Ayer se cumplieron 87 años de la Revolución de Marzo. Es un aniversario en que siempre abunda la retórica de la defensa de la democracia ante dictadores deleznables. Nunca se pone el menor énfasis en evaluar este capítulo de nuestra historia en su debido contexto; no solo las particularidades de un Uruguay arrasado por los coletazos de la Crisis Mundial, sino también con una visión más amplia de las cinco décadas de perfeccionamiento institucional en el que se enmarca.
El proceso se inicia veinte años antes cuando José Batlle y Ordóñez propone llevar adelante una reforma constitucional e instaurar un Poder Ejecutivo colegiado. Don Pepe conocía de primera mano el inmenso poder que concentraba la Presidencia y entendía que era necesario diluirlo. Ante una historia reciente de continuos levantamientos armados y guerras civiles, el razonamiento era atendible. También lo era su contracara: el propósito del Poder Ejecutivo era ser un órgano ejecutivo, no un órgano deliberante.
La idea no cuajó, nunca lo hizo. Los uruguayos tenemos claro que cuando las papas queman alguien debe hacerse cargo y ese alguien es el Presidente de la República. El poder se diluía, pero la responsabilidad también. Es fácil decirlo hoy ante la evidencia de casi 30 años de Poder Ejecutivo pluripersonal, pero también se preveía en aquel entonces.
El país y el mismo Partido Colorado se dividieron en torno a la consigna de colegialista o anticolegialista. El 30 de julio de 1916, con la novedad del voto secreto, se lleva a cabo la elección de los miembros de la Asamblea Constituyente. Se produce entonces la mayor derrota electoral del batllismo, pero éste tenía una carta en la manga: era el gobierno. Lo que sucedió a ese pronunciamiento soberano fue una clase magistral de cómo utilizar todos sus recursos -y el ansia de coparticipación del Partido Nacional- para extraer una victoria de las fauces de la derrota.
Dieciséis meses después se le presentaba a la ciudadanía una nueva Constitución con un Poder Ejecutivo bicéfalo: un Presidente a cargo de Interior, Guerra y Relaciones Exteriores, acompañado de un Consejo Nacional de Administración que se ocupaba del resto. Si ese fuera nuestro sistema hoy, el Presidente Lacalle Pou tendría que coexistir con un Consejo de mayoría frenteamplista al frente de la respuesta sanitaria, económica y social al Coronavirus… ¿Qué podría salir mal? Fueron a votar solo la mitad de los ciudadanos que se habían tomado la molestia de elegir constituyentes.
Imponer tamaño engendro había sido producto de varias negociaciones de índole cortoplacista: Batlle retiró su candidatura a un tercer período, ambos partidos tenían derecho a veto de los primeros consejeros, acordaron quién sería el próximo presidente, etc. Todas las partes procuraron que fuera virtualmente inmodificable, en particular Don Pepe que buscaba blindar su enorme legado. El único mecanismo previsto requería 2/3 en ambas Cámaras en 2 (dos) períodos consecutivos previo a ser presentado a la ciudadanía. Esto era totalmente inapropiado teniendo en cuenta que la composición del Poder Ejecutivo no era mucho más que un experimento.
Para peor, la nueva Constitución adoptaba una dinámica similar a la de Estados Unidos, con periódicas renovaciones parciales de ambas cámaras y del Consejo. Todos los años había elecciones de algo, por lo que cualquier consenso era precario.
Eso es precisamente lo que ocurrió en la antesala del golpe, con el país sumido en una crisis profunda. Las exportaciones habían bajado a la mitad, el desempleo aumentaba y las cuentas públicas eran un caos absoluto. El presupuesto de 1930 se votó en 1931 y el de 1931 en 1932. No era un presupuesto, era un post-mortem. En ese contexto es que comienzan a reclamar una reforma constitucional figuras descollantes como el propio Presidente Terra, el líder del nacionalismo Dr. Luis Alberto de Herrera y el Dr. Pedro Manini Ríos, anticolegialista de la primera hora que izando esa bandera había fundado el riverismo y al diario La Mañana como su portavoz.
Entre ellos tres habían reunido el 83% de las adhesiones en las elecciones presidenciales de 1930 (no incluyo al vierismo que era presidencialista, o al candidato de El Día , Dr. Federico Fleurquin, que luego apoyaría al Dr. Terra). En la otra esquina: el Consejo, que hacía oídos sordos al reclamo de un plebiscito y convenientemente reiteraba que se debían seguir los pasos definidos en la Carta Magna.
