“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado, porque polvo eres, y al polvo volverás…”
Uno de los mayores dramas que padece nuestro país es el desamor por la actividad laboral. Dichosamente, todavía quedan bolsones de resistencia a esta pandemia que venimos sufriendo no solo los uruguayos sino también la región y podríamos agregar todo lo que se daba en llamar mundo occidental.
Probablemente se encuentren -por ahora- inmunizados los vertiginosamente emergentes pueblos asiáticos, que luego de la descolonización han sabido aprovechar la oportunidad del estado de decadencia que hoy viven Las otrora presuntuosas potencias colonialistas.
La historia de nuestra propia nación está impregnada de una cultura de trabajo que no fue monopolio de las inmigraciones europeas. Basta con estudiar la organización social y económica de las Misiones Jesuíticas, que lograron combinar la voluntad de trabajo del pueblo guaraní con las técnicas y prácticas provenientes de Europa. Pero esta experiencia de interacción cultural fue interrumpida cuando la corona española aplicó un duro centralismo que destruyó el espíritu de las “repúblicas indianas”. Con ello se perdió nuestro primer modelo de trabajo inclusivo y equitativo, sacrificado en el altar de la globalización de Stuart Mill.
Un siglo después, los conflictos europeos del último cuarto del siglo XIX en adelante atrajeron al Río de la Plata inmigrantes de todas partes de Europa.
Más allá de sus diferencias culturales, todos tenían algo en común: la voluntad de obtener trabajo, el bien más sagrado de su existencia. La razón era muy sencilla, no lo tenían en Europa. La revolución industrial les había pasado por arriba, la mayoría eran campesinos, y sin trabajo, no había comida. Para nuestros bisabuelos y abuelos, falta de trabajo significaba hambre, no seguro de paro o tiempo para hacer deporte en la rambla.
El trabajo es tan sagrado en Italia que el artículo 1 de su constitución de 1947 dice textualmente: “Italia es una República democrática fundada en el trabajo”. Recién en el artículo 2 se definen los derechos inalienables del hombre, entre los cuales podríamos incluir la salud. La diferencia no es menor, el trabajo es la sustancia misma de la República, y es ésta a su vez la que garantiza los derechos.
En el mismo año de la constitución, el primer ministro Alcide de Gásperi realizó un viaje a los Estados Unidos, al que se conoció popularmente como el “viaje del pan”. Italia tenía una imperiosa necesidad de obtener ayuda económica para iniciar la reconstrucción. “Esperamos sobre todo el pan para nuestros hijos, el carbón para nuestras calderas, la materia prima para reconstruir nuestros hogares, ferrovías, hospitales, fábricas, escuelas, iglesias. Materias primas de nuestra reconstrucción, no solo de muros, también de nuestro espíritu”, dijo De Gásperi.
Hoy se habla de la Gran Depresión, del Plan Marshall y de guerra. Pero debemos comprender que fue por falta de trabajo que emigraron, y fue por la pérdida de empleos que ejércitos enteros se enfrentaron en guerras fratricidas. Y fue la falta de trabajo lo que alentó la brutal aventura marxista-leninista. El senador Sergio Botana fue muy gráfico hace unos días cuando dijo que “si se para, no nos morimos de gripe, pero nos morimos de hambre”, lo que refleja el mismo principio de la constitución italiana.
Solo los desprevenidos pueden pensar que la salida a la situación actual es parando el país. Salvo que, sin darnos cuenta, nos estemos enfrentando a versiones modernas de los mismos nihilistas que en el pasado buscaron la destrucción de nuestra nación. Se trataría de versiones más edulcoradas que las de otrora, exhibiéndose a la ciudadanía hasta con etiquetado para defender la salud. Pero como la sacarina, producen cáncer.