refiero a vacas atadas estoy pensando en determinados gastos en favor de un sector de la sociedad o en “impuestos privatizados”. En el caso de estos últimos, el efecto económico es similar a un impuesto cobrado y entregado a un privado, pero sin pasar por el Parlamento nacional. En otras palabras, prebendas o privilegios de los cuales la sociedad, muchas veces, ni siquiera tiene conciencia. Entre el primer grupo, la política automotriz aún vigente es un ejemplo. Hasta 1992 teníamos un mercado muy cerrado con aranceles de importación altísimos, cupos de importación, régimen de exportaciones compensatorias, registro de armadores e importadores. En definitiva, autos muy caros y de dudosa calidad armados en el país. Este régimen era financiado por los consumidores, que debían destinar una parte de su ingreso a financiar esas ineficiencias. A través de un decreto se eliminó todo ese régimen perverso para los consumidores y luego se aprobó un mecanismo que promovía la reconversión del sector hacia una actividad exportadora. Ese subsidio era equivalente al 10% del valor FOB exportado en autopartes y vehículos armados. A ese subsidio debía aplicarse luego un desmantelamiento progresivo, hasta su desaparición, en determinada cantidad de años. Pero luego del cambio de gobierno sucedió los esperable en Uruguay: lo transitorio se transformó en permanente. Y así ese subsidio que debió desaparecer hace al menos 25 años, sigue vivito y coleando. Ese 10% subsidia los resultados económicos de empresas del sector y a sus trabajadores, pero con un contrasentido increíble: cuanto más se exporta bajo este régimen, más le cuesta a la sociedad uruguaya pagar este subsidio a esas empresas. Estamos destruyendo riqueza en vez de generarla. Es posible que, aun pagando un seguro de desempleo prolongado, el costo para la sociedad sea menor que subsidiar actividades ineficientes y de gran artificialidad en el país.
¿Cuáles serían los que usted llama impuestos privatizados?
La política energética, por ejemplo, tan aplaudida por la mayor parte de la sociedad, es otro ejemplo de destrucción de riqueza. Desde la instalación de los parques eólicos, con un régimen de subsidio a la inversión propiamente dicha primero y luego a través de un precio pagado por la energía que es comprada por UTE y que siempre se ha ubicado en un promedio superior a lo que sería el valor de mercado, por ejemplo, del precio de exportación de la energía eléctrica. Claramente “impuestos privatizados”. La sociedad renunció al pago de impuestos por parte de esas empresas por valores equivalente al 50% o más de la inversión realizada y luego paga precios por encima del mercado. ¿Cuántas personas son conscientes que cuando pagan sus impuestos también están pagando lo que otros no pagan sin que ese subsidio pase por el Parlamento? ¿O que cuando prenden un lavarropa o el televisor de su casa están regalando dinero a otro privado a través de una tarifa artificialmente abultada? Hay decenas de ejemplos de este tipo. Hay importaciones que requieren autorización previa del LATU, lo que implica “blindar” un mercado a la libre competencia. Estas diferencias de precios que se generan son “impuestos privatizados”, vacas atadas, al fin y al cabo. El gobierno de la coalición encabezado por el Dr Lacalle Puo no fue una excepción. Se agregaron varios casos de este tipo, en que algunos particulares se apropian de ingresos que le corresponden a la sociedad, generalmente a través de precios, exoneraciones o contrapartes de concesiones que no pasaron por un proceso licitatorio adecuado.
Pero muchas políticas tienen el apoyo de todos los partidos políticos y han generado consensos a todo nivel entre los uruguayos. Hay varios casos, incluso, que se han constituido en “políticas de Estado”. ¿No cree que sea positivo para el país?
