En diciembre de 1869, el presidente Sarmiento, que había sucedido en el cargo al general Mitre, recibe a las tropas argentinas que regresaban de la guerra del Paraguay, con estas palabras: «Dios no nos ha de pedir cuenta de la sangre derramada en la más legítima defensa».
La frase contiene conceptos importantes teniendo en cuenta la trascendencia histórica de quien la pronuncia. (Si la damos por válida, claro, tal como luce en Obras completas V. XXI. p. 292, disponible en Internet). El Dios de Sarmiento, que no pide cuentas de sangre, con lo que parece lo mismo derramarla o no. La «legítima defensa» que en último análisis justificaría esa efusión…
Un genocidio fratricida
¿Fue la Guerra de la Triple Alianza una guerra justa? Cicerón entendía que la guerra justa era la que se hacía para obtener la paz. San Agustín y luego santo Tomás, Vitoria, Grocio, complementan la idea agregando limitaciones al ejercicio de la guerra. El omnipresente argumento de la pacificación, es lo que tienen en común la mayoría de las guerras de agresión.
Los ingredientes de este conflicto en el caso de la Triple Alianza fueron muchos, el pago de «deudas», los intereses imperiales… El objetivo explícito, figura en el Tratado entre Argentina, Brasil y Uruguay que la constituye: derrocar el actual gobierno de Paraguay. Y por actual gobierno, se refería al mariscal Francisco Solano López.
El general Bartolomé Mitre, en una sonada polémica periodística mantenida con Juan Carlos Gómez, agregará, en el fárrago del intercambio: vengar [la Argentina] una afrenta gratuita, asegurar su paz interna y externa, reivindicar la libre navegación de los ríos, y reconquistar sus fronteras de hecho y de derecho.
Más allá de estas disquisiciones, el evidente resultado fue un genocidio fratricida. A medida que nos distanciamos del acontecimiento, y pese al consejo de los historiadores de no juzgar hechos del pasado con una perspectiva presente, nos resulta más terriblemente nítido.
El historiador norteamericano Thomas Whigham, señala que entre el 60 y el 70% de la población paraguaya fue aniquilado. Paraguay perdió 150.000 km2 de su territorio y además, quedó con una enorme, e impagable, deuda por concepto de indemnización.
La guerra, en cambio representó enormes ganancias para los comerciantes y estancieros del litoral argentino. En cambio, los intereses federalistas provinciales, terminaron por esfumarse definitivamente.
Uruguay debió «contentarse con una parte de las banderas de batalla a cambio de un gasto de 6 millones de pesos y las vidas de 3119 orientales», concluye Whigham. La cifra representa un 56% de los efectivos destinados al combate.
Primero los orientales
Fue durante el gobierno del general Santos en 1885, que Uruguay condonó la deuda y devolvió los trofeos de guerra al Paraguay. Claro que sin desdecirse de los términos del Tratado: la guerra fue la lucha contra el déspota. Nada de «el exterminio fue un daño colateral». Pese a esta moderación la propuesta presidencial encontró cierta resistencia. Ya había el parlamento cancelado la deuda cuando Santos decidió dar el segundo paso. Se le objetó que siendo tres las naciones de la alianza, había que consultar a los otros dos. El presidente insiste en el argumento central: los paraguayos lucharon con un heroísmo «digno de mejor causa», dice.
Y fundamenta el envío de la ley en que «la lucha con nuestros hermanos del Paraguay, […] se impuso por los sucesos, por la conservación de nuestra independencia contra la prepotencia del nuevo Rosas y por las exigencias de la civilización». El general Máximo Tajes será el encargado de presidir la misión que transportará las reliquias. El viaje hasta Asunción a bordo de la cañonera «General Artigas» está relatado por el Secretario de la Comisión, don Nicolás Granada, quien había participado en la Guerra como Ayudante de Campo del General en Jefe del Ejército Aliado. Está disponible parcialmente en autores.uy. Vale la pena disfrutar su lectura.
Perón
Tocó al entonces presidente argentino general Juan Domingo Perón, imitar el gesto de Santos casi 70 años después. Fue en 1954 durante la presidencia del general Alfredo Stroessner. El propio Perón encabezó la delegación. Su oratoria estuvo cargada de revisionismo -y de oportunidad-: «Vengo personalmente a cumplir con el sagrado mandato encomendado por el pueblo argentino de hacer entrega de las reliquias que, esperamos, sellen para siempre una inquebrantable hermandad entre nuestros pueblos», según La Prensa 17/08/1954. El historiador brasileño Francisco Doratioto registra, «…en el nombre sagrado del Mariscal Francisco Solano López», lo que hace al salto cualitativo de la declaración.
La deuda paraguaya había sido saldada un año antes. Un año después, Perón volvió a Asunción, asilado en una cañonera paraguaya: había sido derrocado.
Brasil canceló la deuda en 1943 durante el gobierno del Dr. Getulio Vargas. Los «trofeos», parecen ser un asunto pendiente.
Las formas de la muerte
Pero la guerra no fue solo el intercambio de disparos. A fines de 1870 se presenta una indeseable visita en Buenos Aires: la fiebre amarilla. El mismo misterioso mal que castigó el Montevideo de 1857. Faltaba todavía medio siglo para que la ciencia pudiera capitalizar el descubrimiento. No se trataba de las miasmas ni del contagio personal, sino del mosquito Aedes aegypti, el principal vector del virus de la fiebre amarilla. Ese traidor insecto «que pululaba en las aguas encharcadas, en un ambiente tropical y picaba a su víctima durante la noche», dice el Dr. Soiza Larrosa.
Pero principio tienen las cosas. El Ministerio de Salud argentino, en una publicación de 2012 recoge la tesis de que todo empezó en los soldados brasileños que estaban en Asunción. La trasmisión habría sido causada por «soldados y prisioneros que regresaban de la guerra del Paraguay».
Según este documento, y después de causar 2000 decesos en Corrientes, la fiebre amarilla se había apoderado de la capital «provocando la muerte del 8% de los porteños». Parece que las autoridades estaban ocupadas preparando el carnaval y recién pasaron de la indiferencia al espanto «cuando en el mes de marzo se registran 40 muertes por día». El Director del Departamento de Higiene y Obras de Salubridad ya había advertido el peligro en febrero de 1871, pero prevalecieron las carnestolendas… y la economía. ¿Qué hacer? Cuarentena, cerrar el puerto, dejar sin cobrar los tributos, prohibir el tránsito de mercaderías… ¿Con qué se paga la deuda de guerra? Cobrarle a los paraguayos… El gobierno se encontraba en una horrenda disyuntiva.
Cuando las defunciones pasaron a 100 por día, el presidente Sarmiento debe haber considerado que si Dios no pide cuentas de la sangre derramada, menos pediría de una medida de emergencia. Entonces tomó una rápida acción: huyó de Buenos Aires. Por supuesto no se olvidó del vicepresidente Alsina ni de una comitiva de «setenta zánganos» que viajaron en el mismo tren. El diario La Prensa, que era propiedad de los Mitre, agrega: «Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos». En esa época no había videoconferencias de modo que la actitud era equivalente al abandono del cargo. Es llamativo que esto que parece un ataque político sea recogido por un documento oficial del gobierno argentino. Pero algún derecho tenía Mitre de decirlo cuando él y su hijo se quedaron en Buenos Aires a enfrentar la situación.
La temática da para muchas reflexiones.
¡Suerte que no tenemos a Sarmiento en la presidencia!, es la que me salta a la mente.
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