Hace unos años, conversando con el Dr. Jorge Batlle, me dijo que el error de mi bisabuelo había sido no juntar firmas, lo que si bien formalmente no tenía validez, le hubiera permitido documentar fehacientemente que estaba en lo cierto. Le respondí que las firmas las habían juntado Herrera y Manini Ríos. En noviembre de 1932 se realizaban elecciones para la renovación parcial del Consejo Nacional de Administración y ambos intimaron a sus seguidores a abstenerse. Terra no lo hizo. A fin de cuentas era el Presidente en funciones y no podía promover un cisma dentro de su Partido Colorado, ya de por sí bastante fraccionado.
La realidad quedó al desnudo al evaporarse el 50% de los votantes. Se justificaba plenamente hacer un plebiscito, pero a efectos prácticos la abstención fortaleció a quienes lo negaban y dejó con una representación aún más disminuida a quienes promovían la reforma. Comienza así el año 1933 con Herrera intimando al Presidente a actuar o enfrentarle en una guerra civil. Nepomuceno Saravia, hijo de Aparicio, se movilizaba inquietamente en la frontera. Se había conformado una Comisión Nacional Reformista que marcharía sobre Montevideo el 8 de abril y tras la cual decían “todos los poderes del Estado, excepto la Presidencia de la República, deberán quedar caducados”. Corrían rumores de que en la noche habría apagón y se soltaría a los presos de Punta Carretas, ambas opciones bajo control directo del Consejo… En un entorno tan caldeado y marcado por la intransigencia de ambas partes, entre el 30 de marzo y el 31 por la mañana se da el desenlace final y la disolución de las cámaras.
Y no pasó nada. El Presidente se afincó en el Cuartel de Bomberos, la policía mantuvo el orden y los militares se quedaron en el cuartel. El único episodio que dio la nota fue el suicidio de Baltasar Brum. Una desgracia por la pérdida de un gran servidor público, pero también porque condicionó…
Se llamó inmediatamente a elecciones de constituyentes para el 25 de junio, en que participaron Comunistas y Socialistas. Se podría y debería haber logrado tender puentes dentro del batllismo, aunque fuera actuando en oposición, pero -sin saberlo- Brum los dinamitó irreversiblemente. Sus correligionarios no podían ser menos, ni actuar de tal forma que hubiera muerto en vano, por lo que se apostaron en trincheras inexpugnables.
En junio, a pesar del llamado a la abstención de los desplazados, eligió constituyentes un 60% del electorado siendo que nunca había votado más del 80%. Se deduce también de las cifras que, de los 104.000 votos que obtuvo en 1930 con sus listas propias (mayoría del batllismo), el Dr. Terra mantuvo unas 80.000 adhesiones. Luego en abril de 1934 más de un 50% del electorado aprobó la nueva Constitución y la reelección del Dr. Terra.
Para marzo de 1938, ya incorporadas las mujeres al padrón, el Partido Nacional crecía un 25% mientras que el Partido Colorado crecía un 69%.
Obtiene así el triunfo electoral más abultado de su historia, señal de un buen gobierno y un alto índice de aprobación. El país seguía adelante, en franco crecimiento económico e industrial. La abstención de batllistas opositores y nacionalistas independientes carecía de sentido, salvo para guardar las apariencias. El exilio político que se habían autoimpuesto era claramente insostenible.
Fue entonces que para volver al ruedo tuvieron que inventar un “golpe bueno” que acabase con “el régimen de marzo” pero que, curiosa y convenientemente, omitió por completo el restablecimiento del Ejecutivo bicéfalo previo a éste. Se precisaría una década de viento de cola para acumular la hubris necesaria y reiterar el error.
Dr. Juan Campisteguy:
“Si por cualquier circunstancia las opiniones políticas del Presidente de la República no coincidieran con las que patrocine el Consejo, entonces la imperfección del sistema se revelaría en toda su desnudez. Producido el antagonismo político, el choque será inevitable”
Presidente de la Asamblea Constituyente de 1917, Dr. Juan Campisteguy. Cofundador de El Día, riverista, futuro Presidente de la República (1927-31) y de la Asamblea Constituyente de 1934.
TE PUEDE INTERESAR