El ministro del Interior fue siempre una figura de significación y peso en cualquier gobierno de nuestro país, del signo que fuera y en cualquier época. Era, en otros tiempos, la mano derecha del presidente en los asuntos internos del país. No por casualidad hasta entrado el siglo XX esa cartera era denominada Ministerio de Gobierno.
Con el paso del tiempo sus cometidos han sufrido cambios de acuerdo con las modificaciones introducidas en la Constitución de la República o debido a la creación de otros ministerios o reparticiones que absorbían funciones otrora responsabilidad de Interior. Lo que se ha mantenido invariable en el tiempo su responsabilidad en el mantenimiento de la seguridad pública en el interior de nuestra República. Es decir, la garantía a los ciudadanos de este país del goce de los derechos establecidos en el artículo 7 de la Constitución.
La seguridad pública siempre ha preocupado a los diferentes gobiernos, llevándolos a realizar importantes inversiones en el área para lograr tener una Policía bien equipada, preparada e instruida, y retribuida dignamente en materia salarial. Una Policía que infundiera respeto en la sociedad, lo que le aseguraría mejores resultados.
Durante muchos años, después que se apagó el eco del último disparo en Masoller, nuestro país disfrutó de una relativa paz interna, en donde lo común era que se respetaran las normas de convivencia. Nuestros mayores aún recuerdan épocas en las que dormir de puertas abiertas, sentarse en la vereda hasta altas horas en verano, pasear de madrugada por nuestras principales avenidas o la salida de sus hijos en la noche no despertaba temor en nadie.
Pero esos tiempos han cambiado. Podremos hablar hasta el cansancio del respeto a la libertad en nuestro país, compararnos con otros países, alardear de los lugares que ocupamos en encuestas internacionales, creernos que somos fantásticos (Batlle dixit), pero en el fondo sabemos que estamos mal, que esa libertad de la que gozamos es la misma que impera en la selva, donde el más fuerte es el que prevalece, se pierde el respeto a las instituciones y se incumplen las normas. Esa libertad es cada vez más limitada, con el deterioro en la calidad de vida que ello conlleva.
En los últimos años la inseguridad ha trepado a los primeros planos en la preocupación de los uruguayos. Políticas tibias con el delincuente, justicia que actúa con una lenidad increíble, leyes garantistas en exceso con quienes delinquen y, sobre todo, la concepción que coloca al delincuente como una víctima de la sociedad y a esta como victimaria, han llevado a un verdadero desborde y aumento exponencial del delito poniendo a la ciudadanía en situación nunca vista de indefensión y desafiando como nunca a las fuerzas de seguridad.
Uno de los más importantes factores que ha llevado a esta situación, y que explica el aumento de homicidios y de la violencia en el delito, es el exponencial aumento del consumo de droga en nuestra sociedad, de la mano de nefastas políticas públicas que solo han naturalizado esa práctica, y la consiguiente irrupción en los últimos años de bandas de narcotraficantes.
De todo lo expuesto se desprende que una de las tareas esenciales del Ministerio del Interior debe ser el combate al narcotráfico, recuperar territorios perdidos a manos de los narcos, hacer menos atractivo a nuestro país para la operativa de estas bandas internacionales que, por lógica, actúan en donde les resulta más fácil hacerlo.
El pasado 15 de febrero el ahora ministro del Interior, Dr. Carlos Negro, dijo que “la guerra contra el narcotráfico” está perdida. Más allá de lo que el Sr. ministro piense en su fuero íntimo, creo que cometió un grave error en hacer tales manifestaciones. En primer lugar, porque es discutible que así sea. Hay una tendencia a extrapolar realidades de otros países para concluir que acá no hay nada para hacer, y eso no es así. Uruguay tiene sus propias características, su geografía, su población, su cultura, que lo diferencian del resto del mundo. Lo que en otras latitudes es inexorable que ocurra, acá puede no ocurrir.
Pero, además, le guste o no le guste al Dr. Negro, él es la cabeza, el conductor de la repartición pública que debe dar en nombre del Estado esa batalla de la que depende el futuro de buena parte de nuestra sociedad. Esa es su principal misión, para ello debe priorizar el uso de los recursos a su disposición, que incluye a más de 30 mil efectivos policiales. Nunca puede anunciar su rendición antes de dar la batalla. Si siente que él no la puede dar, que le dé el lugar a alguien que se tenga confianza, pero no puede nunca trasmitir ese derrotismo a quienes deben jugársela en el terreno ante un enemigo cada vez más fuerte, y sobre todo envalentonado por declaraciones como estas. ¿Qué podrá pensar un policía de a pie a la hora de arriesgar su vida para recuperar un barrio copado por los narcos, si su jefe ya anunció que la guerra está perdida? A lo largo de los siglos en la historia universal jamás un general le trasmitió a su ejército, antes de la batalla, que el enemigo ha vencido. Eso es exactamente lo que hizo el ministro Negro.
Ojalá pueda revertirse ese mensaje y nuestro Estado actúe en este tema con toda la firmeza necesaria para enfrentar un problema que nos está pegando muy fuerte y en el que nos va la vida como sociedad.