Durante los últimos meses se ha puesto de manifiesto que esta destrucción visible es probablemente, menos grave que la dislocación de la entera armazón económica europea (…). El agricultor siempre ha producido los alimentos para cambiarlos con el habitante de la ciudad por las otras cosas necesarias para la vida. Esta división del trabajo, que es la base de la civilización moderna, amenaza derrumbarse ahora. Las industrias urbanas no están produciendo las mercancías adecuadas para el cambio por los alimentos que produce el agricultor. El abastecimiento de materias primas y combustibles no es suficiente. Así, consideran un mal negocio el cambio de los productos de su tierra por un dinero al que no encuentran utilización. Por eso han dejado de cultivar muchos campos para dedicarlos a pasturas. Crían más animales, con los que ellos y sus familias se encuentran ampliamente abastecidos de alimentos, aunque se vean mal provistos de vestidos y de todo lo demás que la civilización proporciona. Mientras tanto, los habitantes de las ciudades andan escasos de alimentos y combustibles, y los Gobiernos se ven así obligados a emplear sus divisas y créditos exteriores para obtener en el extranjero estos artículos de primera necesidad. (…). La solución está en romper el círculo vicioso y restaurar la confianza de los europeos en el futuro económico de sus propias naciones.
Discurso del Gen. George C. Marshall en la Universidad de Harvard, 5 de junio de 1947 (extracto)
Como Secretario de Estado del presidente Truman, Marshall lideró la iniciativa para la reconstrucción de Europa. Frente a una de las audiencias más preparadas de su país, articuló de forma sencilla la razón por la cual el Estado debía intervenir en la economía. En su libro sobre el Plan Marshall, el economista Benn Steil explica que fue el rol directriz de las autoridades militares norteamericanas el que resultó fundamental para el éxito de Europa en la posguerra. Mientras que el gobierno italiano se inclinaba por políticas neoliberales, los franceses aplicaron políticas keynesianas. Pero no importó mucho, una década después el resultado fue más o menos el mismo, un dato algo incómodo para aquellos que abordan la economía desde una óptica ideológica.
Marshall se refería en su discurso a una falla generalizada de los mercados de bienes, de trabajo y financieros. Cuando escuchamos a líderes de opinión mundiales referirse al desafío actual como una “guerra”, y la necesidad de un “Plan Marshall”, se impone analizar cuáles fueron los problemas concretos que este plan resolvió, y cómo es que fueron efectivamente resueltos.
Resulta evidente que el mundo no está sufriendo una destrucción material, pero sí podemos observar que la sociedad padece un daño a su psicología, problema que no se combate con médicos o economistas. A la guerra psicológica se la enfrenta con liderazgo político y una ciudadanía encolumnada detrás del gobierno ungido por las urnas. ¿Se imaginan un apagón a Churchill en medio de la Batalla de Inglaterra? Los desorientados que se dejan llevar por la tentación de alentar la división deberían repasar la posición de Clement Attlee en ese momento crucial para la sobrevivencia de su Nación.
El expresidente Sanguinetti definió constructivamente el problema cuando dijo en Radio el Espectador que “habría que encarar una economía de guerra”. Claramente al virus se lo ataca con políticas sanitarias, pero son los efectos económicos los que se asemejan a los de un país paralizado por la guerra, y es allí donde el Estado debe intervenir.
La economista Pavlina Therneva nos recuerda que lo prioritario es movilizar a todas las organizaciones y los recursos disponibles para garantizar una rápida atención a los afectados por el virus. Por otro lado, todo aquel que tenga el privilegio de tener una compensación para quedarse en su casa debe hacerlo, y no interferir con los esfuerzos de los que deben arriesgarse para mantener el país funcionando.
En paralelo debemos asegurarnos de que el mercado de bienes funcione adecuadamente. La clave aquí es mantener los niveles de producción y abastecimiento de todo lo que resulte esencial. El Estado debería diseñar junto al sector privado planes de contingencia que anticipen las medidas a tomar en caso que un proceso de producción o servicio crítico se vea interrumpido. Los servicios públicos como UTE, ANTEL y OSE ya son gestionados por el Estado, por lo que la dificultad aquí es menor, a pesar de que surge la duda de cómo un apagón planificado se compatibiliza con el objetivo de la inmensa mayoría de los uruguayos.
El Estado debe también ser muy firme con los oportunistas que se aprovechan de un comportamiento irracional para remarcar precios y acopiar, y debe encontrarse preparado para intervenir directamente para asegurar el suministro de rubros clave. La simple amenaza de intervención pondrá un límite natural a la especulación, y permitirá que el Estado no distraiga sus preciosos recursos en problemas que el sector privado puede resolver actuando en forma coordinada.
El mercado de trabajo es naturalmente más delicado. El aumento del desempleo que esta crisis provocará nos obligará a rever los mecanismos actuales de negociación. Ya no alcanzará con la inevitable negociación por salarios, sino que se deberán negociar número de empleos. Pero la situación actual no permite que descendamos en este momento a una lucha por salarios, debiendo todas las partes actuar con responsabilidad. La prioridad ahora es que aquellas actividades definidas como esenciales cuenten con personal suficiente para mantener la economía funcionando, algo que en lo ideal deberá lograrse con la colaboración de la central sindical.
Resulta entonces necesaria una clara definición de actividades esenciales. Los que piden cuarentena total quizás no alcancen a comprender que si bien médicos y otros trabajadores de la salud son los infantes que enfrentan el desafío en primera línea, no lo pueden hacer solos sin logística y recursos económicos y administrativos que soporten su esfuerzo. ¿Cuánto tiempo pueden enfrentar solos esa batalla si el resto de la población está en su casa? Pero no solo eso, ¿cómo construiremos hospitales de campaña si toda la industria de la construcción está en la casa? ¿O tenemos pensado sobrecargar las Fuerzas Armadas con otra misión más?
Si bien la situación actual requerirá una activa participación del Estado en la economía, el sector privado será tanto o más fundamental que nunca. Sin la activa y decisiva participación de los “capitanes de industria”, el esfuerzo del Estado quedará rengo. Cuando Franklin D. Roosevelt tomó la decisión de rearmar a su país, llamó para liderar el esfuerzo a Bill Knudsen, hasta entonces presidente de General Motors. Knudsen, un inmigrante danés, estaba dos días después en Washington organizando el esfuerzo de producción, abandonando uno de los puestos más codiciados de la industria para servir a su país de adopción.
Mientras tanto debemos ir preparándonos para altas tasas de desempleo, que afectarán de sobremanera a pymes y los sectores informales de la economía. Adaptadas al presente, experiencias como la del Civilian Conservation Corps durante la Gran Depresión pueden servir de inspiración. Una iniciativa de este tipo permitiría una acción directa del Estado para aliviar la situación de familias en la periferia de Montevideo y las principales ciudades del interior, yendo en la dirección opuesta del asistencialismo que prevaleció por años.
Estos jóvenes debidamente entrenados podrían en poco tiempo estar construyendo viviendas en sus propios barrios, poniendo la piedra fundamental al flagelo de los asentamientos, vergüenza nacional que debemos enfrentar con la misma firmeza que al coronavirus. Allí empezará la reconstrucción social y económica del país.