Con la construcción parada, la mayoría de los restoranes y hoteles cerrados y gran parte de los trabajadores formales en sus hogares, la caída de la actividad económica se respira en todo el territorio nacional. Pero esta paralización no es uniforme para todos los trabajadores, evidenciándose grandes contrastes entre sectores y regiones. En un extremo se ubica el sector salud, que trabaja a todo ritmo, situación que nadie cuestiona. Lo mismo ocurre con la policía y las fuerzas armadas, los productores de alimentos, los distribuidores y mercados, el transporte y los otros sectores vitales que en ningún momento mostraron señales de querer cerrar. Pero la paralización de varios sectores formales de la economía afecta asimétricamente a aquellos con vínculos más endebles con las cadenas de producción, y que tienden a residir en las zonas periféricas de Montevideo y las grandes ciudades del interior.
Debemos asimilar que la pandemia producirá una gran contracción en la dimensión de nuestra economía. Si el año pasado el PBI rondaba en los USD 57.000 millones, es razonable pensar que entre la depreciación del peso y la caída de la actividad, este se encuentre hoy muy por debajo de ese nivel. Como referencia, debemos tener en cuenta que del 2001 al 2002, medido en dólares, el PBI se redujo a la mitad.
Resulta imprescindible dimensionar el producto al momento de evaluar el efecto de posibles medidas políticas. Las decisiones sobre el gasto y endeudamiento tendrán un impacto mucho mayor, y esto acotará aún más las posibilidades que tiene el gobierno de hacer política fiscal. Si con los niveles anteriores de PBI el nivel de gasto era considerado insostenible por calificadoras y analistas, debería resultar claro el enorme desafío que ahora enfrenta el gobierno.
La capacidad de aumentar el gasto se encuentra severamente acotada y las posibilidades de un aflojamiento monetario son virtualmente imposibles. Otra hubiera sido la situación si la tan mentada “desdolarización” hubiera sido real y no parte del conjunto de mitos que se vienen derrumbando a medida que transcurren las semanas.
Lo cierto es que en este mismo momento los países desarrollados implementan masivos programas de expansión fiscal y monetaria. De golpe todos los temores, las advertencias y las opiniones expertas pasan a segundo plano, y todos los actores se van alineando velozmente detrás de un nuevo paradigma inocultablemente keynesiano.
Hasta las bizantinas discusiones al interno de la Unión Europea nos demuestran que en ningún momento los países desarrollados dudan que recibirán apoyo fiscal y monetario. Pactos faustianos con la canciller Merkel mediante, nadie en Europa va a dejar caer a España o Italia, ya que saben muy bien que podrían provocar la caída de gobiernos que hasta ahora se han mostrado obedientes.
¿Qué deja esto para los “países emergentes”? Lo absolutamente cierto en todo esto es que la elevación de China a potencia económica y militar global ha dejado el concepto de “emergente” vacío de contenido. Lo único que emergió en los últimos 20 años fue China, y lo único que ha ocurrido con países como el nuestro es que la distancia con los países desarrollados es cada vez mayor. El de BRICS fue otra idea muy linda de los vendedores de bonos de Wall Street, pero que no probó ser más que un espejismo. Llegó el momento de comprender nuestras realidades y ser honestos con la población. Cuanto antes reconozcamos nuestras limitantes y defendamos nuestras fortalezas, antes podremos ponernos a trabajar en un desarrollo sostenible de mediano y largo plazo.
La realidad es que nuestros países tienen serias limitaciones para hacer política fiscal y monetaria, a lo que se agrega que la incertidumbre provoca una migración de capitales hacia el resto del mundo, justo en el momento que más se los necesita. Con los mercados de capitales virtualmente cerrados para nuestros países, y las limitaciones de los sistemas bancarios domésticos, empresas y países tendrán dificultades para renovar vencimientos, ni que hablar de contraer nueva deuda que permita sobrellevar la situación actual o “aplanar la curva”, utilizando la terminología en boga.
Lo trágico de esta situación es que limita la capacidad de estos países de inyectar fondos de una manera que se pueda aplanar, ahora sí, la curva de la pandemia. Estos recursos son necesarios no solo para hacer frente al aumento en los costos de salud, sino también para poder financiar el freno a la economía mientas dure el combate al virus. Combatir la pandemia requiere recursos económicos, y si se frena la economía, existirán menos recursos. ¿Cuál es entonces el equilibrio adecuado? Resulta evidente que, con su acceso rápido a recursos, los países desarrollados pueden darse el lujo de manejar los dos objetivos al mismo tiempo. ¿Qué queda entonces para países como Uruguay?
En una columna de estos días en Project Syndicate, el economista Ricardo Haussmann se refirió al dilema de los países emergentes en los siguientes términos:
“Justo cuando los países en desarrollo necesitan hacer frente a la pandemia, la mayoría han visto evaporarse su espacio fiscal y enfrentan grandes brechas de financiamiento (…) En estas condiciones, aún si los países en desarrollo quisieran aplanar la curva, no tendrían la capacidad de hacerlo. Si la gente debe elegir entre un 10% de chance de morir si va a trabajar y se contagia el COVID-19 y morirse de hambre con seguridad si se queda en casa, es muy probable que opte por ir a trabajar. Darles a los países la capacidad financiera para aplanar la curva requiere un nivel de respaldo financiero que no será factible con las estrategias existentes y con los balances actuales de las organizaciones internacionales. Para ayudar a manejar la pandemia en el Sur Global, por lo tanto, es esencial que el dinero que huye de los países en desarrollo regrese. Para hacerlo, el G7 y el G20 deberían considerar varias medidas”.
En suma, para Haussmann los países emergentes no disponen de los instrumentos con que cuentan los países desarrollados, justamente cuando los fondos de los primeros migran hacia estos últimos. También alerta que la curva relevante para nuestros países no sería necesariamente la que nos enseñaron a mirar en las últimas semanas, sino una curva de indiferencia entre morirse de hambre o morirse por el virus. El mensaje implícito es que medidas que pueden parecer muy adecuadas desde el punto de vista sanitario, pueden poner a la economía en una situación tal que termine provocando aún más muertes.
Esto deja a los sistemas políticos en una disyuntiva tan difícil como la que enfrentaron los espartanos ante la inminente invasión de los persas. Ningún político occidental está en condiciones de plantear una estrategia que se parezca en lo más mínimo a la de Leónidas en la Termópilas. De hecho, cuando el primer ministro británico Boris Johnson pareció sugerir algo que se aproximaba a esto, le cayó todo el peso de la presión internacional y rápidamente cambió el curso.
Debemos tener fuerza de voluntad para sobrellevar la crisis, pero al mismo tiempo debemos ser realistas sobre las encrucijada en la que nos encontramos. Cuando esta pandemia termine, habremos perdido seres queridos, seremos más pobres, menos soberanos, nuestra sociedad será más desigual y varias cadenas productivas van a haber quedado seriamente dañadas, si es que no desaparecieron. En gran parte habrá sido el resultado del destino, pero en una parte no menor es consecuencia de una irresponsabilidad anterior que es importante quede debidamente registrada; cosa que los historiadores del futuro tengan menos grados de libertad para alterar hechos e invertir causalidades.