La palabra pandemia etimológicamente señala una enfermedad que abarca a todo el pueblo o que se trata de una epidemia que se extiende a muchos países. Es un término que cada día provoca más preocupación y, manejada de forma irresponsable por las redes sociales y cierta prensa, corremos el riesgo de hacer estallar una histeria colectiva.
A ningún fenómeno que ponga en riesgo la vida humana –sea cual sea el número de fallecidos- se le puede restar importancia. Y seguramente son hoy las mujeres a las que el orden natural les confirió la misión de preservar la especie humana, las que ante esta situación anormal pueden sentir la mayor inquietud.
Con el nuevo balance de muertos en China, el número total de víctimas fatales a nivel mundial ascendió a 4.011 por la enfermedad que ya se propagó por 100 países y registró más de 110.000 casos confirmados de contaminación. En forma reiterada la humanidad ha conocido plagas mortíferas que han dejado algunas de ellas bajas desoladoras. Desde que el mundo existe, los virus han resistido y mutado el paso de los siglos. Para no irnos demasiado lejos en el tiempo, arranquemos con la peste negra que asoló al mundo mediterráneo en el siglo XIV dejando un saldo de más de 100 millones de muertos. Ni hablar de la viruela que hasta que Pasteur no descubrió la vacuna, sumó 300 millones de víctimas.
No sigamos enumerando las calamidades de la salud de ese ser finito que se llama hombre. Bástenos recordar que en la antigüedad romana, con una población total de 50 a 60 millones (y no los 7,5 mil millones que suman hoy), la peste Antonina en el siglo II, que se cree fue el sarampión, cobró 5 millones de vidas y provocó el comienzo del fin del Imperio Romano. Y la plaga de Justiniano, en el siglo VI, que azotó a todo el Mediterráneo y no solo el Imperio de Oriente, llegó a cobrarse 5.000 vidas por día (25 millones en total), según los historiadores, y se llevó por delante a la mitad de la población de Constantinopla, la actual Estambul.
Hablando de pandemias letales –ya ingresados en la era del auge de la ciencia, hace 100 años- no podemos dejar de recordar la que se conoció como “gripe española” (que no se inició ni tuvo sus consecuencias mayores en España, pero que sin embargo fue el único país que finalizada la bochornosa Gran Guerra, permitió que su prensa la denunciara), que a partir de 1918, en un solo año mató a 75 millones de personas, sumando más dramatismo al infame conflicto bélico iniciando el comienzo de la erosión de la Civilización Mediterránea.
¿Qué tiene que ver el drama de la impotencia de no poder garantizar la mutación de los virus y crear un blindaje a la salud humana con las leyes de la economía?
Ambos fenómenos sí tienen un componente real, medible físicamente, pero poseen otro más poderoso, ubicado en la mente humana – y fácil de manipular – capaz de provocar grandes distorsiones de la realidad, provocando dolores que hieren el tejido social.
Las turbulencias bursátiles como las pandemias se vienen repitiendo en forma cíclica.
Pongamos el foco en la mayor -y también madre de todas ellas-, la de octubre de 1929. Es la equivalente a la peste negra de fines del medioevo. El colapso de Wall Street, al igual que la “peste española” actuó como corolario de la Primera Guerra Mundial, contribuyendo a la Gran Depresión que asoló sin piedad al mundo de la década de los ‘30.
Y así llegamos al 2008 con la quiebra del Lehman Brothers, cuyas heridas creíamos habían cicatrizado. Pero lo sucedido el pasado lunes en los principales mercados de bolsa nos hace dudar.
Pase lo que pase, en este mundo global donde las angustias y las alegrías se comparten al instante, el mandato que nos viene de la historia que debemos tener claro, es que las crisis siempre las hemos superado y nuestra raíz humana nos exige resistir a las adversidades y no capitular.