El célebre periodista deportivo y relator de fútbol uruguayo Alberto Kesman ha popularizado a lo largo de su carrera, una muletilla pletórica de sentido común: “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Esta sencilla frase es muy pertinente y oportuna en nuestros días, porque quizá sin proponérselo, se opone a esa otra muletilla, característica del “pepismo dialéctico”: “Como te digo una cosa, te digo la otra”.
Lamentablemente, la cultura actual está dominada por un pensamiento único más afín a la muletilla de Mujica que a la de Kesman. En efecto, hoy hay “mujeres” deportistas que ganan competencias porque en realidad son hombres; hay empresarios que pasan por tales cuando en realidad son estafadores; hay marxistas que levantan el puño izquierdo y guardan el dinero en el bolsillo derecho; periodistas que pasan por independientes y responden a intereses de terceros; y no falta algún religioso capaz de hacerle el juego al mismo demonio…
Ante esta realidad… ¿qué podemos hacer para que Kesman triunfe sobre Mujica? Porque convengamos que la locura del mundo actual radica en que nada parece ser –o querer ser– lo que en realidad es.
Lo primero es que cada uno de nosotros se conforme con ser lo que es: con ser quien es. En artículos anteriores vimos como la soberbia de quienes reniegan de sus propios orígenes o el odio a sí mismo pueden llevar a la ruina a muchos, e incluso al suicidio demográfico de pueblos enteros. Si nos tocó ser boina, no queramos ser galera…
Hoy más que nunca, es necesario entusiasmar a los más jóvenes con sus raíces, enseñándoles a amar sus orígenes, su identidad, sus tradiciones familiares, patrias y religiosas. Esa actitud ante lo que nos viene dado –ese sentido de pertenencia– es esencial para el equilibrio de las personas y de las sociedades. Y para el retorno de la sensatez.
Otro elemento clave en este sentido es lo que algún maestro espiritual ha definido como “unidad de vida”. Y es algo que falta en las vidas de muchos. ¿Por qué? Porque no es algo “fácil” de vivir. De hecho, es más difícil que adquirir virtudes: es lograr que las virtudes adquiridas “suenen” tan afinadas como la Filarmónica de Viena.
Si uno presume de tener “valores cristianos” debería procurar vivir las virtudes cristianas: fe, esperanza, caridad, fortaleza, templanza, justicia, prudencia. Y a partir de ellas todas las virtudes humanas. En una palabra, debería luchar por ser santo –a pesar de sus miserias– y no solo por ser “buena persona”. Esta es una meta mucho más alta que adherir a un buenismo sensiblero y sentimentaloide que, al final del día, daña más de lo que cura. El que aspira a la santidad, con caridad, debe decir la verdad. Y la verdad a veces duele: hoy, el dolor no lo provoca tanto el filo de la verdad como la debilidad de los caracteres…
“Unidad de vida” es, sobre todo, decir lo que uno piensa y hacer lo que uno dice. Es procurar transmitir a los demás, todo lo bueno que ha recibido. Es ser generoso con los que necesitan ayuda. Es ser paciente con los pesados e inoportunos. Es ser claros con los que querrían que les dorasen la píldora. Es ser caritativos con los que sufren. Es corregir el error del que yerra, por amor a su persona. Es luchar contra ideologías y lobbys sembradores de errores, sin dejar de amar a las personas que, muchas veces engañadas y sinceramente convencidas de que lo que hacen es lo correcto, apoyan y defienden los erros y mentiras de esas ideologías: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
“Unidad de vida” es no tener un discurso para cada público, sino uno solo para todos, aunque la erudición o sencillez con que se exprese puedan variar.
“Unidad de vida” es guiarse siempre por los principios rectores de la ley moral natural: “hacer el bien y evitar el mal”; “no hacer a otros lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros”… Me refiero, naturalmente, al bien real, fundado en la verdad y en el amor. Porque si yo me autopercibiera ñandú, agradecería mucho que me mandaran al loquero… y no que acariciando el plumero que llevo atado a la cintura, comentaran condescendientes: “¡Qué lustrosas están tus plumas hoy!”.
Por eso, más que una revolución, hoy es necesario encarar una auténtica rebelión del sentido común contra el desorden establecido. Esa rebelión está al alcance de todos: solo es necesario que cada uno procure que sus actos sean coherentes con sus ideas y sus dichos…