Es positivo para quienes obtienen un beneficio que, en caso de existir competencia, serían menores o, quizás, los oferentes serían otros. Empecemos por las políticas de Estado. En realidad, son políticas que han perdurado en el tiempo, pero no necesariamente son políticas de Estado. La libre movilidad de capitales, la libre determinación de precios o en su momento el criterio de territorialidad en materia fiscal son, efectivamente, políticas de Estado. Y hay muchas más. Cuando nos referimos a políticas que transfieren recursos de un sector a otro o de la sociedad en su conjunto a un grupo de beneficiados, como lo son la política energética y la política forestal, entonces estamos frente a políticas que perduran en el tiempo, no frente a políticas de Estado. Y perduran mientras hay fondos para pagarlas o el país se puede endeudar para hacerlo. Es un acto soberbio resolver, desde el sector público, qué actividades económicas hay que promover y cuáles no. En el largo plazo, nadie puede afirmar que esa era la actividad económica “recomendable para el país”, mucho menos anticipar lo que sucederá en el mundo con décadas de anticipación, sentado en un escritorio tomando café con leche. En un marco de libertad y competencia, son los agentes privados quienes habrían resuelto en qué invertir sus fondos, no un burócrata.
Por ejemplo, la generación eólica o solar igualmente existirían en el país, pero seguramente en una magnitud mucho menor, reflejando la verdadera evaluación del riesgo implícito por invertir en esa actividad. Y no invertir basados en que “papá Estado” va a hacer viable un negocio que, con reglas de mercado, es mucho más ajustado financieramente y expuesto a oscilaciones de precios explicados por comportamiento de la demanda, precio del petróleo y muchas variables más. Así que cada vez que escuche la expresión “políticas de Estado”, analice con cuidado los costos que tiene y cómo se pagan… y seguro esa política le va a parecer un poco menos “de Estado”.
Volviendo a la política fiscal y partiendo de sus comentarios, ¿entiende que es necesario consenso político y social para lograr una reducción del peso del Estado?
Linda pregunta, pero sin respuesta obvia. Creo que todos tenemos una posición in pectore al respecto. Yendo al tema fiscal, está claro que no hay ningún consenso: ni referido a si es excesivo o no, ni respecto al número de funcionarios, ni si es necesario reducir su tamaño o incrementar su eficiencia… no hay ningún consenso. Así que lo peor que puede pasar es precisamente seguir buscando consenso durante largos años y, al mismo tiempo, los gobernantes con profunda fe estatista sigan incrementando el gasto. En definitiva, la falta de consenso también los habilita luego que el Parlamento, a través del presupuesto y las rendiciones de cuenta, avala la política fiscal.
La historia moderna de Uruguay muestra que el período de gobierno que más reformas económicas incorporó a la vida del país fue el del Dr. Lacalle Herrera en principios de los 90. Apertura comercial, desregulación de la economía, liberalización de muchísimos mercados, reducción de la plantilla de funcionarios públicos, desregulación del mercado de trabajo solo por mencionar algunas de esas reformas. La inmensa mayoría, por no decir todas, se ejecutaron sin consenso político ni social. Con una oposición salvaje a cada una de aquellas medidas porque, mayoritariamente, contribuían a eliminar privilegios existentes y mejorar el bienestar de los consumidores. Cambiaron los gobiernos y, excepto la liberación del mercado laboral, todas aquellas reformas fueron siendo aceptadas por la sociedad, que interpretó e incorporó los beneficios que generaban en su calidad de vida.
Los consensos anteriores, volteados sin miramientos y por decreto, solo escondían transferencias de recursos de los consumidores a sectores de actividad que, en un régimen de competencia, no existirían. Ejemplos sobran, como la política automotriz, el “stock regulador” de carne, precios administrados para muchos alimentos y medicamentos, miles de mecanismos no arancelarios de protección comercial. Fueron cientos y cientos de decisiones que hoy se consideran favorables para la sociedad pero que, en ese momento, no tenían consenso político. En realidad, iban contra todos los consensos del momento. Y esos consensos solo servían para deteriorar el bienestar de la sociedad. No es consenso lo que se necesita. El consenso solo sirve para evitar tomar medidas. Lo he dicho y repetido mil veces: primero hay que estar convencido de lo que se piensa y se quiere hacer, segundo hay que tener ganas de hacerlo sin claudicar y, tercero, hay que estar dispuesto y pronto para dar la batalla con todos los detractores y opositores a esas medidas reformistas liberadoras.